Los Reyes Magos
ejercieron una poderosa atracción sobre la cristiandad medieval. Su
generosidad, espíritu de fe y de aventuras, y su grandeza, despertaron gran
fascinación en las almas sedientas de maravilloso.
Caballeros y peregrinos
traían de Tierra Santa narraciones
acerca de los misteriosos personajes reales que formaron la leyenda. El docto
Johannes von Hildesheim, fecundo escritor,
Abad de Marienau, y profesor en Avignon y París (s. XIV), fue un
destacado recopilador de estos relatos, cuya versión de la leyenda encantaba al
propio Goethe. Veamos algunos pasajes de este relato penetrado de un perfume de
inocencia, propio de la auténtica Navidad (*).
Primeros fieles de la gentilidad
“Todo el mundo de
Oriente a Occidente alaba y honra a los Tres Santos Reyes. Como fulgurantes
rayos de sol brilla su fama. En la tierra del Levante se desarrolló su vida
corporal. Allí buscaron al verdadero Dios Hombre, lo adoraron y le trajeron sus
dones, tan ricos en significado.
“Fueron estos
primeros fieles de la gentilidad los primeros paganos que se convirtieron e
hicieron votos de castidad y pureza y llevaron una vida santa”. Sus reliquias
se veneran en la portentosa Catedral de Colonia, elevada en su honor.
El Monte de las Victorias
La Montaña de Vaus, en la India, llamada también Mons.
Victorialis –Cerro de las Victorias- sobresalía por su altura sobre todas las
demás. Allí los Indos mandaban vigías para anunciar cualquier peligro por
señales de fuego o de humo, según la hora. El profeta Balaam había anunciado: “surgirá
una estrella de Jacob y derribará a todos los hijos de Set” (los enemigos de
Dios).
Los ancianos
pagaron generosamente vigías y ellos mismos subieron al Monte Vaus para
observar si, de día o de noche, de cerca o de lejos, aparecía una estrella o
una luz inesperada, debiendo comunicarlo de inmediato.
La profecía se
mantuvo por mucho tiempo en todos los pueblos de Oriente. Había una estirpe de
“los nobles de Vaus”; a ella pertenecía el rey Melchor, que regaló el oro al
Niño Dios.
También existía en
Oriente la ciudad de Akkon, de magnificencia legendaria. Allí se dirigieron desde la India los nobles de Vaus,
construyendo un poderoso castillo de esplendor real. Conservaba una corona de
oro recamada de gemas, piedras preciosas y perlas. Tenía inscripciones con
letras del alfabeto caldeo y el signo de la cruz, además de una estrella. Habría pertenecido a
Melchor, que también era rey de Nubia. Dios obró por ella milagros en honor a
los tres reyes. Cuando alguien caía víctima de apoplejía, se la ponían sobre la
cabeza y enseguida se levantaba, curado.
Vigilia en lo alto del cerro
Aumentaba entre
los gentiles el deseo de que se cumpla la profecía de Balaam, sobre la cual,
aunque paganos, no tenían la menor duda. Buscaron doce hombres sabios y dignos
y los enviaron al cerro. Cuando uno moría, otro lo reemplazaba. Su misión era
descubrir la estrella y advertir el Nacimiento del Hombre al que las estrellas
servían.
Era el mejor lugar
para contemplar el firmamento y tenía un espacio destinado a un fin especial
que fue cumplido después del Nacimiento: levantar una capilla. Allí pusieron
una columna finamente labrada sosteniendo una estrella que giraba con el viento
y brillaba a lo lejos.
La estrella se levanta sobre la montaña de
Vaus
A la misma hora en
que nacía el Salvador, se levantaba sobre el Monte de las Victorias una
estrella. Lentamente, como si fuera un águila, permaneciendo inmóvil sobre la
cumbre. Iluminaba al mundo entero.
Ni siquiera el sol
del mediodía lograba oscurecerla. Tenía la figura de un niño y el signo de la
cruz. Una voz se oyó de la estrella diciendo: “Hoy ha nacido el Señor, el Rey
de los Judíos, que es la esperanza y el Señor de los gentiles. ¡Id, pues,
buscadlo y adoradlo!”
Los reyes se ponen en camino
Los que vieron y
oyeron esto se atemorizaron, admirados, pero no dudaron que fuese la estrella
anunciada por Balaam.
En la India, Caldea y Persia, los
tres reyes recibieron la noticia, llenos
de alegría de que les fuera permitido vivir los días de bendición en que
apareciera el astro.
No se conocían
entre sí ya que sus reinos quedaban distantes, pero recibieron la noticia al
mismo tiempo. Se prepararon debidamente, con regalos de profunda significación,
vestimentas magnificas y lujo real, con caballos, mulas y camellos, y una larga
comitiva, y partieron a buscar y adorar al Rey recién nacido, que sentían tan
por encima de ellos . Por eso se vistieron del modo más rico y distinguido y
enviaron una gran caravana con comida, bebida y bastimentos.
La estrella los
guiaba en el camino. Durante el día descansaban y a la noche andaban, ya que su
brillo era como el del sol.
Eran tiempos de
paz. Las puertas de las ciudades estaban abiertas. Los habitantes de los reinos
que recorrían se atemorizaban y llenaban de admiración al ver a estos reyes con
sus grandes escoltas, que viajaban de noche alumbrados como en el día. Nadie
sabía de dónde venían ni hacia dónde iban. Dejaban los caminos marcados por los
cascos de incontables animales. Largo tiempo se habló de esto en Oriente.
Encuentro en Jerusalén: alegría de los
buenos y terror de los malos
“Por diversos
caminos llegaron a Jerusalén. Al tener noticia uno del otro se abrazaron llenos
de alegría, relatándose el milagro que los reunía allí para el gran
acontecimiento esperado por los siglos. Conocieron que ésa era la ciudad real
que sus antepasados conquistaran varias veces esperando encontrar al Rey recién
nacido”.
Frente a semejante
comitiva, tan bien equipada cuanto inesperada, Herodes y los habitantes
tuvieron miedo: era tan grande que los muros no podían contener la multitud de
hombres y animales. La mayor parte acampó en las afueras, como un ejército alrededor
de la urbe.
Sobre la reacción
de Herodes y los doctores, que les informaron que el rey habia nacido “en Belén
de Judá”, comenta el autor:
“Los doctores
sabían desde antes del Nacimiento del Señor, y conocían el lugar de su Natividad.
Luego, no tuvieron excusa por su falta de fe y su negativa posterior”. Citando
a San Gregorio, añade: “Los judíos tenían el espíritu de profecía pero estaban
ciegos y no veían a Aquel de quien tantas cosas habían anunciado. Negaban que
Cristo hubiese nacido pero sabían que
nacería. Conocían hasta el lugar de su Nacimiento y lo anunciaron a Herodes a
su pedido”.
Los reyes llegan a Belén, guiados por la
estrella
Por el camino a
Belén encontraron a los pastores, que les anunciaron el mensaje del Angel; los
Magos les dieron ricos presentes.
Poco antes de
llegar se engalanaron con las más finas vestimentas reales. La estrella los
condujo hasta un pesebre, deteniéndose sobre él en el cielo. Un fulgor maravilloso
iluminaba la caverna, y, al entrar, vieron al Niño con María, su Madre, cayeron
de rodillas y lo adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron sus dones:
oro, incienso y mirra de sus reinos.
Los dones
significaban tres propiedades de la
Persona de Nuestro Señor Jesucristo: majestad divina, poder
real y mortalidad humana.
El incienso
significa sacrificio, el oro tributo y la mirra se utiliza para enterrar los
muertos, en espera de la resurrección. La santa Fe los ofrece continuamente
honrando al verdadero Dios, verdadero Rey y verdadero Hombre.
El oro es un
símbolo de honra y templanza virginal, que representa la castidad de los reyes;
el incienso, refuerza la idea de pureza sumada a la de devoción y entrega; y la
mirra, símbolo de mortificaron, refleja el carácter pasajero de la carne, que
por obra de Dios resucitará.
Los tres reyes
besaron el suelo frente al pesebre y las delicadas manos del Hijo de Dios. Con
modestia y sacralidad depositaron sus dones cerca de la cabeza del Niño.
Algunos habían pertenecido a Alejandro Magno y luego a la reina de Saba, que
los llevara al templo, de donde fueron robados cuando la destrucción de la
ciudad real.
Pobreza, intimidad sacral y grandeza
Encontraron al
Niño en tan grande pobreza como les dijeran los pastores. En la humilde
vivienda brillaba la luz de la estrella milagrosa con tanta intensidad que
todos parecían encontrarse en llamas. Tan absortos estaban que de sus cofres
tomaron lo primero que les vino a la mano. El rey Gaspar, con lágrimas en los
ojos, trajo un envase con mirra. Un temor sagrado se apoderó de ellos, sumidos
en profunda contemplación. Oyeron a la Ssma.
Virgen decir suavemente, con la cabeza algo inclinada: “Dios sea
alabado”.
Entre los dones se
encontraba una esfera dorada que perteneciera a Alejandro Magno. Por su lado de
orgullo humano, al tomarla el Niño Jesús, se convirtió en polvo y ceniza.
Como la roca, que,
sin obrar humano, se separó de la montaña, y como en la terrible visión de
Nabucodonosor, en que el ídolo se convirtió en polvo y ceniza, así también
nació Cristo de una Virgen, sin intervención humana. Rebajó a los orgullosos
que se sienten poderosos y elevó a los humildes de corazón, como los Santos
Reyes Magos.
El poseía, en su
deliberada pobreza y pequeñez, el poder de convertir en nada la esfera que
representaba al mundo, y de mover las almas para edificar una civilización en
que se haga su voluntad, así en la tierra como en el Cielo.
………………….
* La Leyenda de los Tres Santos
Reyes („Die Legende von den heiligen Drei
Königen“, Ed. DTV, Munich, 1963).
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