miércoles, 23 de diciembre de 2020
martes, 6 de octubre de 2020
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VIII - Toro
CAPITULO
VIII
TORO
A |
lfonso V, en lugar de apoderarse de
“Fracasó en sus cálculos sobre la
reacción del genio de Isabel, tan extraordinario como el de Santa Juana de Arco”, y le dio lo que ella más necesitaba,
que era tiempo.
“Isabel sacó de éste el mejor partido. Para
ella no eran obstáculos las enfermedades, el mal tiempo ni los peligros de la
región. Durante meses vivió casi siempre a caballo, de un confín a otro del
reino, pronunciando discursos, celebrando conferencias, dictando cartas a sus
secretarios durante toda la noche, presidiendo el tribunal toda la mañana,
juzgando a algunos ladrones y asesinos merecedores de la horca, recorriendo
cien o doscientas millas por los fríos pasos de las montañas para suplicar a
algún noble, tibio en su lealtad, quinientos soldados”.
Dondequiera que fuese, inflamaba el ánimo de
lucha de los castellanos contra los portugueses. Terminaba sus arengas con una
apasionada oración, pidiendo a Dios “que manifiestes tu voluntad con tus obras
maravillosas”, “porque con tu gracia pueda haber paz en estos reinos”.
Mientras Fernando reclutaba en el Norte,
Isabel reunía miles de hombres en Toledo y se ponía a su frente vistiendo su
armadura. Con enorme esfuerzo reunieron 42 mil hombres mal disciplinados y
armados.
Fernando se dirigió a Toro, que se le
rindió. Luego halló cortadas las comunicaciones por la defección del gobernador
de Castronuño. Hubo deserciones y hambre, y el ejército se dispersó en gran
parte.
Pero Isabel no se desanimó y se dispuso
a mayores esfuerzos, estimulada por un valioso consejero, don Pedro González de
Mendoza, el Cardenal de España. Era hijo del Marqués de Santillana, “sacerdote
devoto, experto soldado y profundo hombre de Estado”.
Ante la situación extrema le sugirió una
medida salvadora: pedirle al clero que haga aportes de las donaciones que había
acumulado durante siglos, lo que permitió reunir una gran suma para equipar las
fuerzas leales. Cinco meses después del fracaso de Toro había 15 mil hombres
bien armados y adiestrados.
Alfonso V ofreció retirarse a cambio de
Toro, Zamora y el reino de Galicia. A lo que Isabel respondió: que jamás
entregaría una sola almena de los reinos de su padre.
Fernando debió dejar su ejército allí y
dirigirse al Norte, mientras Isabel galopaba a Toledo para conseguir refuerzos.
De ahí pasó a León para rescatarla de un gobernador traidor, en un
recorrido de
De vuelta, envió al Conde de Benavente a
lanzar un ataque nocturno contra los portugueses, que se retiraron hasta
Zamora. El gobernador del puente de Zamora quería entregar este paso vital a
los Reyes Católicos, pero requería el envío de tropas.
A pedido de Isabel, Fernando se fingió
enfermo para poder abandonar Burgos en secreto, cabalgando
Ante el peligro de una derrota, Isabel
llevó el esfuerzo a límites sobrehumanos. Como hábil general advirtió que era necesario atacar y dividir
las fuerzas enemigas, organizando ataques contra flancos diversos y tomando con
la caballería una ciudad que, según había descubierto, estaba desguarnecida.
Alfonso comenzó a retroceder y Fernando a perseguirlo. El Cardenal Mendoza le
hizo saber que el enemigo estaba desplegado en orden de batalla, con el sol en
contra. Era preciso atacar sin demora.
Las tropas se acometieron con furor en
el quiebre de las lanzas, y el choque de las armaduras y de los caballos. Los
jinetes caían y quedaban allí, o empuñaban la espada para enfrentar a los
infantes, que corrían con dagas y hachas al grito de “¡Fernando!” o de
“¡Alfonso!”
Donde ondeaban los estandartes de los
reyes rivales, la lucha era más dura, en medio de gritos y luchas. El Cardenal
de España, con su roquete de obispo negro de sangre , peleaba como un
tigre derribando portugueses. Del lado enemigo tronaba la artillería de don
Juan de Portugal, seguido del estampido de la mosquetería. Seis escuadrones de
caballería de gallegos y asturianos fueron descalabrados por la aguerrida
caballería portuguesa.
Mientras el sol se inclinaba y la oscuridad invadía el campo, ambos bandos seguían combatiendo. El portaestandarte de don Alfonso de Portugal hacía esfuerzos por alzarlo al viento. Una flecha castellana le hirió el brazo que conservaba sano, por lo que sostuvo la enseña con los dientes hasta que cayó acribillado.
Mientras el Cardenal de España se apoderaba de la bandera portuguesa, el
valiente y obeso Rey Alfonso caía por tierra, peleando. La incertidumbre se
extendió por el campo lusitano, que estaba hambriento y cansado.
Los batallones de jinetes asturianos y
gallegos, que habían huido de la artillería de don Juan, se reagruparon y
cayeron sobre los desorganizados portugueses, que comenzaron a retroceder. El
Cardenal y el Duque de Alba los empujaban hacia el
río a pesar de los gritos de guerra del
Rey y de don Juan, como así también del valeroso Carrillo, ensangrentado de
pies a cabeza y con la espada rota.
Los vencedores gritaban “¡Santiago!”,
“¡Castilla para el rey Fernando y la reina Isabel!”
Por la noche ordenó don Fernando que
cesara la matanza y dejaran de hacer prisioneros. La furia de los castellanos
era tal que querían matar a los cautivos, a lo que se opuso resueltamente el
Cardenal Mendoza, apelando a la hidalguía de los soldados.
Al amanecer envió Fernando un mensaje
breve y afectuoso a Isabel, comunicándole la victoria. Ella recibió la noticia
con gran alegría y ordenó al clero que fuera por las calles cantando el Te
Deum.
Entre aclamaciones del pueblo, la joven
reina salió del palacio descalza como promesante, caminando sobre las toscas
piedras de la calle hasta el monasterio de San Pablo. Rodeada por la multitud
se arrodilló en el altar mayor con gran
devoción y humildad, dando gracias por el triunfo al Dios de las batallas.
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VII - Isabel, de corona...y coraza - La ceremonia de coronación en el cristiano reino de Castilla
CAPITULO VII
ISABEL, DE CORONA... Y
CORAZA -
S |
igamos la colorida
descripción de William Thomas Walsh de lo que ocurrió ese día:
“Una fría mañana del 13 de
diciembre, Isabel contemplaba desde el Alcázar de Segovia la ciudad llena de
gente. Por las cuatro puertas de la severa ciudad construida sobre un peñascal
iban entrando nobles y comuneros de toda la comarca, ondeando los pendones y
sonando las trompetas, los caramillos y los timbales, porque no había en España
ceremonia completa sin música.
Se alzó una atronadora
gritería cuando se abrió la puerta del castillo y salió doña Isabel montada
sobre un blanco palafrén, a un lado, el gobernador Cabrera y al otro el
arzobispo Carrillo. Tenía entonces la reina veintitrés años; era de bella y
majestuosa figura, e iba vestida de blanco brocado y armiño desde la cabeza
hasta los pies. Las gemas brillaban en su garganta, en las hebillas de sus
zapatos y en las bridas; y su caballo llevaba gualdrapas de paño de oro.
Avanzaba lentamente a lo largo de la estrecha calle de piedra, casi a la cabeza
de una magnífica procesión: Delante de ella, en un gran caballo, marchaba un
heraldo sosteniendo, con la punta hacia arriba, la espada de justicia de
Castilla, que brillaba amenazadoramente desnuda a la luz del sol, símbolo de
que aquella jovencita montada en la blanca jaca española tenía el poder de vida
y muerte sobre todos los que la rodeaban. Detrás del heraldo iban dos pajes,
llevando sobre un almohadón la corona de oro de su antepasado el rey Fernando
el Santo. Seguían a la princesa prelados y sacerdotes con casullas trabajadas
en hilo de oro sobre púrpura de seda, nobles vestidos de ricos terciopelos
deslumbrantes de pedrerías y con resplandecientes cadenas de oro, concejales de
Segovia con sus antiguas vestiduras heráldicas, lanceros, ballesteros, hombres
de armas, portaestandartes, músicos”, y detrás, el común.
“¡Viva la reina! ¡Castilla
por la reina doña Isabel!”, gritaba el pueblo.
Al llegar a la plaza, la
reina se apeó, subió a una alta plataforma adornada con tapices de ricos colores
y se sentó en un trono. Entre gritos y toques de trompetas, le colocaron sobre
el claro cabello castaño la gran corona de sus antepasados. Las campanas de
todas las iglesias y conventos de la ciudad comenzaron a sonar alegremente;
desde la guardia del Alcázar disparaban mosquetes y arcabuces y tronaban
pesadas lombardas desde las murallas de la ciudad.
Isabel era por fin reina.
Después que todos los nobles
presentes besaron su mano y le prestaron juramento de fidelidad, Isabel se
dirigió a
“Pidiéndole la gracia
necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”: en esta sencilla
frase se encierra todo el programa y la grandeza de una Civilización Cristiana.
Cuántas enseñanzas tiene
esta ceremonia de coronación. Es como para meditar sus pasajes y extraer de
cada uno la esencia y el perfume de
Entretanto Fernando se
encontraba en Aragón intentando poner en práctica el programa combinado con
Isabel. Encontró a Zaragoza alborotada por la tiranía del converso Jiménez Gordo.
Fernando lo invitó a visitarlo, lo arrestó, le proporcionó un sacerdote para
que tuviera una buena muerte y lo hizo ejecutar ese mismo día. El cadáver fue
expuesto en la plaza.
Estas formas, que hoy
ciertamente chocan, eran propias de la época. Creemos que tenían la finalidad
ejemplificadora de mostrar que no había impunidad para el mal y que la justicia
real era capaz de ponerle fin. Recuerda las palabras de San Pablo, de que el
príncipe tiene la espada para hacer justicia.
Difícil es graduar hasta dónde
debe llegar el rigor y hasta dónde la suavidad y la dulzura. Ambos extremos se
prestan a desequilibrios. Sólo la sabiduría cristiana y la gracia de Dios, que
se obtienen por la oración, más aún si se lleva una vida recta como la de
Isabel, pueden inspirar las decisiones
justas y las medidas acertadas, o la aplicación de buenas leyes a los casos
concretos.
No le gustó a don Fernando
enterarse de la coronación de
Intervinieron como
mediadores el Cardenal de España y el Arzobispo Carrillo, pero fue Isabel
quien, con tacto y dignidad, colocó a don Fernando en posición tan decorosa que
no tuvo más remedio que aceptarla.
La Reina le hizo ver que
“vos como mi marido sois rey de Castilla, e se ha de facer en ella lo que
mandáredes; y estos reinos, placiendo a la voluntad de Dios, después de
nuestros días, a vuestros hijos e míos han de quedar”. Que de otra manera
podría darse que su hija Isabel viniere a casarse con un príncipe extranjero
que pretendería apoderarse de las fortalezas y patrimonios reales, cayendo el
Reino en manos extrañas para gran cargo de conciencia de los Reyes.
Conforme Fernando con tanta
lógica y tacto, dispusieron ambos que no se hablase más de ello. A esta altura,
Salvo excepciones, en los
asuntos públicos actuarían como una sola persona: ambas firmas en los
documentos, ambas caras en las monedas. “Muchos trataron de separarlos, pero
ellos estaban resueltos a no disentir”. Fue Isabel un ejemplo de abnegación, de
ofrecer situaciones desagradables para mantener la unión.
Es más, ambos debían hacerlo
para cumplir la gigantesca obra que los esperaba: convertir la anarquía en
orden, restablecer el prestigio de la corona, recuperar tierras ilegalmente
entregadas por Enrique a nobles usurpadores, sanear la moneda, restablecer la
prosperidad del campo y la industria, resolver el problema de judíos, moriscos
y conversos, tarea casi imposible para estos jóvenes reyes sin tropas ni dinero
y rodeados de enemigos. “Castilla vivía en el caos”.
La obra que planeaban realizar
con Fernando se orientaba en las siguientes direcciones:
a)
eficiente administración de Justicia
b)
codificación de las leyes
c)
contención de los nobles
d)
reafirmación de derechos de la corona respecto
de los derechos eclesiásticos
e)
regulación del comercio
f)
recuperación de la
preeminencia de la autoridad real
(cf. “The Historians’ History of the World”, Ed. The Times, Londres, t.
X, cap. VI, p. 134).
Isabel comenzó su reinado
alejando a los parásitos heredados del anterior. Designó a hombres capaces y fieles
como el Cardenal Mendoza, Canciller, el Conde de Haro, Condestable de Castilla,
y Gutiérrez de Cárdenas, el tesorero. Los Reyes hicieron ejecutar a ladrones y
asesinos a diestra y siniestra; los ciudadanos, labradores y toda la gente
común, deseosa de paz, “estaban alegres e daban gracias a Dios”, porque “los
buenos les habían amor e los malos temor”.
Los poderosos que se habían
adueñado del país no estaban dispuestos a entregarse. El joven Marqués de
Villena amenazaba con proclamar reina a Juana
El Cardenal Mendoza se
ofreció a dar un paso atrás para ganarlo al anciano Carrillo, cuyas respuestas
evasivas despertaron sus sospechas. Para peor habían estallado querellas entre
los grandes por cuestiones de intereses. La situación se agravaba: Alfonso V
escribía a los Reyes que proyectaba casarse con
“Isabel no podía creer que
su viejo amigo Carrillo se hubiera pasado a sus enemigos”. Dictó una carta al
Prelado que no obtuvo respuesta. Quien lo tuviera de su lado ganaría, pensaban
todos.
Decidió entrevistarlo,
previo encuentro entre el Arzobispo y el Conde de Haro. El despecho y la
soberbia de Carrillo hablan en esta frase: “La quité (a
Al recibir el informe del
Conde,
No la esperaban allí
noticias agradables. Alfonso V había cruzado la frontera de Portugal con 20 mil
hombres para encontrar a sus aliados castellanos en Palencia. Se había casado
públicamente con
Fernando cabalgó
ansiosamente al Norte reclutando un ejército. “(...) Se había hecho impopular
en Castilla después de su intento de usurpar la corona, y... cualquier
llamamiento que quisiera hacerse debía partir de Isabel”. Parecía claro que
Alfonso V se apoderaría pronto de ella y de su reino.
“La reina Isabel, vistiendo
coraza de acero sobre su sencillo vestido de brocado, apretaba silenciosa los
labios mientras montaba a caballo y emprendía el camino del Norte”.
viernes, 2 de octubre de 2020
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VI - Una situación que requería sabiduría y fortaleza
Bonifacio VIII
CAPITULO VI
UNA SITUACIÓN QUE REQUERÍA
SABIDURÍA Y FORTALEZA
L |
as noticias de Roma eran
esperanzadoras. El Papa iniciaba su reinado con planes de reforma. La
organización eclesiástica “se encontraba bastante desquiciada” y así estaba la
sociedad temporal. Había contribuido la terrible peste negra que se abatió
sobre Europa a mediados del siglo XIV –el “mal siglo” que comenzó con la
bofetada de Anagni, ultraje cometido por el representante de Felipe IV de
Francia, que llevó a la muerte al Papa Bonifacio VIII por el dolor y la
indignación que le causó. Veinticinco millones de personas murieron, pueblos
enteros quedaron devastados. El clero estuvo a punto de extinguirse; entraron a
sus filas muchas personas sin preparación, vocación ni virtudes.
El rey que ultrajó el Papado
lo puso bajo su dependencia en el cautiverio de Avignon -que duró siete
décadas.
Se diría que la ruptura más
o menos consciente de la sociedad con la era de San Luis y San Fernando, de San
Francisco y Santo Domingo, constituyó un pecado inmenso. Varias desgracias se
abatieron sobre
El exilio de Avignon produjo
el gran cisma. Los cristianos contemplaban azorados el espectáculo de varios
pretendientes al trono de San Pedro. A pesar de todo,
Ante el peligro de las
invasiones musulmanas, la voz de San Pedro convocaba al combate en defensa de
la ciudadela cristiana. Entretanto, los turcos avanzaban y devastaban vastas
regiones y en 1453 tomaban por asalto Constantinopla.
Otra noticia alarmante: el
envío por el Gran Turco de una flota de 400 barcos contra la isla de Eubea, que
se consideraba inexpugnable. El Papa Pablo II había logrado unir a los
príncipes pero su muerte, poco después, dejó a
Al sucesor en la sede
pontificia le tocó hacerse cargo de dos graves problemas: creciente corrupción
en
Consideró el Papa que la
defensa de
Su misión como nuncio fue
exitosa. Encontrándose el reino al borde de la guerra civil, logró la
reconciliación de Isabel con el rey Enrique, a lo que siguieron los
correspondientes agasajos.
* *
*
En Alcalá se enteró doña
Isabel de la “terrible matanza de conversos o judíos encubiertos” en Córdoba.
Al parecer un buen sector de estos cristianos nuevos concurría abiertamente a
la sinagoga, por lo que habían sido excluidos de una procesión. Al pasar la
manifestación de fe frente a la casa de un converso famoso, arrojaron de su
interior un recipiente de inmundicias sobre
Don Alonso de Aguilar,
casado con una hija del Marqués de Villena, y su hermano, Gonzalo de Córdoba
(el futuro Gran Capitán), defendieron a los conversos. El estado de guerra duró
cuatro años. Matanzas similares de “marranos” (*ver nota al pie) ocurrieron en
otras partes; se agregó a la negra foja de servicios del “cristiano nuevo”
Villena ser responsable de una de las más brutales, ocurrida en Segovia en
1474.
En esta ciudad había sido
intenso el odio entre judíos y cristianos. A principios de siglo, un médico
judío y sus secuaces robaron una hostia consagrada y fueron ejecutados; otros
judíos intentaron envenenar al Obispo. “Y cuando Isabel tenía siete años de
edad, dieciséis judíos ... fueron acusados de haber robado un niño cristiano en
Semana Santa y de haberlo crucificado como afrenta a la memoria de Jesús” en un
asesinato ritual.
No fue el único caso de
asesinatos rituales. Ya las Partidas de Alfonso el Sabio, varios siglos antes,
se refieren y condenan abominables hechos como éstos.
La trama de Villena estaba
dirigida contra Cabrera, que era un converso auténtico, un católico fiel,
casado con Beatriz de Bobadilla, amiga de la infancia de Isabel –la que estaba
dispuesta hasta la lucha armada para librarla del casamiento forzado con el
falso converso Girón.
Cuando Isabel y Fernando
llegaron a Segovia, el lugar hedía a incendio y muerte. Isabel felicitó a
Cabrera por su valor en combatir las fuerzas de Villena protegiendo a los
conversos, y censuró a los fanáticos instrumentos de éste. Poco antes había
evitado una matanza similar en Valladolid, lo que le costó perder muchos
partidarios y verse obligada a huir con Fernando y el Arzobispo.
Ahora tenía el hecho
espantoso frente a sí, pudiendo contemplar las consecuencias del odio entre
cristianos y judíos. ¿Cómo podía salvarse el país de la ruina y de una segunda
conquista mahometana, que deseaban los judíos y pseudo-conversos? ¿Cómo lograr
que no explotaran a los cristianos e hicieran prosélitos para destruir
Isabel y Fernando llegaron a
la conclusión de que era necesario un gobierno suficientemente fuerte para ser
temido y respetado por todos. Los acontecimientos los favorecían. Su implacable
enemigo Villena murió en el mismo año. El rey Enrique se enfermó, y después de
confesar sus pecados (con el prior del monasterio que hiciera levantar por las
hazañas de don Beltrán), entregó su alma, negándose inflexiblemente a declarar
si
Isabel recibió la noticia en Segovia.
Vistió luto y fue a
Su sueño de Princesa niña,
de poner el poder real al servicio del alto ideal de sociedad cristiana, venía
a su encuentro por esta serie de acontecimientos.
De un reino en caos iba a
nacer
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. VII
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. V - La unión amenazada
M |
inutos después se
hacía presente el Arzobispo Carrillo “bardé de fer” –según la gráfica expresión
francesa-, todo cubierto del hierro de su armadura toledana.
Era una extraña
mezcla de sacerdote y soldado, guerrero y hombre de corte, que buscaba los
favores reales para distribuirlos entre sus partidarios. A pesar de sus grandes
recursos andaba pobre por estos menesteres; se había demorado por la dificultad
en reunir fondos para pagar a los soldados.
Isabel recorrió veinte
leguas a caballo en su compañía hasta Valladolid. El Arzobispo consideraba que,
a pesar de las aclamaciones de la población, las fuerzas no bastaban para
defender a doña Isabel de su medio hermano, el Rey Enrique, a menos que el
príncipe Fernando cruzara desde Aragón por tierras de los Mendoza, adictos al
rey, a formalizar el casamiento. Esto, llegado el caso, le permitiría a
El Príncipe Fernando
les hizo decir que intentaría pasar sin
ser notado. Poco después salía disfrazado de arriero con una pequeña caravana
de mercaderes, lo más de prisa que las mulas y burros cargados lo permitían,
andando de noche por caminos solitarios.
Poco acostumbrado a
su disfraz y preocupado por la situación, don Fernando se impacientaba. Luego
de cruzar la zona peligrosa llegó al Burgo de Osma. Confundidos con una tropa
de ladrones les arrojaron piedras. “¿Queréis matarme, locos? –gritó- ¡soy don
Fernando, dejadme entrar!”, para gran apuro del alcaide del castillo, que al
día siguiente lo acompañó al palacio de Juan de Vivero a encontrarse con doña
Isabel.
Al día siguiente le
escribió al Rey Enrique anunciándole su intención de casarse con Fernando,
pidiéndole su bendición. Estaba decidida a dar el paso pero prefería hacerlo
con consentimiento. Había un obstáculo más serio, la necesidad de dispensa. El
padre de don Fernando había hecho confeccionar un breve de dispensa. Esto calmó
los escrúpulos de
Para proteger el
Reino castellano de una eventual agresión aragonesa, Isabel insistió en que
Fernando jurase formalmente respetar todas las leyes y costumbres de Castilla,
fijar allí su residencia y no abandonarla sin su consentimiento; no hacer
nombramientos sin su aprobación, dejar en manos de ella los de eclesiásticos, continuar la guerra
santa contra los moros de Granada, proveer lo necesario a su madre, en Arévalo,
y tratar al Rey Enrique con respeto y devoción como legal gobernante de
Castilla.
Todas las ordenanzas
reales debían ser firmadas conjuntamente por Isabel y Fernando, y si Isabel
sucedía a Enrique, ella sería la indiscutida soberana de Castilla, usando
Fernando, por cortesía, el título de Rey.
Era característico
del recto y lúcido entendimiento de Isabel dejar claramente establecidas las
cosas desde el principio con estas murallas protectoras de los fueros
castellanos y los suyos propios. Más aún en tiempos en que el maquiavelismo se
insinuaba en la vida política de los reinos cristianos.
Si nuestras ciudades del Tucumán del siglo XVI y sus jurisdicciones, y otras ciudades históricas argentinas que ahora son “del interior”, se hubiesen inspirado en el ejemplo de esta Reina firme y vigilante, y defendido así su autonomía, no habrían sido asfixiadas por el centralismo que se abatió desde temprano en nuestro país.
No por el afecto que
los unía dejaban de ser muy diferentes. Isabel tenía mejor educación, un
espíritu más elevado y magnánimo y convicciones sólidas. Detestaba a los
libertinos, charlatanes, bribones, adivinos, acróbatas “y otros vulgares
fulleros”.
Le gustaba la poesía y la música, la equitación y la caza, y la conversación elevada. Los dos tenían mucha fe, lo que les servía para allanar las diferencias. Ella asistía a misa diariamente y rezaba oraciones especiales, aparte de “muchas privadas y extraordinarias devociones”.
El Rey Enrique IV de
Castilla no envió su consentimiento y la trató de rebelde, rompiendo el tratado
de Toros de Guisando. Al año, su hermana dio a luz la primera hija, que se
llamó, como ella, Isabel. Poco después tomó la pluma ofreciéndole a su medio
hermano nuevamente su lealtad, pero esta vez con una advertencia: le
manifestaba que, si persistía tratándola como enemiga, tomaría todas las
medidas que creyera convenientes, apelando a la justicia de Dios.
Este gesto guarda
afinidad con otros que ya hemos comentado. Muestra a una princesa que vivía en
la presencia de Dios; que cuidaba hasta los últimos detalles importantes de la
realidad, poniéndola en el horizonte de
Enrique resolvió
hacer la guerra a los príncipes, prometiendo su hija,
El reino de Castilla
se hallaba en caos durante aquel duro invierno. Los caminos infestados de
ladrones, la moneda desvalorizada, la población presa de hambre y necesidades y
las campanas doblando por los muertos de la peste.
La primavera trajo,
junto con la sonrisa de la naturaleza, un vuelco providencial. Dos provincias
se pronunciaron a favor de Isabel. Aranda de Duero la aclamó como soberana. El Duque
de Guyenne murió repentinamente rompiéndose la estratégica alianza francesa. En
el verano de 1471 también llegó la noticia de la muerte de Pablo II. Los ojos
de Isabel se fijaron con esperanza en la ascensión de Sixto IV, un sabio y
devoto franciscano.
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. VIjueves, 1 de octubre de 2020
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. IV - "¡Dios no lo ha de permitir!"
CAPITULO IV
“¡DIOS NO LO HA DE PERMITIR...!”
L |
os caminos próximos a Villarreal ven
pasar una comitiva a pendones desplegados que indicaban la presencia de algún
personaje importante. Era don Pedro Girón, impacientado porque se hacía la
noche y quería llegar a su destino. Lo esperaba, pensaba él, una real novia que
abriría las puertas de un altísimo porvenir al descendiente de Ruy Capón.
Gran Maestre de Calatrava, una de las
gloriosas milicias ecuestres de España, parecía estar a cubierto de las contrariedades
del común de los mortales. Mas aquella noche se enfermó gravemente. Pareció
como que una mano invisible lo fuera estrangulando por momentos. Finalmente, se
enteró que su mal no tenía cura y le ofrecieron el remedio de las horas
supremas que abre las puertas de la felicidad eterna.
Al ofrecérsele un sacerdote que le diese
los Sacramentos dejó de fingirse cristiano y rehusó recibirlos o rezar. Tres
días después de su partida moría Pedro Girón, blasfemando contra Dios por
rehusarle unos días más para
disfrutar de sus frustradas bodas reales. No omitió disponer de sus bienes, que
dejó en herencia a los hijos bastardos que tenía.
“Doña Isabel recibió la noticia de su
muerte con lágrimas de alegría y gratitud, y se dirigió apresuradamente a la
capilla para dar gracias a Dios”. No era para menos en aquella a quien Dios
llamaba a ser “
Al rey Enrique y al hermano del muerto
la noticia les cayó como rayo. Villena abandonó al rey y se pasó nuevamente al
campo de quienes le resistían. Este, que contaba con fuerzas numerosas, se
dispuso esta vez a luchar.
Verano de 1467. El reino de Castilla se
encontraba en estado lamentable con asaltos, incendios y asesinatos diarios. En
Toledo guerreaban los “marranos” o conversos dudosos y los cristianos. Los
judíos habían adquirido los derechos sobre el impuesto al pan, que aquejaba a
los pobres.
Los marranos atacaron a los cristianos
viejos en
En esas horas turbulentas y confusas
llegaba a Toledo el Príncipe Alfonso, de catorce años, con Villena y el
Arzobispo Carrillo. Los cristianos viejos le ofrecieron su apoyo a cambio de
aprobar la matanza y otras medidas que pensaban tomar contra los conversos,
pero el Príncipe les negó su aprobación:
“Dios no querrá que yo apruebe tal
injusticia –dijo decididamente. Aunque ame el poder, no deseo comprarlo a tal
precio”.
El Marqués de Villena trataba de
aumentar su influencia sobre el pretendiente.
¡Cuántas veces en la historia,
“Villenas” de toda laya se ubicarían junto a altos personajes de
Ambos ejércitos se enfrentaron. El
Príncipe Alfonso, el Arzobispo y su enemigo, don Beltrán de
Después del funeral se retiró al convento cisterciense de Santa Ana. El
Arzobispo Carrillo le ofreció la adhesión de los rebeldes y apoyo para su
pretensión al trono de Castilla contra el rey Enrique. Contestó que su hermano
era el legítimo rey por haber recibido el cetro de su padre, Juan II, y que
nunca intentaría llegar al trono por medios ilegítimos, no fuera que,
haciéndolo, perdiera la gracia y la bendición de Dios. A los ruegos de Carrillo
respondió con suave pero firme negativa.
Hay en esto un estilo y un perfume que atraen.
Faltos de un príncipe por cuyos derechos
luchar, los caballeros debieron envainar momentáneamente la espada. Los
términos del Tratado de Toros de Guisando, que firmaron con el Rey,
resultaron muy favorables para Isabel, pues su real hermano la reconocía como
heredera, comprometiéndose a convocar
las Cortes para ratificar el título y a no casarla sin su consentimiento.
Después de firmar el acuerdo la abrazó afectuosamente y los bravos nobles se
adelantaron a besar su mano.
Pero pronto se vio que, instigado por el
impenitente Villena, estaba haciendo un doble juego. Disolvió las Cortes sin
ratificar el tratado y dispuso casar a la princesa con Alfonso V, quien envió
una embajada encabezada por el Arzobispo de Lisboa para obtener el
consentimiento de doña Isabel.
La princesa tenía ahora tres
pretendientes, contando al Duque de Guyenne, hermano de Luis XI de Francia, y
al príncipe Fernando de Aragón, a quien había sido prometida en su niñez.
Secretamente envió a su capellán a París y a Zaragoza para que los observara de
cerca. El informe fue que el francés
era débil y afeminado –no parecía de la raza de San Luis- y que don Fernando
era proporcionado, de rostro bien compuesto, ojos rientes y buena
complexión.
La opción era evidente y el Arzobispo la apoyó, previendo que el casamiento con
Fernando haría de los grandes reinos de Castilla y Aragón una nación poderosa.
Esto bastaba para que el rey Enrique se opusiera. Isabel dilató las cosas
prudentemente, obligando a Enrique a pedir a Roma una dispensa para el
proyectado casamiento con el rey Alfonso de Portugal. Aplicaba el precepto
evangélico de ser inocente como la paloma pero también astuta como la
serpiente, aunque sin su malicia.
Enterado el rey por Villena de estas
maniobras defensivas, ordenó el arresto de su hermana.
Pero había un pueblo... que enterado de la
orden se opuso armas en mano.
Hasta los niños tomaron parte en la manifestación popular, enarbolando los
pendones de Castilla y Aragón, entonando cantos por Isabel y Fernando.
Isabel se dirigió a Madrigal de las Altas Torres, el pueblo de nombre musical
que la viera nacer. Esperaba mensajeros. Las noticias no eran buenas. Fernando
estaba complicado con rebeliones de catalanes alentados por Luis XI y no podía
dejar el reino. Pero había firmado su compromiso matrimonial y enviado como
dote y prueba un collar bellísimo de perlas y
rubíes, que junto con otros fondos hacía unos 50 mil florines de oro.
Ante la insistencia de los mensajeros de don Alfonso V, respondía con evasivas
que revelaban un designio firme y una gran Fe. Les decía que:
“Antes que nada, debo rogar a Dios en todos mis negocios, especialmente en
éste..., que muestre su voluntad y me haga seguir aquello que sea en su
servicio y bien de estos reinos”.
La voluntad de Dios sobre la princesa y
el reino, la clave de una monarquía cristiana...
Villena, enterado por sus espías del compromiso y de las características del
collar, estaba furioso de frustración y envidia, que contagió al rey. Salen
fuerzas de caballería para intentar una vez más arrestar a la princesa.
Isabel esperó, envuelta en preocupaciones angustiosas. No sabía dónde estaba el
aguerrido Arzobispo que le prometiera protección. Se oyeron gritos, corridas y
sonido de cascos de caballos en el empedrado. La princesa se puso de rodillas y
comenzó a rezar.
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. V
LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. III - Resistencia heroica al ambiente - Reacciones y una terrible encrucijada
CAPITULO III
RESISTENCIA HEROICA AL
AMBIENTE, REACCIONES Y UNA TERRIBLE ENCRUCIJADA
A |
zorado, el buen pueblo de
Madrid veía pasar una bulliciosa tropa de damiselas de
Por una protección especial
de
Odio y resistencia al mal y
al pecado, virtud olvidada...
La reina Juana tuvo la audacia de instar
a su joven cuñada a participar del libertinaje de la corte; la princesa,
golpeada por la propuesta, rompió a llorar con su hermano Alfonso. Este, que
tenía sólo catorce años, se dirigió resueltamente a la reina y le prohibió que
en lo sucesivo causara daño alguna a su hermana. Después increpó a algunas
damas de compañía, amenazándolas de muerte si en adelante intentaban
corromperla.
Ambos hermanos se querían
tiernamente “porque se habían criado juntos y juntos se habían educado en el
horror y condenación de las costumbres de aquella Corte podrida” (José María
Pemán, de
En otros aspectos, la
educación de los niños estaba siendo acorde con su situación, pero a don
Alfonso le dieron un preceptor, que realizó sin éxito esfuerzos para corromperlo.
Nobles y pueblo empezaron a
vislumbrar la posibilidad de oponer ambos príncipes a
Isabel le agradeció el honor
pero le contestó hábilmente que, de acuerdo a las leyes castellanas y el
mandato que le diera en vida el rey su padre, no podía contraer matrimonio sin
la aprobación de los tres estados castellanos reunidos en cortes. Una elocuente
muestra de que el estado medieval estamental y orgánico aún estaba vigente.
A la vuelta a Madrid,
dolorosa sorpresa: su hermano había sido secuestrado por el rey y encerrado en
el Alcázar, interrumpiéndose toda comunicación entre ambos. Don Alfonso se las
ingenió para pedir ayuda al Arzobispo de Toledo, hombre de su época, más
guerrero que sacerdote.
El arzobispo encabezó un
grupo de nobles y guerreros dirigiéndole al rey sus memorables
“representaciones” públicas, censurándolo por su conducta y sus blasfemos
compañeros, reprochándoles “pecados...que son ... mancha de locura en la
naturaleza humana”, causando “la ruina de los reinos”, como violaciones de la
guardia mora no sólo a mujeres sino aún a hombres.
Acusaban al rey de “haber
destruido la prosperidad de las clases trabajadoras cristianas al permitir a
moros y judíos explotarlas”, dañar la justicia y el gobierno y permitir que
quedaran sin castigo horrendos crímenes; y de haber “corrompido a
“Doña Juana, la que llaman
la princesa, no es vuestra hija”. Finalmente acusaban a don Beltrán de tramar
el asesinato de doña Isabel y don Alfonso para asegurar la ascensión al trono
de su hija,
Admirable esta viril
reacción de
La reacción dividió los
campos pero no faltaron aquellos que ponían la legitimidad formal del Rey por
encima del derecho de Dios y del reino a que se pusiera fin a semejantes
desórdenes. Lamentablemente, entre éstos se contaba el anciano Obispo de
Cuenca, que incitaba a la guerra contra los resistentes.
Como el Rey era pacifista, recurrió a
los buenos oficios del intrigante Marqués de Villena, promovido al puesto clave de mediador.
La fuerza de la reacción se
plasmó en el Acuerdo de Medina del Campo: Enrique repudiaba virtualmente a
El Rey confió la custodia
del príncipe al Marqués de Villena, dándole así una enorme ventaja. A pesar del
acuerdo con Enrique IV, el Marqués, el Arzobispo Carrillo y el Almirante de
Castilla proclamaron a don Alfonso rey de Castilla. Para ello se dirigieron
hacia Avila, donde el pueblo los seguía en caravana gritando “¡Larga vida tenga
el rey Alfonso!”.
En una vega se había
instalado un trono con una efigie de trapo del rey Enrique IV, con corona,
cetro y la gran espada de la justicia real. Luego de la misa, se le quitó la
corona y las insignias y se hizo rodar el maniquí por el suelo. El príncipe
Alfonso fue conducido al trono y coronado rey de Castilla.
El hecho provocó una
reacción a favor del desgraciado rey, que se lamentaba entonando tristes
canciones bíblicas. El pueblo, que veneraba
“El rey escuchó fríamente
esta propuesta del marrano (nota: converso dudoso de origen judío) de pésima
reputación que quería unirse a la realeza castellana, y dio su consentimiento”.
En años anteriores se habían
tejido proyectos de casamiento para la joven Isabel: Fernando de Aragón, Carlos
de Viana, Alfonso V de Portugal, el futuro Ricardo III de Inglaterra, príncipes
de sangre real, con cualidades reconocidas, todo lo cual le faltaba al
pretendiente Girón.
Se da ahora uno de los
hechos significativos de su vida.
Afligida y alarmada,
desprovista de todo auxilio humano, recurrió Isabel a la ayuda de Dios,
empuñando la palanca de la oración. Se encerró en su cuarto, ayunando tres
días. Tres días con sus noches los pasó de rodillas ante el crucifijo,
“suplicando fervorosamente a Dios que le mandara la muerte a ella o a don Pedro
Girón”.
Su amiga Beatriz de
Bobadilla, blandiendo una daga, proclamó que antes mataría a don Pedro que
permitir el casamiento:
“¡Dios no lo ha de permitir,
ni tampoco yo!”
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. IV