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inutos después se
hacía presente el Arzobispo Carrillo “bardé de fer” –según la gráfica expresión
francesa-, todo cubierto del hierro de su armadura toledana.
Era una extraña
mezcla de sacerdote y soldado, guerrero y hombre de corte, que buscaba los
favores reales para distribuirlos entre sus partidarios. A pesar de sus grandes
recursos andaba pobre por estos menesteres; se había demorado por la dificultad
en reunir fondos para pagar a los soldados.
Isabel recorrió veinte
leguas a caballo en su compañía hasta Valladolid. El Arzobispo consideraba que,
a pesar de las aclamaciones de la población, las fuerzas no bastaban para
defender a doña Isabel de su medio hermano, el Rey Enrique, a menos que el
príncipe Fernando cruzara desde Aragón por tierras de los Mendoza, adictos al
rey, a formalizar el casamiento. Esto, llegado el caso, le permitiría a
El Príncipe Fernando
les hizo decir que intentaría pasar sin
ser notado. Poco después salía disfrazado de arriero con una pequeña caravana
de mercaderes, lo más de prisa que las mulas y burros cargados lo permitían,
andando de noche por caminos solitarios.
Poco acostumbrado a
su disfraz y preocupado por la situación, don Fernando se impacientaba. Luego
de cruzar la zona peligrosa llegó al Burgo de Osma. Confundidos con una tropa
de ladrones les arrojaron piedras. “¿Queréis matarme, locos? –gritó- ¡soy don
Fernando, dejadme entrar!”, para gran apuro del alcaide del castillo, que al
día siguiente lo acompañó al palacio de Juan de Vivero a encontrarse con doña
Isabel.
Al día siguiente le
escribió al Rey Enrique anunciándole su intención de casarse con Fernando,
pidiéndole su bendición. Estaba decidida a dar el paso pero prefería hacerlo
con consentimiento. Había un obstáculo más serio, la necesidad de dispensa. El
padre de don Fernando había hecho confeccionar un breve de dispensa. Esto calmó
los escrúpulos de
Para proteger el
Reino castellano de una eventual agresión aragonesa, Isabel insistió en que
Fernando jurase formalmente respetar todas las leyes y costumbres de Castilla,
fijar allí su residencia y no abandonarla sin su consentimiento; no hacer
nombramientos sin su aprobación, dejar en manos de ella los de eclesiásticos, continuar la guerra
santa contra los moros de Granada, proveer lo necesario a su madre, en Arévalo,
y tratar al Rey Enrique con respeto y devoción como legal gobernante de
Castilla.
Todas las ordenanzas
reales debían ser firmadas conjuntamente por Isabel y Fernando, y si Isabel
sucedía a Enrique, ella sería la indiscutida soberana de Castilla, usando
Fernando, por cortesía, el título de Rey.
Era característico
del recto y lúcido entendimiento de Isabel dejar claramente establecidas las
cosas desde el principio con estas murallas protectoras de los fueros
castellanos y los suyos propios. Más aún en tiempos en que el maquiavelismo se
insinuaba en la vida política de los reinos cristianos.
Si nuestras ciudades del Tucumán del siglo XVI y sus jurisdicciones, y otras ciudades históricas argentinas que ahora son “del interior”, se hubiesen inspirado en el ejemplo de esta Reina firme y vigilante, y defendido así su autonomía, no habrían sido asfixiadas por el centralismo que se abatió desde temprano en nuestro país.
No por el afecto que
los unía dejaban de ser muy diferentes. Isabel tenía mejor educación, un
espíritu más elevado y magnánimo y convicciones sólidas. Detestaba a los
libertinos, charlatanes, bribones, adivinos, acróbatas “y otros vulgares
fulleros”.
Le gustaba la poesía y la música, la equitación y la caza, y la conversación elevada. Los dos tenían mucha fe, lo que les servía para allanar las diferencias. Ella asistía a misa diariamente y rezaba oraciones especiales, aparte de “muchas privadas y extraordinarias devociones”.
El Rey Enrique IV de
Castilla no envió su consentimiento y la trató de rebelde, rompiendo el tratado
de Toros de Guisando. Al año, su hermana dio a luz la primera hija, que se
llamó, como ella, Isabel. Poco después tomó la pluma ofreciéndole a su medio
hermano nuevamente su lealtad, pero esta vez con una advertencia: le
manifestaba que, si persistía tratándola como enemiga, tomaría todas las
medidas que creyera convenientes, apelando a la justicia de Dios.
Este gesto guarda
afinidad con otros que ya hemos comentado. Muestra a una princesa que vivía en
la presencia de Dios; que cuidaba hasta los últimos detalles importantes de la
realidad, poniéndola en el horizonte de
Enrique resolvió
hacer la guerra a los príncipes, prometiendo su hija,
El reino de Castilla
se hallaba en caos durante aquel duro invierno. Los caminos infestados de
ladrones, la moneda desvalorizada, la población presa de hambre y necesidades y
las campanas doblando por los muertos de la peste.
La primavera trajo,
junto con la sonrisa de la naturaleza, un vuelco providencial. Dos provincias
se pronunciaron a favor de Isabel. Aranda de Duero la aclamó como soberana. El Duque
de Guyenne murió repentinamente rompiéndose la estratégica alianza francesa. En
el verano de 1471 también llegó la noticia de la muerte de Pablo II. Los ojos
de Isabel se fijaron con esperanza en la ascensión de Sixto IV, un sabio y
devoto franciscano.
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. VI
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