martes, 6 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VIII - Toro

 




CAPITULO VIII

 

TORO

 

A

lfonso V, en lugar de apoderarse de la Reina, se dirigió a Arévalo, en el corazón de Castilla, donde levantó su campamento con la esperanza de que la Princesa no lograra reclutar un ejército.

“Fracasó en sus cálculos sobre la reacción del genio de Isabel, tan extraordinario como el de Santa Juana de  Arco”, y le dio lo que ella más necesitaba, que era tiempo.

 “Isabel sacó de éste el mejor partido. Para ella no eran obstáculos las enfermedades, el mal tiempo ni los peligros de la región. Durante meses vivió casi siempre a caballo, de un confín a otro del reino, pronunciando discursos, celebrando conferencias, dictando cartas a sus secretarios durante toda la noche, presidiendo el tribunal toda la mañana, juzgando a algunos ladrones y asesinos merecedores de la horca, recorriendo cien o doscientas millas por los fríos pasos de las montañas para suplicar a algún noble, tibio en su lealtad, quinientos soldados”.

 Dondequiera que fuese, inflamaba el ánimo de lucha de los castellanos contra los portugueses. Terminaba sus arengas con una apasionada oración, pidiendo a Dios “que manifiestes tu voluntad con tus obras maravillosas”, “porque con tu gracia pueda haber paz en estos reinos”.

Mientras Fernando reclutaba en el Norte, Isabel reunía miles de hombres en Toledo y se ponía a su frente vistiendo su armadura. Con enorme esfuerzo reunieron 42 mil hombres mal disciplinados y armados.

Fernando se dirigió a Toro, que se le rindió. Luego halló cortadas las comunicaciones por la defección del gobernador de Castronuño. Hubo deserciones y hambre, y el ejército se dispersó en gran parte.

Pero Isabel no se desanimó y se dispuso a mayores esfuerzos, estimulada por un valioso consejero, don Pedro González de Mendoza, el Cardenal de España. Era hijo del Marqués de Santillana, “sacerdote devoto, experto soldado y profundo hombre de Estado”.

Ante la situación extrema le sugirió una medida salvadora: pedirle al clero que haga aportes de las donaciones que había acumulado durante siglos, lo que permitió reunir una gran suma para equipar las fuerzas leales. Cinco meses después del fracaso de Toro había 15 mil hombres bien armados y adiestrados.

Alfonso V ofreció retirarse a cambio de Toro, Zamora y el reino de Galicia. A lo que Isabel respondió: que jamás entregaría una sola almena de los reinos de su padre.

Fernando debió dejar su ejército allí y dirigirse al Norte, mientras Isabel galopaba a Toledo para conseguir refuerzos. De ahí pasó a León para rescatarla de un gobernador traidor,  en un recorrido de 500 km a caballo.

De vuelta, envió al Conde de Benavente a lanzar un ataque nocturno contra los portugueses, que se retiraron hasta Zamora. El gobernador del puente de Zamora quería entregar este paso vital a los Reyes Católicos, pero requería el envío de tropas.

A pedido de Isabel, Fernando se fingió enfermo para poder abandonar Burgos en secreto, cabalgando 100 km de noche por país enemigo a reunirse con ella en Valladolid. La Reina le tenía preparado un piquete de caballería. El Rey alcanzó Zamora (80 km) a la noche siguiente y tomó posesión del puente. Isabel lo seguía, iniciando su marcha de noche, con pesados cañones. Alfonso se despertó rodeado de cañones castellanos y se retiró a campo abierto; Fernando ocupó la ciudad, desde donde tuvo que resistir a los ataques del Rey portugués.

Ante el peligro de una derrota, Isabel llevó el esfuerzo a límites sobrehumanos. Como hábil general advirtió que era necesario atacar y dividir las fuerzas enemigas, organizando ataques contra flancos diversos y tomando con la caballería una ciudad que, según había descubierto, estaba desguarnecida.
Alfonso comenzó a retroceder y Fernando a perseguirlo. El Cardenal Mendoza le hizo saber que el enemigo estaba desplegado en orden de batalla, con el sol en contra. Era preciso atacar sin demora.

Las tropas se acometieron con furor en el quiebre de las lanzas, y el choque de las armaduras y de los caballos. Los jinetes caían y quedaban allí, o empuñaban la espada para enfrentar a los infantes, que corrían con dagas y hachas al grito de “¡Fernando!” o de “¡Alfonso!”

Donde ondeaban los estandartes de los reyes rivales, la lucha era más dura, en medio de gritos y luchas. El Cardenal de España, con su  roquete de obispo negro de sangre , peleaba como un tigre derribando portugueses. Del lado enemigo tronaba la artillería de don Juan de Portugal, seguido del estampido de la mosquetería. Seis escuadrones de caballería de gallegos y asturianos fueron descalabrados por la aguerrida caballería portuguesa.

Mientras el sol se inclinaba y la oscuridad invadía el campo, ambos bandos seguían combatiendo. El portaestandarte de don Alfonso de Portugal hacía esfuerzos por alzarlo al viento. Una flecha castellana le hirió el brazo que conservaba sano, por lo que sostuvo la enseña con los dientes hasta que cayó acribillado. 


Mientras el Cardenal de España se apoderaba de la bandera portuguesa, el valiente y obeso Rey Alfonso caía por tierra, peleando. La incertidumbre se extendió por el campo lusitano, que estaba hambriento y cansado.

Los batallones de jinetes asturianos y gallegos, que habían huido de la artillería de don Juan, se reagruparon y cayeron sobre los desorganizados portugueses, que comenzaron a retroceder. El Cardenal y el Duque de Alba los empujaban hacia el

río a pesar de los gritos de guerra del Rey y de don Juan, como así también del valeroso Carrillo, ensangrentado de pies a cabeza y con la espada rota.

Los vencedores gritaban “¡Santiago!”, “¡Castilla para el rey Fernando y la reina Isabel!”

Por la noche ordenó don Fernando que cesara la matanza y dejaran de hacer prisioneros. La furia de los castellanos era tal que querían matar a los cautivos, a lo que se opuso resueltamente el Cardenal Mendoza,  apelando a la hidalguía de los soldados.

Al amanecer envió Fernando un mensaje breve y afectuoso a Isabel, comunicándole la victoria. Ella recibió la noticia con gran alegría y ordenó al clero que fuera por las calles cantando el Te Deum.

Entre aclamaciones del pueblo, la joven reina salió del palacio descalza como promesante, caminando sobre las toscas piedras de la calle hasta el monasterio de San Pablo. Rodeada por la multitud se arrodilló en el altar mayor con gran
devoción y humildad, dando gracias por el triunfo al Dios de las batallas.


 

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VII - Isabel, de corona...y coraza - La ceremonia de coronación en el cristiano reino de Castilla

 


CAPITULO VII

 

ISABEL, DE CORONA... Y CORAZA -

LA CEREMONIA DE CORONACIÓN EN EL CRISTIANO REINO DE CASTILLA

 

S

igamos la colorida descripción de William Thomas Walsh de lo que ocurrió ese día:

“Una fría mañana del 13 de diciembre, Isabel contemplaba desde el Alcázar de Segovia la ciudad llena de gente. Por las cuatro puertas de la severa ciudad construida sobre un peñascal iban entrando nobles y comuneros de toda la comarca, ondeando los pendones y sonando las trompetas, los caramillos y los timbales, porque no había en España ceremonia completa sin música.

Se alzó una atronadora gritería cuando se abrió la puerta del castillo y salió doña Isabel montada sobre un blanco palafrén, a un lado, el gobernador Cabrera y al otro el arzobispo Carrillo. Tenía entonces la reina veintitrés años; era de bella y majestuosa figura, e iba vestida de blanco brocado y armiño desde la cabeza hasta los pies. Las gemas brillaban en su garganta, en las hebillas de sus zapatos y en las bridas; y su caballo llevaba gualdrapas de paño de oro. Avanzaba lentamente a lo largo de la estrecha calle de piedra, casi a la cabeza de una magnífica procesión: Delante de ella, en un gran caballo, marchaba un heraldo sosteniendo, con la punta hacia arriba, la espada de justicia de Castilla, que brillaba amenazadoramente desnuda a la luz del sol, símbolo de que aquella jovencita montada en la blanca jaca española tenía el poder de vida y muerte sobre todos los que la rodeaban. Detrás del heraldo iban dos pajes, llevando sobre un almohadón la corona de oro de su antepasado el rey Fernando el Santo. Seguían a la princesa prelados y sacerdotes con casullas trabajadas en hilo de oro sobre púrpura de seda, nobles vestidos de ricos terciopelos deslumbrantes de pedrerías y con resplandecientes cadenas de oro, concejales de Segovia con sus antiguas vestiduras heráldicas, lanceros, ballesteros, hombres de armas, portaestandartes, músicos”, y detrás, el común.

“¡Viva la reina! ¡Castilla por la reina doña Isabel!”, gritaba el pueblo.

Al llegar a la plaza, la reina se apeó, subió a una alta plataforma adornada con tapices de ricos colores y se sentó en un trono. Entre gritos y toques de trompetas, le colocaron sobre el claro cabello castaño la gran corona de sus antepasados. Las campanas de todas las iglesias y conventos de la ciudad comenzaron a sonar alegremente; desde la guardia del Alcázar disparaban mosquetes y arcabuces y tronaban pesadas lombardas desde las murallas de la ciudad.

Isabel era por fin reina.

Después que todos los nobles presentes besaron su mano y le prestaron juramento de fidelidad, Isabel se dirigió a la Catedral, donde se prosternó humildemente ante el altar mayor, dando gracias a Dios por haberla salvado de tantos peligros y “pidiéndole la gracia necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”.

“Pidiéndole la gracia necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina”: en esta sencilla frase se encierra todo el programa y la grandeza de una Civilización Cristiana.

Cuántas enseñanzas tiene esta ceremonia de coronación. Es como para meditar sus pasajes y extraer de cada uno la esencia y el perfume de la Cristiandad. La grandeza de la ceremonia, en proporción a la verdadera grandeza humana cristiana. La severidad de la justicia en armonioso contraste con la gracia de una princesa encantadora y seria. La convivencia armónica y jerárquica de las clases sociales. Lo grave y lo ameno, los gritos del pueblo y la gravedad de “Perlados” y Grandes, y todo en función de algo mucho más alto, la sociedad animada por la Santa Iglesia, la Ciudad de Dios esbozada por San Agustín y llevada a la práctica –con las limitaciones de lo terrenal- por Don Pelayo y San Fernando de Castilla y por generaciones de héroes,  mártires y  doctores,  y  también comunes hombres, mujeres y niños del católico pueblo castellano.

 


Entretanto Fernando se encontraba en Aragón intentando poner en práctica el programa combinado con Isabel. Encontró a Zaragoza alborotada por la tiranía del converso Jiménez Gordo. Fernando lo invitó a visitarlo, lo arrestó, le proporcionó un sacerdote para que tuviera una buena muerte y lo hizo ejecutar ese mismo día. El cadáver fue expuesto en la plaza.

Estas formas, que hoy ciertamente chocan, eran propias de la época. Creemos que tenían la finalidad ejemplificadora de mostrar que no había impunidad para el mal y que la justicia real era capaz de ponerle fin. Recuerda las palabras de San Pablo, de que el príncipe tiene la espada para hacer justicia.

Difícil es graduar hasta dónde debe llegar el rigor y hasta dónde la suavidad y la dulzura. Ambos extremos se prestan a desequilibrios. Sólo la sabiduría cristiana y la gracia de Dios, que se obtienen por la oración, más aún si se lleva una vida recta como la de Isabel, pueden  inspirar las decisiones justas y las medidas acertadas, o la aplicación de buenas leyes a los casos concretos.

No le gustó a don Fernando enterarse de la coronación de la Reina. A pesar de los claros términos que la previsora Isabel pusiera en la convención matrimonial, esperaba ser el verdadero rey de Castilla. Los rumores corrieron velozmente y, al llegar a Segovia, ya había dos bandos en la corte que disputaban sobre los méritos de marido y mujer.

Intervinieron como mediadores el Cardenal de España y el Arzobispo Carrillo, pero fue Isabel quien, con tacto y dignidad, colocó a don Fernando en posición tan decorosa que no tuvo más remedio que aceptarla.

La Reina le hizo ver que “vos como mi marido sois rey de Castilla, e se ha de facer en ella lo que mandáredes; y estos reinos, placiendo a la voluntad de Dios, después de nuestros días, a vuestros hijos e míos han de quedar”. Que de otra manera podría darse que su hija Isabel viniere a casarse con un príncipe extranjero que pretendería apoderarse de las fortalezas y patrimonios reales, cayendo el Reino en manos extrañas para gran cargo de conciencia de los Reyes.

Conforme Fernando con tanta lógica y tacto, dispusieron ambos que no se hablase más de ello. A esta altura, la Reina había tenido que sufrir varios disgustos: la dispensa matrimonial falsificada y la infidelidad conyugal –que dio lugar al nacimiento de cuatro hijos de Fernando, príncipe renacentista a varios títulos. No obstante, Isabel lo quiso durante toda su vida.

Salvo excepciones, en los asuntos públicos actuarían como una sola persona: ambas firmas en los documentos, ambas caras en las monedas. “Muchos trataron de separarlos, pero ellos estaban resueltos a no disentir”. Fue Isabel un ejemplo de abnegación, de ofrecer situaciones desagradables para mantener la unión.

Es más, ambos debían hacerlo para cumplir la gigantesca obra que los esperaba: convertir la anarquía en orden, restablecer el prestigio de la corona, recuperar tierras ilegalmente entregadas por Enrique a nobles usurpadores, sanear la moneda, restablecer la prosperidad del campo y la industria, resolver el problema de judíos, moriscos y conversos, tarea casi imposible para estos jóvenes reyes sin tropas ni dinero y rodeados de enemigos. “Castilla vivía en el caos”.

La obra que planeaban realizar con Fernando se orientaba en las siguientes direcciones:

a)     eficiente administración de Justicia

b)     codificación de las leyes

c)     contención de los nobles

d)     reafirmación de derechos de la corona respecto de los derechos eclesiásticos

e)     regulación del comercio

f)      recuperación de la preeminencia de la autoridad real

(cf. “The Historians’ History of the World”, Ed. The Times, Londres, t. X, cap. VI, p. 134).

 

Isabel comenzó su reinado alejando a los parásitos heredados del anterior. Designó a hombres capaces y fieles como el Cardenal Mendoza, Canciller, el Conde de Haro, Condestable de Castilla, y Gutiérrez de Cárdenas, el tesorero. Los Reyes hicieron ejecutar a ladrones y asesinos a diestra y siniestra; los ciudadanos, labradores y toda la gente común, deseosa de paz, “estaban alegres e daban gracias a Dios”, porque “los buenos les habían amor e los malos temor”.

Los poderosos que se habían adueñado del país no estaban dispuestos a entregarse. El joven Marqués de Villena amenazaba con proclamar reina a Juana la Beltraneja si Isabel no le otorgaba el maestrazgo de la Orden de Santiago. El Arzobispo Carrillo, enojado por cuestiones de tierras, se retiró de la Corte y comenzó a dedicarse a la alquimia, actividad impropia de un hombre de Iglesia. Ambos mantenían correspondencia con el Rey de Portugal.

El Cardenal Mendoza se ofreció a dar un paso atrás para ganarlo al anciano Carrillo, cuyas respuestas evasivas despertaron sus sospechas. Para peor habían estallado querellas entre los grandes por cuestiones de intereses. La situación se agravaba: Alfonso V escribía a los Reyes que proyectaba casarse con la Beltraneja, y que eso le daba títulos para llamarse Rey de Castilla y León, jactándose del apoyo de Carrillo y otros señores.

“Isabel no podía creer que su viejo amigo Carrillo se hubiera pasado a sus enemigos”. Dictó una carta al Prelado que no obtuvo respuesta. Quien lo tuviera de su lado ganaría, pensaban todos.

Decidió entrevistarlo, previo encuentro entre el Arzobispo y el Conde de Haro. El despecho y la soberbia de Carrillo hablan en esta frase: “La quité (a la Reina) de la rueca y le di un cetro; ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca”, dijo en tono amenazador.

Al recibir el informe del Conde, la Reina se puso pálida, llevándose la mano a la cabeza y permaneciendo en silencio. Mirando al cielo se puso en manos de Nuestro Señor Jesucristo pidiendo la defensa de Aquel por quien reinan los reyes, como dice el Libro de la Sabiduría. Angustiada pero confiante montó a caballo y regresó a Toledo.

No la esperaban allí noticias agradables. Alfonso V había cruzado la frontera de Portugal con 20 mil hombres para encontrar a sus aliados castellanos en Palencia. Se había casado públicamente con la Beltraneja, proclamándose Rey y Reina de Castilla y León.

Fernando cabalgó ansiosamente al Norte reclutando un ejército. “(...) Se había hecho impopular en Castilla después de su intento de usurpar la corona, y... cualquier llamamiento que quisiera hacerse debía partir de Isabel”. Parecía claro que Alfonso V se apoderaría pronto de ella y de su reino.

“La reina Isabel, vistiendo coraza de acero sobre su sencillo vestido de brocado, apretaba silenciosa los labios mientras montaba a caballo y emprendía el camino del Norte”.


 

 

viernes, 2 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. VI - Una situación que requería sabiduría y fortaleza

 

                                                            Bonifacio VIII

CAPITULO VI

 

UNA SITUACIÓN QUE REQUERÍA SABIDURÍA Y FORTALEZA

 

 

L

as noticias de Roma eran esperanzadoras. El Papa iniciaba su reinado con planes de reforma. La organización eclesiástica “se encontraba bastante desquiciada” y así estaba la sociedad temporal. Había contribuido la terrible peste negra que se abatió sobre Europa a mediados del siglo XIV –el “mal siglo” que comenzó con la bofetada de Anagni, ultraje cometido por el representante de Felipe IV de Francia, que llevó a la muerte al Papa Bonifacio VIII por el dolor y la indignación que le causó. Veinticinco millones de personas murieron, pueblos enteros quedaron devastados. El clero estuvo a punto de extinguirse; entraron a sus filas muchas personas sin preparación, vocación ni virtudes.

El rey que ultrajó el Papado lo puso bajo su dependencia en el cautiverio de Avignon -que duró siete décadas.

Se diría que la ruptura más o menos consciente de la sociedad con la era de San Luis y San Fernando, de San Francisco y Santo Domingo, constituyó un pecado inmenso. Varias desgracias se abatieron sobre la Cristiandad.

El exilio de Avignon produjo el gran cisma. Los cristianos contemplaban azorados el espectáculo de varios pretendientes al trono de San Pedro. A pesar de todo, la Iglesia continuó transmitiendo el tesoro de la fe que Nuestro Señor le confiara. Proporcionó a toda Europa una civilización y cultura comunes “que en el siglo XIII llegaron a un nivel nunca sobrepasado hasta entonces”.

Ante el peligro de las invasiones musulmanas, la voz de San Pedro convocaba al combate en defensa de la ciudadela cristiana. Entretanto, los turcos avanzaban y devastaban vastas regiones y en 1453 tomaban por asalto Constantinopla.

Otra noticia alarmante: el envío por el Gran Turco de una flota de 400 barcos contra la isla de Eubea, que se consideraba inexpugnable. El Papa Pablo II había logrado unir a los príncipes pero su muerte, poco después, dejó a la Cristiandad en situación angustiosa.

Al sucesor en la sede pontificia le tocó hacerse cargo de dos graves problemas: creciente corrupción en la Iglesia e invasión de los turcos. La vida escandalosa de muchos prelados dificultaba la convocatoria a la cruzada, y ésta consumía energías imprescindibles para encarar la reforma.

Consideró el Papa que la defensa de la Cristiandad era lo más urgente. Sus representantes visitaron las cortes. A España se dirigió el Cardenal Borgia, vigoroso español de notables capacidades de gobierno, que luego reinaría como Alejandro VI. Su vida privada tuvo episodios lamentables que caracterizan la honda crisis moral del Renacimiento. No obstante, su magisterio pontificio, su aliento a la evangelización del Nuevo Mundo, sus intervenciones mediadoras entre España y Portugal, y otras gestiones en el orden temporal de las naciones, fueron positivas para la Cristiandad.

Su misión como nuncio fue exitosa. Encontrándose el reino al borde de la guerra civil, logró la reconciliación de Isabel con el rey Enrique, a lo que siguieron los correspondientes agasajos.

 

            *     *     *

En Alcalá se enteró doña Isabel de la “terrible matanza de conversos o judíos encubiertos” en Córdoba. Al parecer un buen sector de estos cristianos nuevos concurría abiertamente a la sinagoga, por lo que habían sido excluidos de una procesión. Al pasar la manifestación de fe frente a la casa de un converso famoso, arrojaron de su interior un recipiente de inmundicias sobre la Imagen de la Virgen.  Esto desató una “sangrienta matanza de judíos encubiertos”.

Don Alonso de Aguilar, casado con una hija del Marqués de Villena, y su hermano, Gonzalo de Córdoba (el futuro Gran Capitán), defendieron a los conversos. El estado de guerra duró cuatro años. Matanzas similares de “marranos” (*ver nota al pie) ocurrieron en otras partes; se agregó a la negra foja de servicios del “cristiano nuevo” Villena ser responsable de una de las más brutales, ocurrida en Segovia en 1474.

En esta ciudad había sido intenso el odio entre judíos y cristianos. A principios de siglo, un médico judío y sus secuaces robaron una hostia consagrada y fueron ejecutados; otros judíos intentaron envenenar al Obispo. “Y cuando Isabel tenía siete años de edad, dieciséis judíos ... fueron acusados de haber robado un niño cristiano en Semana Santa y de haberlo crucificado como afrenta a la memoria de Jesús” en un asesinato ritual.

No fue el único caso de asesinatos rituales. Ya las Partidas de Alfonso el Sabio, varios siglos antes, se refieren y condenan abominables hechos como éstos.

La trama de Villena estaba dirigida contra Cabrera, que era un converso auténtico, un católico fiel, casado con Beatriz de Bobadilla, amiga de la infancia de Isabel –la que estaba dispuesta hasta la lucha armada para librarla del casamiento forzado con el falso converso Girón.

 

Cuando Isabel y Fernando llegaron a Segovia, el lugar hedía a incendio y muerte. Isabel felicitó a Cabrera por su valor en combatir las fuerzas de Villena protegiendo a los conversos, y censuró a los fanáticos instrumentos de éste. Poco antes había evitado una matanza similar en Valladolid, lo que le costó perder muchos partidarios y verse obligada a huir con Fernando y el Arzobispo.

Ahora tenía el hecho espantoso frente a sí, pudiendo contemplar las consecuencias del odio entre cristianos y judíos. ¿Cómo podía salvarse el país de la ruina y de una segunda conquista mahometana, que deseaban los judíos y pseudo-conversos? ¿Cómo lograr que no explotaran a los cristianos e hicieran prosélitos para destruir la Cristiandad? ¿Qué hacer para terminar con las matanzas?

Isabel y Fernando llegaron a la conclusión de que era necesario un gobierno suficientemente fuerte para ser temido y respetado por todos. Los acontecimientos los favorecían. Su implacable enemigo Villena murió en el mismo año. El rey Enrique se enfermó, y después de confesar sus pecados (con el prior del monasterio que hiciera levantar por las hazañas de don Beltrán), entregó su alma, negándose inflexiblemente a declarar si la Beltraneja era o no su hija. Un final bastante lamentable, de acuerdo a su vida: “su reinado es, acaso, el más triste y desgraciado que nunca hubo en España” (José María Pemán, de la Real Academia Española, “La Historia de España contada con sencillez”, Escelicer SA, cap. XVI).

 

Isabel recibió la noticia en Segovia. Vistió luto y fue a la Iglesia de San Miguel a rezar por el alma de Enrique. Al volver al castillo, Cabrera y los grandes de Segovia le anunciaron que al día siguiente, festividad de Santa Lucía, sería coronada Reina de Castilla.

Su sueño de Princesa niña, de poner el poder real al servicio del alto ideal de sociedad cristiana, venía a su encuentro por esta serie de acontecimientos.

De un reino en caos iba a nacer la España pujante y pionera de los Tiempos Modernos.

 Marrano: “nota: converso dudoso de origen judío”, cf. Cap. III

Luis María Mesquita Errea

SIGUE EN CAP. VII

 

 

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. V - La unión amenazada

 



LA UNIÓN AMENAZADA


M

inutos después se hacía presente el Arzobispo Carrillo “bardé de fer” –según la gráfica expresión francesa-, todo cubierto del hierro de su armadura toledana.

Era una extraña mezcla de sacerdote y soldado, guerrero y hombre de corte, que buscaba los favores reales para distribuirlos entre sus partidarios. A pesar de sus grandes recursos andaba pobre por estos menesteres; se había demorado por la dificultad en reunir fondos para pagar a los soldados.

Isabel recorrió veinte leguas a caballo en su compañía hasta Valladolid. El Arzobispo consideraba que, a pesar de las aclamaciones de la población, las fuerzas no bastaban para defender a doña Isabel de su medio hermano, el Rey Enrique, a menos que el príncipe Fernando cruzara desde Aragón por tierras de los Mendoza, adictos al rey, a formalizar el casamiento. Esto, llegado el caso, le permitiría a la Princesa huir a dicho reino.

El Príncipe Fernando les  hizo decir que intentaría pasar sin ser notado. Poco después salía disfrazado de arriero con una pequeña caravana de mercaderes, lo más de prisa que las mulas y burros cargados lo permitían, andando de noche por caminos solitarios.

Poco acostumbrado a su disfraz y preocupado por la situación, don Fernando se impacientaba. Luego de cruzar la zona peligrosa llegó al Burgo de Osma. Confundidos con una tropa de ladrones les arrojaron piedras. “¿Queréis matarme, locos? –gritó- ¡soy don Fernando, dejadme entrar!”, para gran apuro del alcaide del castillo, que al día siguiente lo acompañó al palacio de Juan de Vivero a encontrarse con doña Isabel.

La Princesa tenía dieciocho años, era de cuerpo robusto y de finas proporciones, graciosa y distinguida, de rasgos puros, gestos bellos y armoniosos, voz clara, suave y musical. Era prima segunda de Fernando quien, como ella, descendía de Juan de Gante, de la casa de Lancaster.

 


 El Príncipe parecía tener más que sus diecisiete años reales. Su frente ancha denotaba tendencia a la calvicie, y sus ojos eran penetrantes bajo las cejas pobladas. Sencillo, sobrio y dueño de sí mismo, era siempre el príncipe. Su sonrisa era agradable, su voz dura y autoritaria, aunque sabía caer bien cuando se lo proponía. Isabel lo amó desde el primer momento.

Al día siguiente le escribió al Rey Enrique anunciándole su intención de casarse con Fernando, pidiéndole su bendición. Estaba decidida a dar el paso pero prefería hacerlo con consentimiento. Había un obstáculo más serio, la necesidad de dispensa. El padre de don Fernando había hecho confeccionar un breve de dispensa. Esto calmó los escrúpulos de la Princesa, que ignoraba que no era auténtico, por lo que más tarde, al enterarse, no descansó hasta obtenerla. El Arzobispo celebró el matrimonio seis días después.

Para proteger el Reino castellano de una eventual agresión aragonesa, Isabel insistió en que Fernando jurase formalmente respetar todas las leyes y costumbres de Castilla, fijar allí su residencia y no abandonarla sin su consentimiento; no hacer nombramientos sin su aprobación, dejar en manos de ella  los de eclesiásticos, continuar la guerra santa contra los moros de Granada, proveer lo necesario a su madre, en Arévalo, y tratar al Rey Enrique con respeto y devoción como legal gobernante de Castilla.

Todas las ordenanzas reales debían ser firmadas conjuntamente por Isabel y Fernando, y si Isabel sucedía a Enrique, ella sería la indiscutida soberana de Castilla, usando Fernando, por cortesía, el título de Rey.

Era característico del recto y lúcido entendimiento de Isabel dejar claramente establecidas las cosas desde el principio con estas murallas protectoras de los fueros castellanos y los suyos propios. Más aún en tiempos en que el maquiavelismo se insinuaba en la vida política de los reinos cristianos.

Si nuestras ciudades del Tucumán del siglo XVI y sus jurisdicciones, y otras ciudades históricas argentinas que ahora son “del interior”, se hubiesen inspirado en el ejemplo de esta Reina firme y vigilante, y defendido así su autonomía, no habrían sido asfixiadas por el centralismo que se abatió desde temprano en nuestro país.

No por el afecto que los unía dejaban de ser muy diferentes. Isabel tenía mejor educación, un espíritu más elevado y magnánimo y convicciones sólidas. Detestaba a los libertinos, charlatanes, bribones, adivinos, acróbatas “y otros vulgares fulleros”.

Le gustaba la poesía y la música, la equitación y la caza, y la conversación elevada. Los dos tenían mucha fe, lo que les servía para allanar las diferencias. Ella asistía a misa diariamente y rezaba oraciones especiales, aparte de “muchas privadas y extraordinarias devociones”.

El Rey Enrique IV de Castilla no envió su consentimiento y la trató de rebelde, rompiendo el tratado de Toros de Guisando. Al año, su hermana dio a luz la primera hija, que se llamó, como ella, Isabel. Poco después tomó la pluma ofreciéndole a su medio hermano nuevamente su lealtad, pero esta vez con una advertencia: le manifestaba que, si persistía tratándola como enemiga, tomaría todas las medidas que creyera convenientes, apelando a la justicia de Dios.

Este gesto guarda afinidad con otros que ya hemos comentado. Muestra a una princesa que vivía en la presencia de Dios; que cuidaba hasta los últimos detalles importantes de la realidad, poniéndola en el horizonte de la Justicia divina. No aceptaba la visión humanista, antecesora de la liberal que, como esos indiferentes de los que habla el Profeta Sofonías dicen: “Dios no hace bien ni hace mal”... . Bien creía ella en la intervención de Dios en la historia.

Enrique resolvió hacer la guerra a los príncipes, prometiendo su hija, la Beltraneja, al Duque de Guyenne para atraerse la alianza del poderoso Luis XI de Francia, con el apoyo del Papa Paulo II (decisión política obviamente situada fuera del campo de alcance de la infalibilidad pontificia que, conforme a la doctrina católica, abarca únicamente a las definiciones doctrinales universales en materia de fe y moral).

El reino de Castilla se hallaba en caos durante aquel duro invierno. Los caminos infestados de ladrones, la moneda desvalorizada, la población presa de hambre y necesidades y las campanas doblando por los muertos de la peste.

La primavera trajo, junto con la sonrisa de la naturaleza, un vuelco providencial. Dos provincias se pronunciaron a favor de Isabel. Aranda de Duero la aclamó como soberana. El Duque de Guyenne murió repentinamente rompiéndose la estratégica alianza francesa. En el verano de 1471 también llegó la noticia de la muerte de Pablo II. Los ojos de Isabel se fijaron con esperanza en la ascensión de Sixto IV, un sabio y devoto franciscano.

La Providencia parecía intervenir a su favor...

Luis María Mesquita Errea

SIGUE EN CAP. VI




 

 

 

 

 

 

jueves, 1 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. IV - "¡Dios no lo ha de permitir!"

 




CAPITULO IV

 

“¡DIOS NO LO HA DE PERMITIR...!”

 

L

os caminos próximos a Villarreal ven pasar una comitiva a pendones desplegados que indicaban la presencia de algún personaje importante. Era don Pedro Girón, impacientado porque se hacía la noche y quería llegar a su destino. Lo esperaba, pensaba él, una real novia que abriría las puertas de un altísimo porvenir al descendiente de Ruy Capón.

Gran Maestre de Calatrava, una de las gloriosas milicias ecuestres de España, parecía estar a cubierto de las contrariedades del común de los mortales. Mas aquella noche se enfermó gravemente. Pareció como que una mano invisible lo fuera estrangulando por momentos. Finalmente, se enteró que su mal no tenía cura y le ofrecieron el remedio de las horas supremas que abre las puertas de la felicidad eterna.

Al ofrecérsele un sacerdote que le diese los Sacramentos dejó de fingirse cristiano y rehusó recibirlos o rezar. Tres días después de su partida moría Pedro Girón, blasfemando contra Dios por rehusarle unos días más para
disfrutar de sus frustradas bodas reales. No omitió disponer de sus bienes, que dejó en herencia a los hijos bastardos que tenía.

“Doña Isabel recibió la noticia de su muerte con lágrimas de alegría y gratitud, y se dirigió apresuradamente a la capilla para dar gracias a Dios”. No era para menos en aquella a quien Dios llamaba a ser “la Católica”, la Madre de un Nuevo Mundo que nacería a la Fe gracias a ella –como instrumento de altos designios providenciales-, a quien se pretendía unir en matrimonio con un pérfido enemigo de la fe.

Al rey Enrique y al hermano del muerto la noticia les cayó como rayo. Villena abandonó al rey y se pasó nuevamente al campo de quienes le resistían. Este, que contaba con fuerzas numerosas, se dispuso esta vez a luchar.

Verano de 1467. El reino de Castilla se encontraba en estado lamentable con asaltos, incendios y asesinatos diarios. En Toledo guerreaban los “marranos” o conversos dudosos y los cristianos. Los judíos habían adquirido los derechos sobre el impuesto al pan, que aquejaba a los pobres.

Los marranos atacaron a los cristianos viejos en la Catedral; la sangre corrió a torrentes en el lugar sagrado. De los pueblos vecinos vinieron refuerzos para los cristianos y los cabecillas marranos fueron colgados de la horca.

En esas horas turbulentas y confusas llegaba a Toledo el Príncipe Alfonso, de catorce años, con Villena y el Arzobispo Carrillo. Los cristianos viejos le ofrecieron su apoyo a cambio de aprobar la matanza y otras medidas que pensaban tomar contra los conversos, pero el Príncipe les negó su aprobación:

“Dios no querrá que yo apruebe tal injusticia –dijo decididamente. Aunque ame el poder, no deseo comprarlo a tal precio”.

El Marqués de Villena trataba de aumentar su influencia sobre el pretendiente.

¡Cuántas veces en la historia, “Villenas” de toda laya se ubicarían junto a altos personajes de la Cristiandad! Sería interesante investigar el rol de los Necker, los Aranda, los Godoy y tantos otros en las horas cruciales de las grandes decisiones o de las grandes crisis, torciendo el rumbo hacia el abismo.

Ambos ejércitos se enfrentaron. El Príncipe Alfonso, el Arzobispo y su enemigo, don Beltrán de la Cueva, demostraron su coraje de varias maneras en esa triste batalla cuya victoria se adjudicaron ambos bandos. Isabel permanecía en Segovia con la reina Juana y la Beltraneja. Repentinamente, su hermano se enfermó. Cuando llegó la princesa, lo halló muerto. No hay certeza sobre las causas.
Después del funeral se retiró al convento cisterciense de Santa Ana. El Arzobispo Carrillo le ofreció la adhesión de los rebeldes y apoyo para su pretensión al trono de Castilla contra el rey Enrique. Contestó que su hermano era el legítimo rey por haber recibido el cetro de su padre, Juan II, y que nunca intentaría llegar al trono por medios ilegítimos, no fuera que, haciéndolo, perdiera la gracia y la bendición de Dios. A los ruegos de Carrillo respondió con suave pero firme negativa.
Hay en esto un estilo y un perfume que atraen.

Faltos de un príncipe por cuyos derechos luchar, los caballeros debieron envainar momentáneamente la espada. Los términos del Tratado de Toros de Guisando, que firmaron con el Rey,  resultaron muy favorables para Isabel, pues su real hermano la reconocía como heredera, comprometiéndose a convocar
las Cortes para ratificar el título y a no casarla sin su consentimiento. Después de firmar el acuerdo la abrazó afectuosamente y los bravos nobles se adelantaron a besar su mano.

Pero pronto se vio que, instigado por el impenitente Villena, estaba haciendo un doble juego. Disolvió las Cortes sin ratificar el tratado y dispuso casar a la princesa con Alfonso V, quien envió una embajada encabezada por el Arzobispo de Lisboa para obtener el consentimiento de doña Isabel.

La princesa tenía ahora tres pretendientes, contando al Duque de Guyenne, hermano de Luis XI de Francia, y al príncipe Fernando de Aragón, a quien había sido prometida en su niñez. Secretamente envió a su capellán a París y a Zaragoza para que los observara de cerca. El informe fue que el francés
era débil y afeminado –no parecía de la raza de San Luis- y que don Fernando era proporcionado, de rostro bien compuesto, ojos rientes y buena
complexión.
La opción era evidente y el Arzobispo la apoyó, previendo que el casamiento con Fernando haría de los grandes reinos de Castilla y Aragón una nación poderosa. Esto bastaba para que el rey Enrique se opusiera. Isabel dilató las cosas prudentemente, obligando a Enrique a pedir a Roma una dispensa para el proyectado casamiento con el rey Alfonso de Portugal. Aplicaba el precepto evangélico de ser inocente como la paloma pero también astuta como la serpiente, aunque sin su malicia.

Enterado el rey por Villena de estas maniobras defensivas, ordenó el arresto de su hermana.

Pero había un pueblo... que enterado de la orden se opuso armas en mano.
Hasta los niños tomaron parte en la manifestación popular, enarbolando los pendones de Castilla y Aragón, entonando cantos por Isabel y Fernando.
Isabel se dirigió a Madrigal de las Altas Torres, el pueblo de nombre musical que la viera nacer. Esperaba mensajeros. Las noticias no eran buenas. Fernando estaba complicado con rebeliones de catalanes alentados por Luis XI y no podía dejar el reino. Pero había firmado su compromiso matrimonial y enviado como dote y prueba un collar bellísimo de perlas y
rubíes, que junto con otros fondos hacía unos 50 mil florines de oro.
Ante la insistencia de los mensajeros de don Alfonso V, respondía con evasivas que revelaban un designio firme y una gran Fe. Les decía que:
“Antes que nada, debo rogar a Dios en todos mis negocios, especialmente en éste..., que muestre su voluntad y me haga seguir aquello que sea en su servicio y bien de estos reinos”.

La voluntad de Dios sobre la princesa y el reino, la clave de una monarquía cristiana...
Villena, enterado por sus espías del compromiso y de las características del collar, estaba furioso de frustración y envidia, que contagió al rey. Salen fuerzas de caballería para intentar una vez más arrestar a la princesa.
Isabel esperó, envuelta en preocupaciones angustiosas. No sabía dónde estaba el aguerrido Arzobispo que le prometiera protección. Se oyeron gritos, corridas y sonido de cascos de caballos en el empedrado. La princesa se puso de rodillas y comenzó a rezar.

Luis María Mesquita Errea

 SIGUE EN CAP. V


 

 

 



LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. III - Resistencia heroica al ambiente - Reacciones y una terrible encrucijada

 

CAPITULO III

 

RESISTENCIA HEROICA AL AMBIENTE, REACCIONES Y UNA TERRIBLE ENCRUCIJADA

 

 

A

zorado, el buen pueblo de Madrid veía pasar una bulliciosa tropa de damiselas de la Corte, que dejaban mucho que desear en vestimenta y actitud. La ciudad vivía una fiebre renacentista de bailes, torneos, espectáculos, comedias, corridas de toros, intrigas y escándalos. Los pobres niños Isabel y Alfonso venían del ambiente austero de Arévalo a encontrarse en medio de una atmósfera de blasfemias y situaciones indecorosas.

Por una protección especial de la Virgen, vivieron en ese medio sin contaminarse y “salieron de ella con un odio, para toda su vida, contra la inmoralidad reinante y sus causas, entre las cuales reconocían la influencia de los moros y judíos”.

Odio y resistencia al mal y al pecado, virtud olvidada...

La reina Juana tuvo la audacia de instar a su joven cuñada a participar del libertinaje de la corte; la princesa, golpeada por la propuesta, rompió a llorar con su hermano Alfonso. Este, que tenía sólo catorce años, se dirigió resueltamente a la reina y le prohibió que en lo sucesivo causara daño alguna a su hermana. Después increpó a algunas damas de compañía, amenazándolas de muerte si en adelante intentaban corromperla.

Ambos hermanos se querían tiernamente “porque se habían criado juntos y juntos se habían educado en el horror y condenación de las costumbres de aquella Corte podrida” (José María Pemán, de la Real Academia Española, “La Historia de España contada con sencillez”, Escelicer SA, cap. XVI, p. 152).

En otros aspectos, la educación de los niños estaba siendo acorde con su situación, pero a don Alfonso le dieron un preceptor, que realizó sin éxito esfuerzos para corromperlo.

Nobles y pueblo empezaron a vislumbrar la posibilidad de oponer ambos príncipes a la Beltraneja ilegítima. La situación del rey se complicó pues removió al príncipe Alfonso del cargo de gran maestre de la Orden de Santiago, reemplazándolo por don Beltrán, a pesar de no ser príncipe. A Villena también le molestó, pues quería ese honor para él mismo, enojo que creció al enterarse de las tratativas para casar a doña Isabel con el rey Alfonso V de Portugal. Este rey se quedó tan prendado de ella que le ofreció a la princesa castellana de doce años ser reina de Portugal.

Isabel le agradeció el honor pero le contestó hábilmente que, de acuerdo a las leyes castellanas y el mandato que le diera en vida el rey su padre, no podía contraer matrimonio sin la aprobación de los tres estados castellanos reunidos en cortes. Una elocuente muestra de que el estado medieval estamental y orgánico aún estaba vigente.

A la vuelta a Madrid, dolorosa sorpresa: su hermano había sido secuestrado por el rey y encerrado en el Alcázar, interrumpiéndose toda comunicación entre ambos. Don Alfonso se las ingenió para pedir ayuda al Arzobispo de Toledo, hombre de su época, más guerrero que sacerdote.

El arzobispo encabezó un grupo de nobles y guerreros dirigiéndole al rey sus memorables “representaciones” públicas, censurándolo por su conducta y sus blasfemos compañeros, reprochándoles “pecados...que son ... mancha de locura en la naturaleza humana”, causando “la ruina de los reinos”, como violaciones de la guardia mora no sólo a mujeres sino aún a hombres.

Acusaban al rey de “haber destruido la prosperidad de las clases trabajadoras cristianas al permitir a moros y judíos explotarlas”, dañar la justicia y el gobierno y permitir que quedaran sin castigo horrendos crímenes; y de haber “corrompido a la Iglesia al remover de sus sedes a buenos obispos, reemplazándolos por hipócritas y políticos”. Denunciaban la influencia del favorito Beltrán y abiertamente le decían al monarca:

“Doña Juana, la que llaman la princesa, no es vuestra hija”. Finalmente acusaban a don Beltrán de tramar el asesinato de doña Isabel y don Alfonso para asegurar la ascensión al trono de su hija, la Beltraneja.

Admirable esta viril reacción de la Nobleza española. Veamos lo que pasó...

La reacción dividió los campos pero no faltaron aquellos que ponían la legitimidad formal del Rey por encima del derecho de Dios y del reino a que se pusiera fin a semejantes desórdenes. Lamentablemente, entre éstos se contaba el anciano Obispo de Cuenca, que incitaba a la guerra contra los resistentes.

Como el Rey era pacifista, recurrió a los buenos oficios del intrigante Marqués de Villena, promovido al  puesto clave de mediador.

La fuerza de la reacción se plasmó en el Acuerdo de Medina del Campo: Enrique repudiaba virtualmente a la Beltraneja al reconocer a Alfonso como príncipe de Asturias y legítimo heredero del trono de Castilla,  y se comprometía a confesar sus pecados y recibir la sagrada Comunión.

El Rey confió la custodia del príncipe al Marqués de Villena, dándole así una enorme ventaja. A pesar del acuerdo con Enrique IV, el Marqués, el Arzobispo Carrillo y el Almirante de Castilla proclamaron a don Alfonso rey de Castilla. Para ello se dirigieron hacia Avila, donde el pueblo los seguía en caravana gritando “¡Larga vida tenga el rey Alfonso!”.

En una vega se había instalado un trono con una efigie de trapo del rey Enrique IV, con corona, cetro y la gran espada de la justicia real. Luego de la misa, se le quitó la corona y las insignias y se hizo rodar el maniquí por el suelo. El príncipe Alfonso fue conducido al trono y coronado rey de Castilla.

El hecho provocó una reacción a favor del desgraciado rey, que se lamentaba entonando tristes canciones bíblicas. El pueblo, que veneraba la Monarquía, se sintió chocado. Villena aprovechó la coyuntura para ofrecer sus servicios y formular una propuesta maquiavélica: que el rey desterrara a don Beltrán y casara a la princesa Isabel con su hermano, el Marqués Pedro Girón; él se encargaría de custodiar al Príncipe Alfonso.

“El rey escuchó fríamente esta propuesta del marrano (nota: converso dudoso de origen judío) de pésima reputación que quería unirse a la realeza castellana, y dio su consentimiento”.

En años anteriores se habían tejido proyectos de casamiento para la joven Isabel: Fernando de Aragón, Carlos de Viana, Alfonso V de Portugal, el futuro Ricardo III de Inglaterra, príncipes de sangre real, con cualidades reconocidas, todo lo cual le faltaba al pretendiente Girón.

Se da ahora uno de los hechos significativos de su vida.

Afligida y alarmada, desprovista de todo auxilio humano, recurrió Isabel a la ayuda de Dios, empuñando la palanca de la oración. Se encerró en su cuarto, ayunando tres días. Tres días con sus noches los pasó de rodillas ante el crucifijo, “suplicando fervorosamente a Dios que le mandara la muerte a ella o a don Pedro Girón”.

Su amiga Beatriz de Bobadilla, blandiendo una daga, proclamó que antes mataría a don Pedro que permitir el casamiento:

“¡Dios no lo ha de permitir, ni tampoco yo!”

Luis María Mesquita Errea

SIGUE EN CAP. IV