martes, 6 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VII - Isabel, de corona...y coraza - La ceremonia de coronación en el cristiano reino de Castilla

 


CAPITULO VII

 

ISABEL, DE CORONA... Y CORAZA -

LA CEREMONIA DE CORONACIÓN EN EL CRISTIANO REINO DE CASTILLA

 

S

igamos la colorida descripción de William Thomas Walsh de lo que ocurrió ese día:

“Una fría mañana del 13 de diciembre, Isabel contemplaba desde el Alcázar de Segovia la ciudad llena de gente. Por las cuatro puertas de la severa ciudad construida sobre un peñascal iban entrando nobles y comuneros de toda la comarca, ondeando los pendones y sonando las trompetas, los caramillos y los timbales, porque no había en España ceremonia completa sin música.

Se alzó una atronadora gritería cuando se abrió la puerta del castillo y salió doña Isabel montada sobre un blanco palafrén, a un lado, el gobernador Cabrera y al otro el arzobispo Carrillo. Tenía entonces la reina veintitrés años; era de bella y majestuosa figura, e iba vestida de blanco brocado y armiño desde la cabeza hasta los pies. Las gemas brillaban en su garganta, en las hebillas de sus zapatos y en las bridas; y su caballo llevaba gualdrapas de paño de oro. Avanzaba lentamente a lo largo de la estrecha calle de piedra, casi a la cabeza de una magnífica procesión: Delante de ella, en un gran caballo, marchaba un heraldo sosteniendo, con la punta hacia arriba, la espada de justicia de Castilla, que brillaba amenazadoramente desnuda a la luz del sol, símbolo de que aquella jovencita montada en la blanca jaca española tenía el poder de vida y muerte sobre todos los que la rodeaban. Detrás del heraldo iban dos pajes, llevando sobre un almohadón la corona de oro de su antepasado el rey Fernando el Santo. Seguían a la princesa prelados y sacerdotes con casullas trabajadas en hilo de oro sobre púrpura de seda, nobles vestidos de ricos terciopelos deslumbrantes de pedrerías y con resplandecientes cadenas de oro, concejales de Segovia con sus antiguas vestiduras heráldicas, lanceros, ballesteros, hombres de armas, portaestandartes, músicos”, y detrás, el común.

“¡Viva la reina! ¡Castilla por la reina doña Isabel!”, gritaba el pueblo.

Al llegar a la plaza, la reina se apeó, subió a una alta plataforma adornada con tapices de ricos colores y se sentó en un trono. Entre gritos y toques de trompetas, le colocaron sobre el claro cabello castaño la gran corona de sus antepasados. Las campanas de todas las iglesias y conventos de la ciudad comenzaron a sonar alegremente; desde la guardia del Alcázar disparaban mosquetes y arcabuces y tronaban pesadas lombardas desde las murallas de la ciudad.

Isabel era por fin reina.

Después que todos los nobles presentes besaron su mano y le prestaron juramento de fidelidad, Isabel se dirigió a la Catedral, donde se prosternó humildemente ante el altar mayor, dando gracias a Dios por haberla salvado de tantos peligros y “pidiéndole la gracia necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”.

“Pidiéndole la gracia necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”: en esta sencilla frase se encierra todo el programa y la grandeza de una Civilización Cristiana.

Cuántas enseñanzas tiene esta ceremonia de coronación. Es como para meditar sus pasajes y extraer de cada uno la esencia y el perfume de la Cristiandad. La grandeza de la ceremonia, en proporción a la verdadera grandeza humana cristiana. La severidad de la justicia en armonioso contraste con la gracia de una princesa encantadora y seria. La convivencia armónica y jerárquica de las clases sociales. Lo grave y lo ameno, los gritos del pueblo y la gravedad de “Perlados” y Grandes, y todo en función de algo mucho más alto, la sociedad animada por la Santa Iglesia, la Ciudad de Dios esbozada por San Agustín y llevada a la práctica –con las limitaciones de lo terrenal- por Don Pelayo y San Fernando de Castilla y por generaciones de héroes,  mártires y  doctores,  y  también comunes hombres, mujeres y niños del católico pueblo castellano.

 


Entretanto Fernando se encontraba en Aragón intentando poner en práctica el programa combinado con Isabel. Encontró a Zaragoza alborotada por la tiranía del converso Jiménez Gordo. Fernando lo invitó a visitarlo, lo arrestó, le proporcionó un sacerdote para que tuviera una buena muerte y lo hizo ejecutar ese mismo día. El cadáver fue expuesto en la plaza.

Estas formas, que hoy ciertamente chocan, eran propias de la época. Creemos que tenían la finalidad ejemplificadora de mostrar que no había impunidad para el mal y que la justicia real era capaz de ponerle fin. Recuerda las palabras de San Pablo, de que el príncipe tiene la espada para hacer justicia.

Difícil es graduar hasta dónde debe llegar el rigor y hasta dónde la suavidad y la dulzura. Ambos extremos se prestan a desequilibrios. Sólo la sabiduría cristiana y la gracia de Dios, que se obtienen por la oración, más aún si se lleva una vida recta como la de Isabel, pueden  inspirar las decisiones justas y las medidas acertadas, o la aplicación de buenas leyes a los casos concretos.

No le gustó a don Fernando enterarse de la coronación de la Reina. A pesar de los claros términos que la previsora Isabel pusiera en la convención matrimonial, esperaba ser el verdadero rey de Castilla. Los rumores corrieron velozmente y, al llegar a Segovia, ya había dos bandos en la corte que disputaban sobre los méritos de marido y mujer.

Intervinieron como mediadores el Cardenal de España y el Arzobispo Carrillo, pero fue Isabel quien, con tacto y dignidad, colocó a don Fernando en posición tan decorosa que no tuvo más remedio que aceptarla.

La Reina le hizo ver que “vos como mi marido sois rey de Castilla, e se ha de facer en ella lo que mandáredes; y estos reinos, placiendo a la voluntad de Dios, después de nuestros días, a vuestros hijos e míos han de quedar”. Que de otra manera podría darse que su hija Isabel viniere a casarse con un príncipe extranjero que pretendería apoderarse de las fortalezas y patrimonios reales, cayendo el Reino en manos extrañas para gran cargo de conciencia de los Reyes.

Conforme Fernando con tanta lógica y tacto, dispusieron ambos que no se hablase más de ello. A esta altura, la Reina había tenido que sufrir varios disgustos: la dispensa matrimonial falsificada y la infidelidad conyugal –que dio lugar al nacimiento de cuatro hijos de Fernando, príncipe renacentista a varios títulos. No obstante, Isabel lo quiso durante toda su vida.

Salvo excepciones, en los asuntos públicos actuarían como una sola persona: ambas firmas en los documentos, ambas caras en las monedas. “Muchos trataron de separarlos, pero ellos estaban resueltos a no disentir”. Fue Isabel un ejemplo de abnegación, de ofrecer situaciones desagradables para mantener la unión.

Es más, ambos debían hacerlo para cumplir la gigantesca obra que los esperaba: convertir la anarquía en orden, restablecer el prestigio de la corona, recuperar tierras ilegalmente entregadas por Enrique a nobles usurpadores, sanear la moneda, restablecer la prosperidad del campo y la industria, resolver el problema de judíos, moriscos y conversos, tarea casi imposible para estos jóvenes reyes sin tropas ni dinero y rodeados de enemigos. “Castilla vivía en el caos”.

La obra que planeaban realizar con Fernando se orientaba en las siguientes direcciones:

a)     eficiente administración de Justicia

b)     codificación de las leyes

c)     contención de los nobles

d)     reafirmación de derechos de la corona respecto de los derechos eclesiásticos

e)     regulación del comercio

f)      recuperación de la preeminencia de la autoridad real

(cf. “The Historians’ History of the World”, Ed. The Times, Londres, t. X, cap. VI, p. 134).

 

Isabel comenzó su reinado alejando a los parásitos heredados del anterior. Designó a hombres capaces y fieles como el Cardenal Mendoza, Canciller, el Conde de Haro, Condestable de Castilla, y Gutiérrez de Cárdenas, el tesorero. Los Reyes hicieron ejecutar a ladrones y asesinos a diestra y siniestra; los ciudadanos, labradores y toda la gente común, deseosa de paz, “estaban alegres e daban gracias a Dios”, porque “los buenos les habían amor e los malos temor”.

Los poderosos que se habían adueñado del país no estaban dispuestos a entregarse. El joven Marqués de Villena amenazaba con proclamar reina a Juana la Beltraneja si Isabel no le otorgaba el maestrazgo de la Orden de Santiago. El Arzobispo Carrillo, enojado por cuestiones de tierras, se retiró de la Corte y comenzó a dedicarse a la alquimia, actividad impropia de un hombre de Iglesia. Ambos mantenían correspondencia con el Rey de Portugal.

El Cardenal Mendoza se ofreció a dar un paso atrás para ganarlo al anciano Carrillo, cuyas respuestas evasivas despertaron sus sospechas. Para peor habían estallado querellas entre los grandes por cuestiones de intereses. La situación se agravaba: Alfonso V escribía a los Reyes que proyectaba casarse con la Beltraneja, y que eso le daba títulos para llamarse Rey de Castilla y León, jactándose del apoyo de Carrillo y otros señores.

“Isabel no podía creer que su viejo amigo Carrillo se hubiera pasado a sus enemigos”. Dictó una carta al Prelado que no obtuvo respuesta. Quien lo tuviera de su lado ganaría, pensaban todos.

Decidió entrevistarlo, previo encuentro entre el Arzobispo y el Conde de Haro. El despecho y la soberbia de Carrillo hablan en esta frase: “La quité (a la Reina) de la rueca y le di un cetro; ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca”, dijo en tono amenazador.

Al recibir el informe del Conde, la Reina se puso pálida, llevándose la mano a la cabeza y permaneciendo en silencio. Mirando al cielo se puso en manos de Nuestro Señor Jesucristo pidiendo la defensa de Aquel por quien reinan los reyes, como dice el Libro de la Sabiduría. Angustiada pero confiante montó a caballo y regresó a Toledo.

No la esperaban allí noticias agradables. Alfonso V había cruzado la frontera de Portugal con 20 mil hombres para encontrar a sus aliados castellanos en Palencia. Se había casado públicamente con la Beltraneja, proclamándose Rey y Reina de Castilla y León.

Fernando cabalgó ansiosamente al Norte reclutando un ejército. “(...) Se había hecho impopular en Castilla después de su intento de usurpar la corona, y... cualquier llamamiento que quisiera hacerse debía partir de Isabel”. Parecía claro que Alfonso V se apoderaría pronto de ella y de su reino.

“La reina Isabel, vistiendo coraza de acero sobre su sencillo vestido de brocado, apretaba silenciosa los labios mientras montaba a caballo y emprendía el camino del Norte”.


 

 

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