SANTA ELENA Y
CONSTANTINO, PIONEROS DE UN MUNDO NUEVO BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ
XII JORNADA DE CULTURA HISPANOAMERICANA
POR LA
CIVILIZACIÓN CRISTIANA Y LA FAMILIA
Museo de la Ciudad Casa
de Hernández
Salta, 2 y 3 de Septiembre de
2016
Ponencia
Elena B. Brizuela y Doria de Mesquita
Centro Cultural Gral. Juan Ramírez de Velasco, Gobernador del Tucumán
ROMA: Una vieja leyenda le dio su nombre, como en muchas ciudades
antiguas. Cuentan que “una mujer tuvo hijos gemelos del dios Marte: Rómulo y
Remo. Los abandonó por miedo a la crueldad del Monarca; una loba los amamantó y
vivieron; a mediados del 700 a.C.
Rómulo fundo la ciudad en el centro de la península itálica.
Con el tiempo creció. Por las incursiones de enemigos en el Rio Tiber se
vio sacudida por continuas guerras. Se hizo
fuerte y conquistó el resto de Italia; continuó su empresa por Galia,
Hispania y Britania; Siria, Macedonia, Pérgamo, Grecia, Germania; la franja superior de Africa, Libia, Egipto; y
en Asia Menor y Oriente Proximo, Nicomedia, Ponto, Antioquía, Jerusalén. A
fines del 200 a.C.
había dominado territorios hasta formar un imperio inmenso y poderoso.
Lo que antes de Cristo fue una república cuya autoridad era el Senado
formado por la aristocracia romana, pasó a ser gobernada por
dinastías hereditarias.
La sociedad, con el tiempo se iba desnaturalizando a consecuencia de
vivir de subvenciones y repartos gratuitos; se convirtió en una gran clase
ociosa, frecuentando diversiones, juegos públicos y circenses generalmente
inmorales. En los palacios romanos reinaban la desmesura y la corrupción. Los
esclavos, obligados a llevar una vida miserable e inhumana, eran la mano de obra
de la ciudad.
La economía funcionaba bien porque se nutría del aporte de lo que producían
los territorios dominados, origen también de los esclavos. En Europa, Asia y
Africa, base productiva del Imperio en la agricultura y la industria, las
ciudades que más lejos estaban de Roma, crecían y se hacían cultas y prósperas.
Cuando terminaron las guerras de conquista, el mercado de esclavos
comenzó a agotarse. Los artesanos libres y los agricultores desaparecieron de
la parte occidental. El comercio decayó. La navegación se hizo más difícil.
Ya en la nueva era, Diocleciano -un
militar hijo de esclavos que escaló posiciones- llegó a ser Emperador Augusto, con otro militar: Maximino -hijo de
campesinos- ocupando el cargo de César, segunda autoridad en el Imperio.
La Roma pagana creía en
la protección de muchos dioses que
invocaban en cada ocasión; y cada vez se sumaban más en el Panteón.
Se inició la expansión del cristianismo con la prédica de Jesús y de sus
apóstoles. Diocleciano, que gobernó entre 284 y 305, odiaba ciegamente la
religión de Jesucristo. Quedó marcado en la historia por la implacable y
cruenta persecución. No obstante, la sangre de los numerosos mártires hizo la tierra fértil para que la Fe cristiana floreciera.
La Iglesia ponía en manos de
sus nuevos hijos dos armas difíciles para quienes habían crecido sumidos en el
paganismo: “trabajo y abstinencia”; pero con la ayuda de la Gracia eran dos brazos
poderosos que destronaban las tendencias de los instintos y de la carne, y
daban la victoria espiritual. El trabajo, ocupación de los esclavos, era
despreciado por los hombres libres, era considerado indigno -dice Godofredo Kurth-;
en cambio era meritorio y santo para los
cristianos, se tornó gloria y honor para ellos. Tomaban los ejemplos de San José y de los
apóstoles.
“El que no quiera trabajar, no debe comer”, enseñaba San Pablo. Las
horas libres eran para descansar, su espíritu estaba siempre atento para no decaer.
La virtud de la virginidad tenía un brillo sobrenatural; se asociaba a la
maternidad en el culto a la
Virgen María.
En las catacumbas, como santuarios subterráneos en el subsuelo de la
ciudad, la Iglesia
escondía los tesoros de su Fe y su culto; la ley rara vez bajaba a sus
sepulcros para ver lo que se hacía allí en las tinieblas. Cuando
enfrentaban cristianos ante un juez les
exigían honrar las leyes paganas; era común que respondiesen “antes debo
obedecer y adorar a Dios Creador”. Era
un franco corte entre el mundo antiguo y un mundo nuevo.
BRITANIA: es el nombre latino de Gran Bretaña, procede del vocablo “pretani”
que significa pintados, porque así
iban las tribus celtas que encontraron allí los romanos. Tenía su centro en
la ciudad de York. Mantenía la autoridad
y la organización política local, y el estilo de vida aunque hubiera pasado a ser
una provincia de Roma. En aquél tiempo
era gobernada por Coel, un legendario rey que arreglaba con gran sabiduría y bondad situaciones difíciles
y solucionaba cuanto problema hubiera para los lugareños; no en vano le llamaban
“Coel, el Sabio”. Tenía el respaldo de su gente y un ejército bien armado de
quince mil soldados, codiciado por los
romanos.
Elena era su única hija.
Coel y Elena vivían en el lugar llamado en aquel tiempo
Camulodunum (actual ciudad de Colchester, en el condado de Essex). Había
mucha humedad y crecía el monte entre las rocas resbaladizas, difícil para transitar
entre la niebla espesa que impedía ver lo que se tenía adelante. Solo los muy
conocedores andaban sin dificultad por aquellos campos de Dios. Coel decía que era
“tierra bendita, donde los espíritus pueblan el aire, las aguas impregnan la tierra,
y la madera es sagrada”.
Habitaban en una gran casa-palacio de roble, no había mejor y más
perfumado material. Aseguraba que “la madera es sagrada: da muerte al hombre, y salva al
hombre; es una historia vieja -decía- EL ÁRBOL DE LA VIDA Y EL ÁRBOL DE LA MUERTE, ES UN MENSAJE QUE NADIE COMPRENDE… EL ÁRBOL
DE LA VIDA, EL
MADERO VIVIENTE…”.
Coel decía esto, pero no hablaba de sus pensamientos más profundos. Es como si percibiera la verdad absoluta en la incipiente
Cristiandad. Su rectitud, su benevolencia, su sentido de justicia venían de
allí. Sus tesis bien podían relacionarse con el MADERO SAGRADO.
SAN BUENAVENTURA, franciscano del siglo XIII, Doctor Seráfico de la Iglesia, teólogo extraordinario que vale la
pena estudiar, habla del “ÁRBOL DE LA
VIDA…”. El enseña que “la Gracia de Dios pasa por sobre la inteligencia. Por los
sentidos y por la sensibilidad se descubren las maravillas de la creación”.
EL ARBOL DE LA VIDA -conforme San
Buenaventura- tenía un fruto, un alimento para la inmortalidad, que era para
Adán y Eva. Y la perdieron por la desobediencia. Cayeron en estado de decadencia,
PERDIERON LA INOCENCIA
POR EL PECADO.
¿Es posible restaurar la inocencia?, pregunta San Buenaventura; el mismo
responde: Nuestro Señor Jesucristo viene
al mundo con una misión épica: restaurar la inocencia; nos devuelve el estado
de gloria perdida. Nos enseña, nos
perdona, se queda con nosotros en la Eucaristía. Muere
en EL MADERO SAGRADO para restaurar nuestra inocencia. Hasta aquí San Buenaventura.
Ahora bien: nosotros sabemos que debemos responder a Su enseñanza y a Su
Sacrificio, reconocer nuestros pecados,
arrepentirnos, hacer propósito de enmienda; nosotros debemos morir también, pero al pecado.
El mismo Doctor de la Iglesia enseña también que: …es la condición para EL PERDÓN
que restaura la virtud de la inocencia, es un don de Dios que purifica,
vivifica, ilumina, perfecciona, eleva el alma. La virtud de la sabiduría hace al hombre más
fuerte, y la fortaleza da coraje. Inocencia y sabiduría vienen de la luz de
Dios, son reflejos de la luz eterna. Robustecen la potencia operativa para
actuar.
San Buenaventura, un coloso de la teología, enseña eso cuando habla del “Árbol de la Vida”.
El rey Coel, a pesar de la oscuridad del paganismo, lo percibía. Aunque
no pudiera explicitarlo.
Si miramos el mundo de hoy, está impregnado de una involución moral enorme. Es una verdadera
“REVOLUCIÓN” pecaminosa.
En la medida que buscamos y logramos la restauración de la inocencia,
con sabiduría, hacemos una “CONTRA REVOLUCIÓN”. Esta reflexión es muy valiosa
para las personas, para las familias, para toda la sociedad.
Elena llegó a comprenderlo y asumirlo
en su madurez.
Volvamos con ella a Britania. Había nacido en York -dice el Padre Pérez
de Urbel. Era una joven inteligente, con mucha fuerza de espíritu; una mujer interesante
y muy bella. Había un enorme entendimiento
y amor entre padre e hija.
Como era propio entonces, tenían criados, esclavos y todo el personal suficiente para
atender las necesidades que demandaban la vida de gobierno, la vida cotidiana y
las imprescindibles caballerizas con excelentes caballos hispánicos, su transporte imprescindible.
Todos los pobladores respondían fielmente a su querido Rey; en cuanto a Elena,
la respetaban y admiraban su voluntad, su entereza y su firme carácter. Ella era
feliz allí, amaba su suelo natal y no era afecta a la Roma invasora.
A siete horas de caminata había
un campamento de soldados romanos que custodiaban la zona. Un joven Patricio llamado Constancio
Cloro, ya con el rango de Tribuno por sus cualidades y su educación, había sido
destinado a Britania hacía poco tiempo. Imaginado por el ingenioso escritor
Louis De Wohl, salió a hacer una
inspección de la zona por la tarde. Y perdió el rumbo en este lugar solitario y
difícil; se acercaba la noche; renegando y maldiciendo el momento en que se le
ocurrió tan peregrina idea, no sabía por donde seguir. Alguien, en un perfecto
latín, con llamativa autoridad, le dio
el alto. Desconcertado echó mano a su cuchillo; percibió una figura entre la
tupida neblina y notó la voz de una mujer.
La Princesa Elena, como era habitual, recorría a caballo las
tierras de su padre cuando sorprendió al
caminante. Luego de un diálogo ríspido, le ayudó en la desventura de estar
desorientado, mojado y demasiado lejos
del campamento. Lo llevó ante su padre, lo hospedaron y le brindaron toda la
atención que acostumbraban como nobles anfitriones.
Las visitas del Tribuno Constancio con algunos regalos de agradecimiento
se hicieron asiduas, ordenadas por su superior, por entender que el ejército de
Coel era importante y podrían necesitarlo. El Tribuno obedecía con gusto. Admiraba
a la joven y gustaba de sus conversaciones interesantes.
A pesar del orgullo británico de Elena,
aquello terminó con un
casamiento. Mas tarde un hijo: Constantino en el
año 272.
El niño era inteligente y lo formaron de modo que sus buenas dotes se
vieron favorecidas; tenía las enseñanzas de maestros en lo intelectual y de
buenos y muy fieles instructores para el arte de la defensa, el ataque y el don
de mando en la milicia. Constantino amaba los caballos y era un hábil jinete.
El jefe de familia escalaba posiciones; ya era General de las Legiones de Britania.
De pronto acontecimientos importantes modificaron la normal vida
familiar. Llegó un mensajero imperial
para el General de Britania: Le decían que el divino Emperador Diocleciano comunicaba su determinación de dividir
el Imperio. Reservaba para sí el
gobierno de la mitad oriental: Tracia, Egipto y Asia. El ilustre César Maximino
sería el Emperador Augusto de Italia, África,
Hispania, Galia y Britania; los súbditos debían jurar lealtad a la nueva autoridad suprema del
Occidente romano. En el más grande Imperio de la época, en esta hora de su
historia, el hijo de un esclavo y un hijo de campesinos eran co-regentes de su
gobierno; eran “divinos” y “augustos”.
Diocleciano puso una cláusula en su resolución: si alguno de ellos
abdicaba, el otro debía abdicar también. Impuso lo
que se llamó tetrarquía: a
cada Emperador Augusto le seguía en autoridad un César con derecho a sucesión.
Un segundo mensaje firmado por Maximino decía a Constancio que debía
viajar cuanto antes a Roma.
Elena y Constancio habían vivido doce años juntos y felices, pero ahora,
él marchó hacia Roma por orden del nuevo Emperador. Era lejos. Pasaba el
tiempo. Maximino lo demoró años. Constancio extrañaba a Elena y a Constantino. ¡Pero
no podía moverse de Roma!
Algo grave pasó: la hija mayor de Maximino puso sus ojos en él. Y lo
requirió.
Constancio repudió a Elena y se “casó” con la hija del Emperador de
acuerdo a las leyes romanas. Nacieron hijos. Constancio ascendió a César. Era la
segunda autoridad del occidente Romano, con derecho a heredar el poder del
Emperador.
En Britania, Elena y Constantino a pesar de los años, no perdían la
esperanza del regreso, pero no sabían más…!
La muerte del Rey Coel y las circunstancias políticas y militares adversas
hicieron que su vida fuera difícil. Britania había sido invadida y tomada por
insurrectos. Debieron emigrar hacia el norte y vivir largo tiempo como si no
fueran ellos mismos para no correr riesgos. La gran esperanza era que
Constancio volviera para recuperar Britania de manos extrañas muy malas. Era el
año 293. Constantino cumplió veintiún años.
El César Constancio volvió con su ejército y desalojó a los intrusos. ELENA
lo supo; ilusionada regresó a la casa donde habían vivido, y lo esperaba... Mas,
le informaron que también traía una
mujer y algunos hijos!
Casi sin tener tiempo a nada, madre e hijo se marcharon otra vez hacia
el norte; volvieron a Verulamium, la antigua ciudad inglesa donde vivieron diez
años, en el condado de Hertford. El
joven conoció allí a Minervina, se casaron y nació Crispo; cuando
entró en la milicia, Constantino se destacó; debió irse lejos, Minervina con
Crispo quedaron en su ciudad.
Elena estaba acompañada por dos antiguos y fieles servidores de su padre.
Lo que ella no sabía, pero empezó a sospecharlo, era que ¡éstos
se habían convertido al cristianismo! Más
aún, el hombre de mayor confianza de Elena ¡fue ordenado sacerdote!
Diocleciano dio el primer edicto para la persecución de los cristianos
en el 303. Abdicó dos años después. Maximino debió abdicar también a igual que
su par.
Por derecho de herencia su yerno, el César Constancio Cloro, era el
nuevo Emperador Augusto de la mitad de Roma. Sus ambiciones políticas se
cumplieron.
¡Pobre Elena, sufría mil angustias! Su marido perdido. Su hijo muy lejos
batallando y ganando galardones y la correspondencia con él era muy espaciada.
Comenzó a recibir apoyo de los
cristianos. Observaba, pensaba, se
horrorizaba por la crueldad con que eran martirizados. Vio que a mayores persecuciones,
más crecían estas comunidades, con Fe incorruptible, con fidelidad inigualable. Un
buen ejemplo fue el joven mártir San Agapito: lo atormentaron con suplicios,
pero la Gracia
de Dios milagrosamente lo libró y cientos de paganos se convirtieron; lo
pusieron ante las fieras para que lo destrozaran; éstas se postraron a sus pies
delante de dirigentes romanos importantes, que se convirtieron también. Otro notable fue San
Sebastián, que tiene una historia espectacular -es patrono de Sañogasta,
nuestro pueblo. Era Capitán de Milicias
de Diocleciano; en secreto trabajaba en las cárceles con los presos cristianos
fortaleciéndolos para evitar que apostataran. Hasta que Diocleciano lo supo y
lo mandó matar.
Sin parar se multiplicaban los creyentes en Jesucristo en todas las
capas sociales, en todos los ambientes.
Elena se sorprendía, y quería saber más…
Iba conociendo la verdad, el bien y la justicia en la belleza de las
enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, predicadas por los apóstoles y por los
cientos de nuevos mártires que daban testimonio de su Fe con entereza increíble.
Pidió el bautismo. Abrazó la religión cristiana con convencimiento. Con aquella fuerza que tanto
admiraban sus vasallos de Britania, que cautivó a Constancio, que formó a Constantino para que llegara a ser luego el artífice de la Roma unida y cristiana.
Uno de los bellos pasajes de su vida fue cuando en una redada de
soldados a una catacumba que ella frecuentaba, un dirigente cristiano antes de
morir mártir le entregó una copa de oro cerrada que contenía una Hostia Consagrada, para que la protegiera.
La conservó con enorme cuidado; se postraba y rezaba ante ella con
fervor.
El Emperador Augusto
Constancio Cloro, enfermo y cansado de
la violencia religiosa, firmó un documento que acababa con la persecución y
matanza de cristianos en la Roma
occidental a su cargo.
En otro aspecto, siempre se había mantenido informado del desempeño de
su hijo Constantino… Lo mandó llamar.
Cuando lo tuvo a su lado, lo declaró su heredero.
Elena por su parte, cuando sus
antiguos fieles servidores murieron mártires, dolida e indignada, viajó a Roma para
enfrentarse a él, ¡no con el marido! Sino ¡con el Emperador!, ¡y reclamarle piedad
para los cristianos! Cuando llegó al
palacio Real, no la dejaban entrar. Entró igual; tenía tal autoridad en su
personalidad que no aceptaba discusión.
Constancio la recibió con una consideración especial.
Cuando ella lo vio, ¡casi no lo reconoce! Estaba muy enfermo y muy
viejo. El le pidió perdón por su abandono, reconociendo que fue por su ambición.
Le obsequió la benevolencia del edicto a favor de los cristianos que acababa de
firmar, que sería puesto en práctica por el hijo de ambos años después. También
estaba Constantino allí.
Elena, preocupada, preguntó por qué en el momento en que se le acababa
la vida al Emperador, no estaba la emperatriz a su lado! Temía que apareciera
en cualquier momento! Constancio explicó
que a ella no le hacía bien el aire de la
capital y los hijos no servían para gobernar. Pidió a Constantino que se ocupara
de ellos…
Un solo año duró el gobierno de
Constancio en la Roma Occidental. Falleció acompañado de quienes verdaderamente
amó, y lo amaron.
Corría el año 306.
Constantino asumió y fue el nuevo Emperador del occidente romano.
Comenzó la pacífica reconstrucción, que incluyó la paz con el
cristianismo. Terminó con las
persecuciones.
Era un buen gobernante y un hábil militar, nunca perdió una batalla, que
fueron muchas por circunstancias políticas y territoriales. Era valiente,
dirigía con destreza a sus soldados, tomaba parte en la lucha, procedía con justicia y equidad, como un
cristiano -aunque no se bautizó hasta el
día de su muerte!
Su “Co-Emperador” en la mitad oriental del Imperio era Licinio. El hijo
de Licinio, llamado Magencio, en el año 312 heredó el gobierno de su padre. Era
cruel y ambicioso. Tenía un ejército tres veces mayor que el de Constantino. Avanzó
hacia occidente para ganarle su parte y ser dueño absoluto de todo el Imperio.
Elena rezaba ante el Santísimo Sacramento contenido en el copón de oro,
afligida, pero con confianza.
Un hecho increíble ocurrió:
Constantino mirando al Cielo tuvo la visión de un bello estandarte con una gran Cruz, y escuchó clarísimo en su
mente: “Con este signo vencerás”.
Inmediatamente la hizo pintar en el
casco y el escudo de todos. El sol las hacía brillar: la Cruz dorada del Emperador,
las plateadas de los oficiales y las blancas de los soldados. Constantino elevó el estandarte con la Santa Cruz como la vio
en el cielo, embellecida por una corona bordada con hilos de oro y adornos
carmesí.
Esperó a Magencio, que se
acercaba a las puertas de Roma por el famoso Puente Milvio sobre el rio Tiber.
El espectáculo del brillo de las Cruces y el magnífico “lábarum”, el estandarte que ondeaba bajo
el azul del cielo sostenido con fuerza por Constantino, inquietaba y
amedrentaba a los contrarios, que estaban cubiertos de corazas de hierro, lo que les impedía el libre movimiento para la
lucha.
Habiendo observado ese detalle, Constantino mandó con instrucciones
precisas una primera tanda de soldados a
recibir a los invasores: en el primer choque bajaron de sus caballos y de a pie
se metieron entre las filas enemigas atacando en el único lugar vulnerable
entre los hierros, y matándoles los caballos, que se desplomaban pesadamente,
aumentando la confusión y el miedo. La pelea continuó, pero desanimados los de
Magencio -que murió ahogado en el Tiber empujado por sus propios soldados- cedieron.
Muchos huyeron, otros tantos murieron en el río.
Constantino vencedor cruzó el Puente, entró victorioso en la parte oriental
y fue Señor de todo el Imperio.
Defendió las fronteras de Roma y reorganizó el ejército. Meses después, en el año 313, promulgó el famoso
Edicto de Milán sobre la tolerancia religiosa.
La influencia de Elena es perceptible en Constantino: favoreció a los
cristianos, adoptó el milagroso Signo de la Cruz como estandarte para su
ejército, estableció la libertad
religiosa “y terminó haciendo del cristianismo la religión de Estado” en todo
el imperio (Ch. Seignobos, p. 509).
No obstante combatió el paganismo. Hizo devolver los bienes confiscados
a los cristianos. Las catacumbas se
desalojaron y libremente pudieron
manifestar su doctrina, sus ritos y su Fe en todas partes.
Comenta el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en sus apuntes históricos de
cátedra, que si bien la doctrina de la Iglesia fue muy combatida en Roma hasta Constantino,
influyó en la vida del pueblo a tal punto, que hasta los mismos que la
combatían muchas veces aceptaban sus principios; la influencia fue tal, que se
puede afirmar que en el Imperio dejó de existir la “civilización romana” para
iniciarse la “Civilización Cristiana”.
Fue un MUNDO NUEVO BAJO EL SIGNO
DE LA CRUZ.
Con aquella libertad, y en esos tiempos, se hicieron varias reuniones
que llamaron concilios, para tratar
asuntos de la Fe. Uno fue con los judíos más letrados que disputaron con el
Papa San Silvestre en presencia del Emperador y su madre. Los impíos fueron confundidos y no supieron
qué más decir.
Arrio, un sacerdote de Alejandría, afirmaba que la Segunda Persona de
la Santísima
Trinidad no era igual al Padre. Que era un medio término entre
Dios y el hombre, por lo tanto “no era Dios”. Esto provocó una grave crisis que
duró mucho tiempo. En el año 325 el Emperador Constantino convocó al famoso Concilio Ecuménico de la Iglesia, en Nicea, para
tratar y definir tan delicado asunto. San Atanasio, el Obispo de Alejandría,
con la Gracia de Dios y su excelente participación definió el Credo con los
dogmas de la Fe,
condenando la herejía del arrianismo. Constantino y Elena participaron también.
Arrio y otros sacerdotes insistieron en ésta y otras tesis durante mucho
tiempo. Elena vio con mucha pena que los enemigos de la ortodoxia de la Santa Iglesia surgían
de su mismo seno. Esto se repitió en muchos casos, en diferentes épocas, dando
lugar al protestantismo, precursor junto con el Renacimiento, de la primera de
las tres grandes Revoluciones, seguida por la Revolucion Francesa y la
comunista (cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”,
ed. argentina online).
Volviendo a Elena, un año después, descansaba en su casa de roble de
Camulodunum; como todos los años, había ido a visitar la tumba de su padre. Le llegó
un correo de Constantino. Como digna hija de Coel, tenía presentimientos. Y esta
vez eran malos. La carta, en estilo
estirado y pomposo, le comunicaba que tenía problemas con su hijo Crispo -recordemos que nació de su encantadora esposa Minervina. Decía que conspiraba contra él; que trataba de quitarle
el reino, que buscaba a la actual Emperatriz para hacerla suya y le ofrecía su
futuro reinado, tratando de separarla de su padre y conquistarla.
Constantino había creído en las intrigas de Fausta, una hija menor del
Emperador Maximino, por quien había repudiado a la madre de Crispo casándose
con ella; ¡hizo lo mismo que su padre Constancio! Elena recordaba a esa Fausta como una arpía
que solo buscaba el placer, ser admirada y brillar ante los hombres; era tan
bella como venenosa. Ahora trataba de
enredar con sus mentiras a Constantino, poniendo en peligro la vida de Crispo. Pensó,
sin equivocarse, que habría influido sobre el Emperador para librar el camino
del poder a sus tres hijos, porque Crispo era un joven magnífico y buen soldado;
era César con derecho a sucesión.
Inmediatamente Elena ordenó el viaje a Roma. Aunque le era muy duro,
largo y penoso, tenía que hacerlo por el bien de su nieto.
Partió, sin dejar de llevar consigo el Copón de oro.
Cuando llegó a Roma fue a ver al Obispo Osio, consejero de Estado en
asuntos religiosos. Este le informó que Crispo había sido muerto hacía una
semana. Muy triste, se culpaba por no haber estado a tiempo para salvarlo.
Marchó en seguida a Palacio. Llegó, como siempre, en un momento clave.
Constantino estaba muy mal; desesperado, no tenía sosiego espiritual,
tirado entre almohadones! No había dormido desde la muerte de Crispo. Le
confesó su angustia a Elena: había comprobado con sus propios ojos que Fausta
le era infiel. Y que sus intrigas le hicieron matar al hijo! ¡¡¡Y
la mató!!!
-Madre, ¿porqué tengo yo que hacer estas cosas? ¡No tengo paz…!
Ella sintió que en ese momento sólo debía ser madre…
-Hijo mío, has pecado. ¡Arrepiéntete! Dios te perdonará ¡¡según como
procedas!! aconsejó la madre cristiana mientras acariciaba su cabeza tratando
de consolarlo, ayudarlo, darle ánimo.
En cierto momento, ella sintió una conmoción, una inquietud tremenda.
Recordó que Coel le dijo que “entre ella y Constantino había un lazo muy
fuerte… y que juntos encontrarían el árbol de la vida, el verdadero Árbol Viviente”.
Sabía por las luces del Espíritu Santo que la iluminaban con ese y otras
gracias profundas, misteriosas y persistentes, o “flashes”, que se trataba del
Madero Sagrado, la Santa
Cruz donde murió Nuestro Señor, y entendió su propia inquietud:
tenían que buscarlo y encontrarlo.
¡Era una misión sagrada!
Quedose Elena a vivir allí; Constantino hizo construir para ella un lindo
palacio al lado del suyo, y la nombró Emperatriz
de Roma. Pasaba largas horas en oración
frente al Santísimo Sacramento; rezó mucho por su hijo. Siempre atenta, era
consejera segura.
No olvidaba la inquietud fuerte de aquellos terribles momentos vividos.
Y puso manos a la obra. Constantino proporcionó
todo. Fiel a esas luces interiores, Elena viajó a Jerusalén. Contrataron cientos
de trabajadores dándoles cuanto necesitaran, y mujeres que la acompañaban. Las
excavaciones comenzaron. Fue difícil y muy sacrificado, porque los enemigos de la Fe habían hecho desaparecer
todo lo referente a Jesucristo. El movimiento de tierras y lomadas duró mucho
tiempo. La conmoción de los habitantes en los santos lugares fue grande; unos
pensaban que estaba loca, otros la admiraban, y por fin… se dieron cuenta que
valió la pena, y creyeron en la gracia de Dios.
Su fidelidad a esos flashes fue premiada. ¡Se encontró el Monte Calvario
con las tres cruces! Una tenía la inscripción: “Jesús Nazareno, Rey de los
Judíos”. Hubo milagros que ratificaron la
autenticidad de la Cruz
del Señor. Es lo que se conoce como La invención de la Cruz, -del latín inventio, que significa encuentro.
Elena no paró: continuó con las excavaciones en la búsqueda de otros
lugares sagrados.
Halló la Cueva
de Belén donde nació el Niño Jesús.
La cueva en la roca donde lo pusieron amortajado cuando lo bajaron de la Cruz.
También el Alto en el Huerto de los Olivos donde el Señor resucitado se
reunió con sus apóstoles antes de su admirable Ascensión al Cielo, haciéndoles
la promesa de enviarles el Espíritu Santo –que los transformaría en fogosos
predicadores del Evangelio- y darles la orden de prepararse para recibirlo.
Hizo construir magníficas basílicas en cada lugar.
Mandó levantar iglesias y oratorios en diferentes partes.
Dio gran cantidad de limosnas.
Visitó el templo de las Vírgenes
consagradas a Dios, y las servía con gran humildad.
Cuenta Fr. J. Perez de Urbel: “Toda la cristiandad se estremece cuando,
bajo el gobierno del primer Emperador cristiano, corre la noticia de que se ha
hallado la verdadera Cruz. Empieza la inundación de los devotos a llenar las
grandes vías romanas. Más que a visitar los Santos Lugares, a besar la
verdadera Cruz…. Desde los primeros días de septiembre, porque son los días en
que se conmemora el fausto suceso de la Invención de la Santa Cruz.”
Con ochenta años, la Emperatriz de Roma, Elena, volvió con su hijo, que entonces
residía en la recién construida ciudad
de Constantinopla*, nueva capital cristiana del Imperio mirando al insondable
Oriente, por ser mejor lugar para la defensa y un buen puerto para la actividad comercial, que sobreviviría más de
mil años al Imperio de Occidente (*sobre la antigua Bizancio, ciudad griega
fundada 600 años a.C. -actual Estambul, en Turquía).
Un día de ese mismo año, el 330, sentada
en su sillón favorito, conversaba con el Obispo Osio. Le pidió que trajera el
Copón de oro. Con gran veneración
consumió el Santísimo Sacramento de manos del obispo.
Y con mucha serenidad, entregó su alma al Señor. Constantino estuvo a su
lado.
Fue sepultada en la nueva ciudad. Más tarde trasladada a una
Abadía de Treveris, ciudad de Alemania que pertenecía a los estados de su
marido, donde vivió algunos años; allí dejó la preciosa Túnica de Nuestro Señor,
que es venerada con mucha devoción. Luego
sus reliquias fueron llevadas a Roma,
ocupando un lugar en el Vaticano.
Comenzó a difundirse su fama de santidad y a ser venerada como santa, según
la tradición católica predominante en aquella época, recibiendo nuevos ímpetus
de la Gracia a
principios del siglo IX, en los tiempos carolingios.
La Iglesia Católica conmemora su día
el 18 de agosto.
Una antigua oración dedicada a Sta. Elena que consta en el “Flos Sanctorum…”
dice: “Oh, Señor Jesucristo… concédenos por su intercesión, que por el precio
de este inestimable ARBOL DE VIDA, alcancemos el premio de la vida
eterna…”. El Arbol de vida, la Cruz de
Nuestro Señor, adorada por las gentes y puesta como el más precioso ornamento
en las coronas de los reyes…
Constantino fue un Emperador luchador, activo y serio, capaz, buen
estratega, lo que le valió ser recordado en la historia como “Constantino el
Grande”. Aplicaba los principios cristianos y respetaba sus valores. Atribuía sus victorias a Jesucristo. Gobernó
hasta el año 337. Se bautizó y murió.
Sus hijos Constancio, Constantino II y Constante le sucedieron, porque él
dispuso una parte del imperio para cada uno. Pero eso es otra historia… NADA MAS
B I B L I O G R A F I A
APOLOGÍA DE LA
TRADICIÓN, Post scriptum del libro “O Concilio Vaticano II, Una Historia Nunca
Escrita”, Roberto de Mattei, Editorial
Ambientes y Costumbres, San Pablo – Brasil, 2013
AÑO CRISTIANO, Tomo V, Fray J. Perez de Urbel, Editorial Poblet, Buenos
Aires, 1944
APUNTES HISTÓRICOS DE CATEDRA - Plinio Corrêa de Oliveira, San Pablo-Brasil, 1940 (inéditos)
APUNTES SOBRE LAS ENSEÑANZAS DE SAN BUENAVENTURA, Charlas formativas e
informativas del Dr. Miquel Becar Varela, San Pablo, Brasil, 2016
EL ARBOL VIVIENTE, HISTORIA DE LA EMPERATRIZ SANTA ELENA,
Louis De Wohl, Editorial Palabra, 10ª edición, Graficas Anzos, Colección
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