CAPITULO
VIII
TORO
A |
lfonso V, en lugar de apoderarse de
“Fracasó en sus cálculos sobre la
reacción del genio de Isabel, tan extraordinario como el de Santa Juana de Arco”, y le dio lo que ella más necesitaba,
que era tiempo.
“Isabel sacó de éste el mejor partido. Para
ella no eran obstáculos las enfermedades, el mal tiempo ni los peligros de la
región. Durante meses vivió casi siempre a caballo, de un confín a otro del
reino, pronunciando discursos, celebrando conferencias, dictando cartas a sus
secretarios durante toda la noche, presidiendo el tribunal toda la mañana,
juzgando a algunos ladrones y asesinos merecedores de la horca, recorriendo
cien o doscientas millas por los fríos pasos de las montañas para suplicar a
algún noble, tibio en su lealtad, quinientos soldados”.
Dondequiera que fuese, inflamaba el ánimo de
lucha de los castellanos contra los portugueses. Terminaba sus arengas con una
apasionada oración, pidiendo a Dios “que manifiestes tu voluntad con tus obras
maravillosas”, “porque con tu gracia pueda haber paz en estos reinos”.
Mientras Fernando reclutaba en el Norte,
Isabel reunía miles de hombres en Toledo y se ponía a su frente vistiendo su
armadura. Con enorme esfuerzo reunieron 42 mil hombres mal disciplinados y
armados.
Fernando se dirigió a Toro, que se le
rindió. Luego halló cortadas las comunicaciones por la defección del gobernador
de Castronuño. Hubo deserciones y hambre, y el ejército se dispersó en gran
parte.
Pero Isabel no se desanimó y se dispuso
a mayores esfuerzos, estimulada por un valioso consejero, don Pedro González de
Mendoza, el Cardenal de España. Era hijo del Marqués de Santillana, “sacerdote
devoto, experto soldado y profundo hombre de Estado”.
Ante la situación extrema le sugirió una
medida salvadora: pedirle al clero que haga aportes de las donaciones que había
acumulado durante siglos, lo que permitió reunir una gran suma para equipar las
fuerzas leales. Cinco meses después del fracaso de Toro había 15 mil hombres
bien armados y adiestrados.
Alfonso V ofreció retirarse a cambio de
Toro, Zamora y el reino de Galicia. A lo que Isabel respondió: que jamás
entregaría una sola almena de los reinos de su padre.
Fernando debió dejar su ejército allí y
dirigirse al Norte, mientras Isabel galopaba a Toledo para conseguir refuerzos.
De ahí pasó a León para rescatarla de un gobernador traidor, en un
recorrido de
De vuelta, envió al Conde de Benavente a
lanzar un ataque nocturno contra los portugueses, que se retiraron hasta
Zamora. El gobernador del puente de Zamora quería entregar este paso vital a
los Reyes Católicos, pero requería el envío de tropas.
A pedido de Isabel, Fernando se fingió
enfermo para poder abandonar Burgos en secreto, cabalgando
Ante el peligro de una derrota, Isabel
llevó el esfuerzo a límites sobrehumanos. Como hábil general advirtió que era necesario atacar y dividir
las fuerzas enemigas, organizando ataques contra flancos diversos y tomando con
la caballería una ciudad que, según había descubierto, estaba desguarnecida.
Alfonso comenzó a retroceder y Fernando a perseguirlo. El Cardenal Mendoza le
hizo saber que el enemigo estaba desplegado en orden de batalla, con el sol en
contra. Era preciso atacar sin demora.
Las tropas se acometieron con furor en
el quiebre de las lanzas, y el choque de las armaduras y de los caballos. Los
jinetes caían y quedaban allí, o empuñaban la espada para enfrentar a los
infantes, que corrían con dagas y hachas al grito de “¡Fernando!” o de
“¡Alfonso!”
Donde ondeaban los estandartes de los
reyes rivales, la lucha era más dura, en medio de gritos y luchas. El Cardenal
de España, con su roquete de obispo negro de sangre , peleaba como un
tigre derribando portugueses. Del lado enemigo tronaba la artillería de don
Juan de Portugal, seguido del estampido de la mosquetería. Seis escuadrones de
caballería de gallegos y asturianos fueron descalabrados por la aguerrida
caballería portuguesa.
Mientras el sol se inclinaba y la oscuridad invadía el campo, ambos bandos seguían combatiendo. El portaestandarte de don Alfonso de Portugal hacía esfuerzos por alzarlo al viento. Una flecha castellana le hirió el brazo que conservaba sano, por lo que sostuvo la enseña con los dientes hasta que cayó acribillado.
Mientras el Cardenal de España se apoderaba de la bandera portuguesa, el
valiente y obeso Rey Alfonso caía por tierra, peleando. La incertidumbre se
extendió por el campo lusitano, que estaba hambriento y cansado.
Los batallones de jinetes asturianos y
gallegos, que habían huido de la artillería de don Juan, se reagruparon y
cayeron sobre los desorganizados portugueses, que comenzaron a retroceder. El
Cardenal y el Duque de Alba los empujaban hacia el
río a pesar de los gritos de guerra del
Rey y de don Juan, como así también del valeroso Carrillo, ensangrentado de
pies a cabeza y con la espada rota.
Los vencedores gritaban “¡Santiago!”,
“¡Castilla para el rey Fernando y la reina Isabel!”
Por la noche ordenó don Fernando que
cesara la matanza y dejaran de hacer prisioneros. La furia de los castellanos
era tal que querían matar a los cautivos, a lo que se opuso resueltamente el
Cardenal Mendoza, apelando a la hidalguía de los soldados.
Al amanecer envió Fernando un mensaje
breve y afectuoso a Isabel, comunicándole la victoria. Ella recibió la noticia
con gran alegría y ordenó al clero que fuera por las calles cantando el Te
Deum.
Entre aclamaciones del pueblo, la joven
reina salió del palacio descalza como promesante, caminando sobre las toscas
piedras de la calle hasta el monasterio de San Pablo. Rodeada por la multitud
se arrodilló en el altar mayor con gran
devoción y humildad, dando gracias por el triunfo al Dios de las batallas.
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