ANTE LA AGRESIÓN DEL EXTREMISMO ISLÁMICO
¿Y por qué no una Cruzada?
Alejandro Ezcurra Naón
A medida que se van conociendo las horrendas masacres perpetradas por los terroristas del autodenominado “Estado Islámico” y congéneres contra cristianos del Asia Menor y África, crece la indignación en la opinión de Occidente. Y muchos comienzan a preguntarse si no debería convocarse una nueva Cruzada en defensa de esos pueblos, víctimas de una inédita guerra de exterminio en nombre de Alá.
La palabra “Cruzada” puede causar escalofríos a liberales, como también a católicos picados por la mosca del relativismo progresista. Unos y otros han procurado estigmatizarla asociándola al abuso, a la codicia, al afán de dominio político, etc. Pero felizmente el intento ha sido vano.
Si bien hubo cruzados indignos de ese nombre, el prototipo del Cruzado es uno solo: el Caballero cristiano, cuyo idealismo y virtudes mil veces comprobadas lo convirtieron en un paradigma, un modelo de hombre de honor perfecto y acabado, inigualado en la Historia.
Y de tal manera la gesta de las Cruzadas quedó asociada a los valores de la Caballería, que hasta hoy perdura en el imaginario de Occidente aureolada de merecido prestigio. Al punto que el mayor elogio que se puede hacer de las cualidades morales de un hombre es decir: “Fulano es un caballero”.
En el origen de las Cruzadas, la defensa de los cristianos oprimidos
Al contrario de lo que se quiere hacer creer, las Cruzadas nacieron como defensa de las poblaciones cristianas en situación de debilidad, frente a las agresiones, abusos y vejámenes sin cuenta cometidos contra ellos por los musulmanes (en todo similares a los que comete hoy el “Estado Islámico”).
La noticia de esos abusos movió al Papa Urbano II a convocar en 1095 el Concilio de Clermont, al que asistieron 300 obispos y miles de nobles. Allí, el relato de la terrible situación de los peregrinos y habitantes cristianos de Tierra Santa, agredidos y oprimidos por el poder musulmán, y de las profanaciones contra los lugares santos, determinó que al grito de Deus vult! (“¡Dios lo quiere!”), un viento de coraje y decisión recorriese las filas de los caballeros presentes, y se propagara enseguida por Francia y Europa.
Miles decidieron hacer un voto de Cruzada y partir para Tierra Santa. Nació así la primera Cruzada, que culminaría victoriosamente en 1099 con la conquista de Jerusalén, arrebatada a los egipcios por el legendario Godofredo de Bouillon y la flor de la nobleza francesa.
Una gesta impulsada y protagonizada por santos de la Iglesia
Los críticos de las Cruzadas, ávidos de encontrarles defectos, olvidan que lo esencial de esa gesta fue la justicia de su objetivo, servido por la santidad de sus impulsores y protagonistas. Santo fue el propulsor de la Primera Cruzada, el Bienaventurado Urbano II; santo fue el Doctor Melifluo, San Bernardo de Claraval —a quien se debe la bellísima oración del “Acordaos…”—, que les dio la regla de vida a los Caballeros Templarios, incluyendo el famoso voto de no retroceder en el campo de batalla; santos fueron los reyes Cruzados San Luis IX de Francia (¡que comandó no una, sino dos Cruzadas!) y su primo español, San Fernando III de Castilla, que con ímpetu arrollador recuperó en pocos años media España a los moros, incluyendo Córdoba y Sevilla.
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San Juan de Capistrano. Es generalmente representado con la bandera con la que animó a luchar a los soldados cristianos en el cerco del Belgrado.
Santo fue también el heroico fraile franciscano San Juan de Capistrano, llamado “el padre piadoso”, que a riesgo de su vida alentó a los cruzados en pleno campo de batalla y contribuyó decisivamente a la victoria contra los turcos en Belgrado (1456); santo fue asimismo el Papa San Pío V, organizador de la gran cruzada naval que, en el Golfo de Lepanto, en 1571 quebró definitivamente el poderío naval de los turcos; santo fue igualmente el Bienaventurado Inocencio XI, que convocó la Cruzada contra los turcos que asediaban Viena (1683). Con él cooperó en la empresa otro beato franciscano, Marcos de Aviano, quien ayudó a organizar el victorioso ejército cristiano que, tres veces inferior en número (60 mil contra 180 mil), derrotó a los turcos y acabó para siempre con la amenaza terrestre otomana sobre Europa central.
Podríamos citar aún muchos otros santos con espíritu de cruzados, como el caritativo San Vicente de Paul, que impulsaba un proyecto de Cruzada al norte de África para acabar con los piratas y secuestradores magrebinos, cuando le sorprendió la muerte.
San Francisco de Asís defiende las Cruzadas e insta al sultán a convertirse
Alguien podrá objetar: “No entiendo a Juan de Capistrano y a Marco de Aviano. ¿Cómo es posible que pacíficos santos franciscanos se envuelvan en una Cruzada? ¿No es contradictorio con su vocación de hombres de paz?”.
Respondemos: ¡de ninguna manera! Estando la Cristiandad en peligro, ¿qué más lógico que defenderla y apoyar a los que la defienden? Tanto es así que el mismo San Francisco de Asís dio el ejemplo a sus frailes: él acompañó al Rey San Luis en la séptima Cruzada y tuvo el coraje de proclamar su legitimidad… ¡delante del propio sultán de Egipto!
Este lance de santa osadía ocurrió en 1219, cuando el sultán Malik al-Kamil recibió a San Francisco en Damieta. Así narra el episodio su compañero de incursión, Fray Illuminato:
“El Sultán le presentó [a San Francisco] otra cuestión: «Tu Señor enseña en los Evangelios que no se debe devolver mal por mal, y que incluso no debes negar el manto a quien quiera quitarte la túnica. Por tanto, ustedes los cristianos no deberían invadir nuestras tierras».
“A lo que le respondió el Beato Francisco:
«Me parece que no has leído todo el Evangelio. En otros pasajes, en verdad, está dicho: ’Si tu ojo te es ocasión de pecado, arráncatelo y arrójalo fuera de tí’. Con esto Jesús quiso enseñarnos que en el caso de haber un hombre o pariente, por más querido que sea para nosotros, aunque fuese tan querido como la niña de nuestros ojos, si nos tentara para apartarnos de la fe y del amor de nuestro Dios debemos estar resueltos a separarlo, a alejarlo, a erradicarlo de nosotros. Por todo esto, los cristianos obran según la justicia cuando invaden vuestras tierras y les combaten, pues ustedes blasfeman del nombre de Cristo y porfían en apartar de la religión de Él a todos los hombres que pueden. Sin embargo, si tú quieres conocer, confesar y adorar al Creador y Redentor del mundo, te amaré como a mí mismo».
“Todos los presentes quedaron tomados de admiración por su respuesta” [1].
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San Francisco delante el Sultán Malik al-Kamil. Fra Angelico ca. 1429, Lindenau Museum, Altenberg.
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Los Santos son propuestos por la Iglesia como modelos a imitar. Cuando hasta el mismo San Francisco de Asís justifica plenamente, en nombre del Evangelio, la Cruzada contra quienes utilizan la violencia para arrancar de las almas la fe de Jesucristo, nada impide en principio que los católicos lo imitemos. Es lo que nos enseñan la doctrina de la Iglesia y el ejemplo de sus santos.
Siendo así, ¿no será una Cruzada lo que Dios pide en este momento a las naciones occidentales y aún cristianas, para atajar el extremismo islámico y evitar al mundo males mayores?
[1] “Fonti Francescane”, Sección Tercera, Otros testimonios franciscanos, N° 2691, disponible en http://www.ofs-monza.it/files/altretestimonianzefrancescane.pdf
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http://www.tradicionyaccion.org.pe/tya/spip.php?article308
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