CAPITULO VII
ISABEL, DE CORONA... Y
CORAZA -
S |
igamos la colorida
descripción de William Thomas Walsh de lo que ocurrió ese día:
“Una fría mañana del 13 de
diciembre, Isabel contemplaba desde el Alcázar de Segovia la ciudad llena de
gente. Por las cuatro puertas de la severa ciudad construida sobre un peñascal
iban entrando nobles y comuneros de toda la comarca, ondeando los pendones y
sonando las trompetas, los caramillos y los timbales, porque no había en España
ceremonia completa sin música.
Se alzó una atronadora
gritería cuando se abrió la puerta del castillo y salió doña Isabel montada
sobre un blanco palafrén, a un lado, el gobernador Cabrera y al otro el
arzobispo Carrillo. Tenía entonces la reina veintitrés años; era de bella y
majestuosa figura, e iba vestida de blanco brocado y armiño desde la cabeza
hasta los pies. Las gemas brillaban en su garganta, en las hebillas de sus
zapatos y en las bridas; y su caballo llevaba gualdrapas de paño de oro.
Avanzaba lentamente a lo largo de la estrecha calle de piedra, casi a la cabeza
de una magnífica procesión: Delante de ella, en un gran caballo, marchaba un
heraldo sosteniendo, con la punta hacia arriba, la espada de justicia de
Castilla, que brillaba amenazadoramente desnuda a la luz del sol, símbolo de
que aquella jovencita montada en la blanca jaca española tenía el poder de vida
y muerte sobre todos los que la rodeaban. Detrás del heraldo iban dos pajes,
llevando sobre un almohadón la corona de oro de su antepasado el rey Fernando
el Santo. Seguían a la princesa prelados y sacerdotes con casullas trabajadas
en hilo de oro sobre púrpura de seda, nobles vestidos de ricos terciopelos
deslumbrantes de pedrerías y con resplandecientes cadenas de oro, concejales de
Segovia con sus antiguas vestiduras heráldicas, lanceros, ballesteros, hombres
de armas, portaestandartes, músicos”, y detrás, el común.
“¡Viva la reina! ¡Castilla
por la reina doña Isabel!”, gritaba el pueblo.
Al llegar a la plaza, la
reina se apeó, subió a una alta plataforma adornada con tapices de ricos colores
y se sentó en un trono. Entre gritos y toques de trompetas, le colocaron sobre
el claro cabello castaño la gran corona de sus antepasados. Las campanas de
todas las iglesias y conventos de la ciudad comenzaron a sonar alegremente;
desde la guardia del Alcázar disparaban mosquetes y arcabuces y tronaban
pesadas lombardas desde las murallas de la ciudad.
Isabel era por fin reina.
Después que todos los nobles
presentes besaron su mano y le prestaron juramento de fidelidad, Isabel se
dirigió a
“Pidiéndole la gracia
necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”: en esta sencilla
frase se encierra todo el programa y la grandeza de una Civilización Cristiana.
Cuántas enseñanzas tiene
esta ceremonia de coronación. Es como para meditar sus pasajes y extraer de
cada uno la esencia y el perfume de
Entretanto Fernando se
encontraba en Aragón intentando poner en práctica el programa combinado con
Isabel. Encontró a Zaragoza alborotada por la tiranía del converso Jiménez Gordo.
Fernando lo invitó a visitarlo, lo arrestó, le proporcionó un sacerdote para
que tuviera una buena muerte y lo hizo ejecutar ese mismo día. El cadáver fue
expuesto en la plaza.
Estas formas, que hoy
ciertamente chocan, eran propias de la época. Creemos que tenían la finalidad
ejemplificadora de mostrar que no había impunidad para el mal y que la justicia
real era capaz de ponerle fin. Recuerda las palabras de San Pablo, de que el
príncipe tiene la espada para hacer justicia.
Difícil es graduar hasta dónde
debe llegar el rigor y hasta dónde la suavidad y la dulzura. Ambos extremos se
prestan a desequilibrios. Sólo la sabiduría cristiana y la gracia de Dios, que
se obtienen por la oración, más aún si se lleva una vida recta como la de
Isabel, pueden inspirar las decisiones
justas y las medidas acertadas, o la aplicación de buenas leyes a los casos
concretos.
No le gustó a don Fernando
enterarse de la coronación de
Intervinieron como
mediadores el Cardenal de España y el Arzobispo Carrillo, pero fue Isabel
quien, con tacto y dignidad, colocó a don Fernando en posición tan decorosa que
no tuvo más remedio que aceptarla.
La Reina le hizo ver que
“vos como mi marido sois rey de Castilla, e se ha de facer en ella lo que
mandáredes; y estos reinos, placiendo a la voluntad de Dios, después de
nuestros días, a vuestros hijos e míos han de quedar”. Que de otra manera
podría darse que su hija Isabel viniere a casarse con un príncipe extranjero
que pretendería apoderarse de las fortalezas y patrimonios reales, cayendo el
Reino en manos extrañas para gran cargo de conciencia de los Reyes.
Conforme Fernando con tanta
lógica y tacto, dispusieron ambos que no se hablase más de ello. A esta altura,
Salvo excepciones, en los
asuntos públicos actuarían como una sola persona: ambas firmas en los
documentos, ambas caras en las monedas. “Muchos trataron de separarlos, pero
ellos estaban resueltos a no disentir”. Fue Isabel un ejemplo de abnegación, de
ofrecer situaciones desagradables para mantener la unión.
Es más, ambos debían hacerlo
para cumplir la gigantesca obra que los esperaba: convertir la anarquía en
orden, restablecer el prestigio de la corona, recuperar tierras ilegalmente
entregadas por Enrique a nobles usurpadores, sanear la moneda, restablecer la
prosperidad del campo y la industria, resolver el problema de judíos, moriscos
y conversos, tarea casi imposible para estos jóvenes reyes sin tropas ni dinero
y rodeados de enemigos. “Castilla vivía en el caos”.
La obra que planeaban realizar
con Fernando se orientaba en las siguientes direcciones:
a)
eficiente administración de Justicia
b)
codificación de las leyes
c)
contención de los nobles
d)
reafirmación de derechos de la corona respecto
de los derechos eclesiásticos
e)
regulación del comercio
f)
recuperación de la
preeminencia de la autoridad real
(cf. “The Historians’ History of the World”, Ed. The Times, Londres, t.
X, cap. VI, p. 134).
Isabel comenzó su reinado
alejando a los parásitos heredados del anterior. Designó a hombres capaces y fieles
como el Cardenal Mendoza, Canciller, el Conde de Haro, Condestable de Castilla,
y Gutiérrez de Cárdenas, el tesorero. Los Reyes hicieron ejecutar a ladrones y
asesinos a diestra y siniestra; los ciudadanos, labradores y toda la gente
común, deseosa de paz, “estaban alegres e daban gracias a Dios”, porque “los
buenos les habían amor e los malos temor”.
Los poderosos que se habían
adueñado del país no estaban dispuestos a entregarse. El joven Marqués de
Villena amenazaba con proclamar reina a Juana
El Cardenal Mendoza se
ofreció a dar un paso atrás para ganarlo al anciano Carrillo, cuyas respuestas
evasivas despertaron sus sospechas. Para peor habían estallado querellas entre
los grandes por cuestiones de intereses. La situación se agravaba: Alfonso V
escribía a los Reyes que proyectaba casarse con
“Isabel no podía creer que
su viejo amigo Carrillo se hubiera pasado a sus enemigos”. Dictó una carta al
Prelado que no obtuvo respuesta. Quien lo tuviera de su lado ganaría, pensaban
todos.
Decidió entrevistarlo,
previo encuentro entre el Arzobispo y el Conde de Haro. El despecho y la
soberbia de Carrillo hablan en esta frase: “La quité (a
Al recibir el informe del
Conde,
No la esperaban allí
noticias agradables. Alfonso V había cruzado la frontera de Portugal con 20 mil
hombres para encontrar a sus aliados castellanos en Palencia. Se había casado
públicamente con
Fernando cabalgó
ansiosamente al Norte reclutando un ejército. “(...) Se había hecho impopular
en Castilla después de su intento de usurpar la corona, y... cualquier
llamamiento que quisiera hacerse debía partir de Isabel”. Parecía claro que
Alfonso V se apoderaría pronto de ella y de su reino.
“La reina Isabel, vistiendo
coraza de acero sobre su sencillo vestido de brocado, apretaba silenciosa los
labios mientras montaba a caballo y emprendía el camino del Norte”.
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