sábado, 20 de diciembre de 2008

SIMBOLOS Y TRADICIONES DE LA NAVIDAD






Los ambientes navideños se ven misteriosos, atractivos, coloridos; encienden en la mirada de niños y grandes, la admiración y el sentido de lo maravilloso; a las doce de la noche, el corazón se nos llena de alegría, con el regocijo por el nacimiento del Niño Dios, el saludo afectuoso de los que más queremos y los regalitos del árbol que cada 24 de diciembre vestimos de lo mejor. Cada noche buena es motivo de unión en la familia cristiana, alrededor de una mesa bien puesta, para celebrar el amor de Dios.
Cada tradición tiene su razón de ser y su simbolismo.
El Papa San Gregorio Magno (540-604) impulsó la cristianización de las tribus germánicas, tarea heroica encomendada a los monjes de entonces. No les fue fácil explicar el misterio de la Santísima Trinidad; usaron la forma triangular del pino, y así se perpetuó a través de los siglos, como símbolo de la cristiandad, también en la navidad. En 1510, en la ciudad de Riga, en Letonia, lucía en la celebración de la noche buena, como siempre, pero esta vez bonitamente decorado. Hoy es universal.
¿Como nació la costumbre de los regalitos de navidad? Data del siglo IV y tiene que ver con San Nicolás. La ciudad de Licia –cuya metrópoli era Mira- según parece encantaba a los habitantes y visitantes, por su belleza; allí nació Nicolás, hijo de Epifanio y Juana, matrimonio de vida recogida y santa, que lo concibieron de modo milagroso, por la Gracia de Dios. Buen hijo de tales padres, este niño formado en las virtudes, fue un gran santo.
A los veinte años se vio huérfano y propietario de una cuantiosa fortuna heredada de sus progenitores. La ocupó en remediar situaciones, vidas y ganar almas para el Cielo. En cierta ocasión, un noble guerrero, anciano y pobre, cuyo único tesoro eran tres hijas que lo mantenían con sus labores, se vio tentado por una mala idea: al no poderlas casar dignamente por faltarle dinero para la dote -como era la usanza de esos tiempos- prostituirlas.
Las buenas hijas estaban desesperadas. Enterado Nicolás, dejó una bolsa con monedas de oro suficientes para una dote, en la ventana del dormitorio. El pobre hombre, arrepentido y agradecido, casó a la mayor. Encontró luego una segunda bolsa con el suficiente oro para casar a la segunda. En la certeza que el anónimo benefactor haría una tercera visita nocturna, se dispuso a descubrirlo para agradecerle tanta bondad. Así fue, y encontró que era Nicolás, ante quien se obligó a guardar el secreto de su identidad y a nunca cometer ni con la intención, un pecado semejante al que fue tentado. Esta vez el dinero bastaba para casar a la menor y sustentar la vida del anciano.
Las circunstancias, con el tiempo, hicieron que el secreto dejara de serlo, y comenzó a celebrarse la caridad de San Nicolás con obsequios anónimos en las fiestas de navidad. La tradición, a través del tiempo fue uniendo eslabones: San Nicolás, Papá Noel, un trineo sobre caminos de nieve y el pino bellamente adornado con luces de colores y paquetitos envueltos en papel de regalo. Costumbres que perpetúan los valores de la cristiandad.
Mientras tanto, en el seno de los hogares, el bello Niño Dios, está dormido sobre la paja del pesebre; San José recoge leña para la lumbre y la Virgen María canta suavecito; en las alturas de los cerros cubiertos de yaretas, los ángeles pregonan que Dios ha nacido y los pastores y reyes vienen a El, guiados por una estrella.
Los regalos son muchos: mirra, incienso, oro, miel, leche y urpilitas. El Niño recibe y bendice. La madre sonríe. San José vigila. Así es nuestro pesebre para celebrar los misterios de la navidad. Así lo hizo por primera vez San Francisco de Asís, en el Bosque de Grecchio, a la medianoche, con algunos amigos nobles y plebeyos de la aldea, y sus monjes. Cuando Francisco se acerca para besar la frente del Niño, la imagen cobra vida, sonríe y retribuye las caricias del fraile. Fue un milagro cierto. Frente al pesebre se había levantado el altar para la Misa de Noche Buena. El Santo lee la epístola y predica lleno de sabiduría. La Misa continúa, y cuando el sacerdote consagra la Sagrada Hostia, San Francisco ve nuevamente al Niño Dios vivo en la Eucaristía! El milagro se da por segunda vez.
Las campanas de Grecchio repican. La comitiva regresa a la aldea con el alma maravillada. Era el 24 de diciembre de 1223. Corría aquel tiempo que los Papas llamaron “la primavera de la historia”, la Edad Media, la de los santos.

Crónicas del Tucumán - Nº I
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