viernes, 2 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. V - La unión amenazada

 



LA UNIÓN AMENAZADA


M

inutos después se hacía presente el Arzobispo Carrillo “bardé de fer” –según la gráfica expresión francesa-, todo cubierto del hierro de su armadura toledana.

Era una extraña mezcla de sacerdote y soldado, guerrero y hombre de corte, que buscaba los favores reales para distribuirlos entre sus partidarios. A pesar de sus grandes recursos andaba pobre por estos menesteres; se había demorado por la dificultad en reunir fondos para pagar a los soldados.

Isabel recorrió veinte leguas a caballo en su compañía hasta Valladolid. El Arzobispo consideraba que, a pesar de las aclamaciones de la población, las fuerzas no bastaban para defender a doña Isabel de su medio hermano, el Rey Enrique, a menos que el príncipe Fernando cruzara desde Aragón por tierras de los Mendoza, adictos al rey, a formalizar el casamiento. Esto, llegado el caso, le permitiría a la Princesa huir a dicho reino.

El Príncipe Fernando les  hizo decir que intentaría pasar sin ser notado. Poco después salía disfrazado de arriero con una pequeña caravana de mercaderes, lo más de prisa que las mulas y burros cargados lo permitían, andando de noche por caminos solitarios.

Poco acostumbrado a su disfraz y preocupado por la situación, don Fernando se impacientaba. Luego de cruzar la zona peligrosa llegó al Burgo de Osma. Confundidos con una tropa de ladrones les arrojaron piedras. “¿Queréis matarme, locos? –gritó- ¡soy don Fernando, dejadme entrar!”, para gran apuro del alcaide del castillo, que al día siguiente lo acompañó al palacio de Juan de Vivero a encontrarse con doña Isabel.

La Princesa tenía dieciocho años, era de cuerpo robusto y de finas proporciones, graciosa y distinguida, de rasgos puros, gestos bellos y armoniosos, voz clara, suave y musical. Era prima segunda de Fernando quien, como ella, descendía de Juan de Gante, de la casa de Lancaster.

 


 El Príncipe parecía tener más que sus diecisiete años reales. Su frente ancha denotaba tendencia a la calvicie, y sus ojos eran penetrantes bajo las cejas pobladas. Sencillo, sobrio y dueño de sí mismo, era siempre el príncipe. Su sonrisa era agradable, su voz dura y autoritaria, aunque sabía caer bien cuando se lo proponía. Isabel lo amó desde el primer momento.

Al día siguiente le escribió al Rey Enrique anunciándole su intención de casarse con Fernando, pidiéndole su bendición. Estaba decidida a dar el paso pero prefería hacerlo con consentimiento. Había un obstáculo más serio, la necesidad de dispensa. El padre de don Fernando había hecho confeccionar un breve de dispensa. Esto calmó los escrúpulos de la Princesa, que ignoraba que no era auténtico, por lo que más tarde, al enterarse, no descansó hasta obtenerla. El Arzobispo celebró el matrimonio seis días después.

Para proteger el Reino castellano de una eventual agresión aragonesa, Isabel insistió en que Fernando jurase formalmente respetar todas las leyes y costumbres de Castilla, fijar allí su residencia y no abandonarla sin su consentimiento; no hacer nombramientos sin su aprobación, dejar en manos de ella  los de eclesiásticos, continuar la guerra santa contra los moros de Granada, proveer lo necesario a su madre, en Arévalo, y tratar al Rey Enrique con respeto y devoción como legal gobernante de Castilla.

Todas las ordenanzas reales debían ser firmadas conjuntamente por Isabel y Fernando, y si Isabel sucedía a Enrique, ella sería la indiscutida soberana de Castilla, usando Fernando, por cortesía, el título de Rey.

Era característico del recto y lúcido entendimiento de Isabel dejar claramente establecidas las cosas desde el principio con estas murallas protectoras de los fueros castellanos y los suyos propios. Más aún en tiempos en que el maquiavelismo se insinuaba en la vida política de los reinos cristianos.

Si nuestras ciudades del Tucumán del siglo XVI y sus jurisdicciones, y otras ciudades históricas argentinas que ahora son “del interior”, se hubiesen inspirado en el ejemplo de esta Reina firme y vigilante, y defendido así su autonomía, no habrían sido asfixiadas por el centralismo que se abatió desde temprano en nuestro país.

No por el afecto que los unía dejaban de ser muy diferentes. Isabel tenía mejor educación, un espíritu más elevado y magnánimo y convicciones sólidas. Detestaba a los libertinos, charlatanes, bribones, adivinos, acróbatas “y otros vulgares fulleros”.

Le gustaba la poesía y la música, la equitación y la caza, y la conversación elevada. Los dos tenían mucha fe, lo que les servía para allanar las diferencias. Ella asistía a misa diariamente y rezaba oraciones especiales, aparte de “muchas privadas y extraordinarias devociones”.

El Rey Enrique IV de Castilla no envió su consentimiento y la trató de rebelde, rompiendo el tratado de Toros de Guisando. Al año, su hermana dio a luz la primera hija, que se llamó, como ella, Isabel. Poco después tomó la pluma ofreciéndole a su medio hermano nuevamente su lealtad, pero esta vez con una advertencia: le manifestaba que, si persistía tratándola como enemiga, tomaría todas las medidas que creyera convenientes, apelando a la justicia de Dios.

Este gesto guarda afinidad con otros que ya hemos comentado. Muestra a una princesa que vivía en la presencia de Dios; que cuidaba hasta los últimos detalles importantes de la realidad, poniéndola en el horizonte de la Justicia divina. No aceptaba la visión humanista, antecesora de la liberal que, como esos indiferentes de los que habla el Profeta Sofonías dicen: “Dios no hace bien ni hace mal”... . Bien creía ella en la intervención de Dios en la historia.

Enrique resolvió hacer la guerra a los príncipes, prometiendo su hija, la Beltraneja, al Duque de Guyenne para atraerse la alianza del poderoso Luis XI de Francia, con el apoyo del Papa Paulo II (decisión política obviamente situada fuera del campo de alcance de la infalibilidad pontificia que, conforme a la doctrina católica, abarca únicamente a las definiciones doctrinales universales en materia de fe y moral).

El reino de Castilla se hallaba en caos durante aquel duro invierno. Los caminos infestados de ladrones, la moneda desvalorizada, la población presa de hambre y necesidades y las campanas doblando por los muertos de la peste.

La primavera trajo, junto con la sonrisa de la naturaleza, un vuelco providencial. Dos provincias se pronunciaron a favor de Isabel. Aranda de Duero la aclamó como soberana. El Duque de Guyenne murió repentinamente rompiéndose la estratégica alianza francesa. En el verano de 1471 también llegó la noticia de la muerte de Pablo II. Los ojos de Isabel se fijaron con esperanza en la ascensión de Sixto IV, un sabio y devoto franciscano.

La Providencia parecía intervenir a su favor...

Luis María Mesquita Errea

SIGUE EN CAP. VI




 

 

 

 

 

 

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