martes, 6 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VIII - Toro

 




CAPITULO VIII

 

TORO

 

A

lfonso V, en lugar de apoderarse de la Reina, se dirigió a Arévalo, en el corazón de Castilla, donde levantó su campamento con la esperanza de que la Princesa no lograra reclutar un ejército.

“Fracasó en sus cálculos sobre la reacción del genio de Isabel, tan extraordinario como el de Santa Juana de  Arco”, y le dio lo que ella más necesitaba, que era tiempo.

 “Isabel sacó de éste el mejor partido. Para ella no eran obstáculos las enfermedades, el mal tiempo ni los peligros de la región. Durante meses vivió casi siempre a caballo, de un confín a otro del reino, pronunciando discursos, celebrando conferencias, dictando cartas a sus secretarios durante toda la noche, presidiendo el tribunal toda la mañana, juzgando a algunos ladrones y asesinos merecedores de la horca, recorriendo cien o doscientas millas por los fríos pasos de las montañas para suplicar a algún noble, tibio en su lealtad, quinientos soldados”.

 Dondequiera que fuese, inflamaba el ánimo de lucha de los castellanos contra los portugueses. Terminaba sus arengas con una apasionada oración, pidiendo a Dios “que manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas”, “porque con tu gracia pueda haber paz en estos reinos”.

Mientras Fernando reclutaba en el Norte, Isabel reunía miles de hombres en Toledo y se ponía a su frente vistiendo su armadura. Con enorme esfuerzo reunieron 42 mil hombres mal disciplinados y armados.

Fernando se dirigió a Toro, que se le rindió. Luego halló cortadas las comunicaciones por la defección del gobernador de Castronuño. Hubo deserciones y hambre, y el ejército se dispersó en gran parte.

Pero Isabel no se desanimó y se dispuso a mayores esfuerzos, estimulada por un valioso consejero, don Pedro González de Mendoza, el Cardenal de España. Era hijo del Marqués de Santillana, “sacerdote devoto, experto soldado y profundo hombre de Estado”.

Ante la situación extrema le sugirió una medida salvadora: pedirle al clero que haga aportes de las donaciones que había acumulado durante siglos, lo que permitió reunir una gran suma para equipar las fuerzas leales. Cinco meses después del fracaso de Toro había 15 mil hombres bien armados y adiestrados.

Alfonso V ofreció retirarse a cambio de Toro, Zamora y el reino de Galicia. A lo que Isabel respondió: que jamás entregaría una sola almena de los reinos de su padre.

Fernando debió dejar su ejército allí y dirigirse al Norte, mientras Isabel galopaba a Toledo para conseguir refuerzos. De ahí pasó a León para rescatarla de un gobernador traidor,  en un recorrido de 500 km a caballo.

De vuelta, envió al Conde de Benavente a lanzar un ataque nocturno contra los portugueses, que se retiraron hasta Zamora. El gobernador del puente de Zamora quería entregar este paso vital a los Reyes Católicos, pero requería el envío de tropas.

A pedido de Isabel, Fernando se fingió enfermo para poder abandonar Burgos en secreto, cabalgando 100 km de noche por país enemigo a reunirse con ella en Valladolid. La Reina le tenía preparado un piquete de caballería. El Rey alcanzó Zamora (80 km) a la noche siguiente y tomó posesión del puente. Isabel lo seguía, iniciando su marcha de noche, con pesados cañones. Alfonso se despertó rodeado de cañones castellanos y se retiró a campo abierto; Fernando ocupó la ciudad, desde donde tuvo que resistir a los ataques del Rey portugués.

Ante el peligro de una derrota, Isabel llevó el esfuerzo a límites sobrehumanos. Como hábil general advirtió que era necesario atacar y dividir las fuerzas enemigas, organizando ataques contra flancos diversos y tomando con la caballería una ciudad que, según había descubierto, estaba desguarnecida.
Alfonso comenzó a retroceder y Fernando a perseguirlo. El Cardenal Mendoza le hizo saber que el enemigo estaba desplegado en orden de batalla, con el sol en contra. Era preciso atacar sin demora.

Las tropas se acometieron con furor en el quiebre de las lanzas, y el choque de las armaduras y de los caballos. Los jinetes caían y quedaban allí, o empuñaban la espada para enfrentar a los infantes, que corrían con dagas y hachas al grito de “¡Fernando!” o de “¡Alfonso!”

Donde ondeaban los estandartes de los reyes rivales, la lucha era más dura, en medio de gritos y luchas. El Cardenal de España, con su  roquete de obispo negro de sangre , peleaba como un tigre derribando portugueses. Del lado enemigo tronaba la artillería de don Juan de Portugal, seguido del estampido de la mosquetería. Seis escuadrones de caballería de gallegos y asturianos fueron descalabrados por la aguerrida caballería portuguesa.

Mientras el sol se inclinaba y la oscuridad invadía el campo, ambos bandos seguían combatiendo. El portaestandarte de don Alfonso de Portugal hacía esfuerzos por alzarlo al viento. Una flecha castellana le hirió el brazo que conservaba sano, por lo que sostuvo la enseña con los dientes hasta que cayó acribillado. 


Mientras el Cardenal de España se apoderaba de la bandera portuguesa, el valiente y obeso Rey Alfonso caía por tierra, peleando. La incertidumbre se extendió por el campo lusitano, que estaba hambriento y cansado.

Los batallones de jinetes asturianos y gallegos, que habían huido de la artillería de don Juan, se reagruparon y cayeron sobre los desorganizados portugueses, que comenzaron a retroceder. El Cardenal y el Duque de Alba los empujaban hacia el

río a pesar de los gritos de guerra del Rey y de don Juan, como así también del valeroso Carrillo, ensangrentado de pies a cabeza y con la espada rota.

Los vencedores gritaban “¡Santiago!”, “¡Castilla para el rey Fernando y la reina Isabel!”

Por la noche ordenó don Fernando que cesara la matanza y dejaran de hacer prisioneros. La furia de los castellanos era tal que querían matar a los cautivos, a lo que se opuso resueltamente el Cardenal Mendoza,  apelando a la hidalguía de los soldados.

Al amanecer envió Fernando un mensaje breve y afectuoso a Isabel, comunicándole la victoria. Ella recibió la noticia con gran alegría y ordenó al clero que fuera por las calles cantando el Te Deum.

Entre aclamaciones del pueblo, la joven reina salió del palacio descalza como promesante, caminando sobre las toscas piedras de la calle hasta el monasterio de San Pablo. Rodeada por la multitud se arrodilló en el altar mayor con gran
devoción y humildad, dando gracias por el triunfo al Dios de las batallas.


 

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