jueves, 1 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. IV - "¡Dios no lo ha de permitir!"

 




CAPITULO IV

 

“¡DIOS NO LO HA DE PERMITIR...!”

 

L

os caminos próximos a Villarreal ven pasar una comitiva a pendones desplegados que indicaban la presencia de algún personaje importante. Era don Pedro Girón, impacientado porque se hacía la noche y quería llegar a su destino. Lo esperaba, pensaba él, una real novia que abriría las puertas de un altísimo porvenir al descendiente de Ruy Capón.

Gran Maestre de Calatrava, una de las gloriosas milicias ecuestres de España, parecía estar a cubierto de las contrariedades del común de los mortales. Mas aquella noche se enfermó gravemente. Pareció como que una mano invisible lo fuera estrangulando por momentos. Finalmente, se enteró que su mal no tenía cura y le ofrecieron el remedio de las horas supremas que abre las puertas de la felicidad eterna.

Al ofrecérsele un sacerdote que le diese los Sacramentos dejó de fingirse cristiano y rehusó recibirlos o rezar. Tres días después de su partida moría Pedro Girón, blasfemando contra Dios por rehusarle unos días más para
disfrutar de sus frustradas bodas reales. No omitió disponer de sus bienes, que dejó en herencia a los hijos bastardos que tenía.

“Doña Isabel recibió la noticia de su muerte con lágrimas de alegría y gratitud, y se dirigió apresuradamente a la capilla para dar gracias a Dios”. No era para menos en aquella a quien Dios llamaba a ser “la Católica”, la Madre de un Nuevo Mundo que nacería a la Fe gracias a ella –como instrumento de altos designios providenciales-, a quien se pretendía unir en matrimonio con un pérfido enemigo de la fe.

Al rey Enrique y al hermano del muerto la noticia les cayó como rayo. Villena abandonó al rey y se pasó nuevamente al campo de quienes le resistían. Este, que contaba con fuerzas numerosas, se dispuso esta vez a luchar.

Verano de 1467. El reino de Castilla se encontraba en estado lamentable con asaltos, incendios y asesinatos diarios. En Toledo guerreaban los “marranos” o conversos dudosos y los cristianos. Los judíos habían adquirido los derechos sobre el impuesto al pan, que aquejaba a los pobres.

Los marranos atacaron a los cristianos viejos en la Catedral; la sangre corrió a torrentes en el lugar sagrado. De los pueblos vecinos vinieron refuerzos para los cristianos y los cabecillas marranos fueron colgados de la horca.

En esas horas turbulentas y confusas llegaba a Toledo el Príncipe Alfonso, de catorce años, con Villena y el Arzobispo Carrillo. Los cristianos viejos le ofrecieron su apoyo a cambio de aprobar la matanza y otras medidas que pensaban tomar contra los conversos, pero el Príncipe les negó su aprobación:

“Dios no querrá que yo apruebe tal injusticia –dijo decididamente. Aunque ame el poder, no deseo comprarlo a tal precio”.

El Marqués de Villena trataba de aumentar su influencia sobre el pretendiente.

¡Cuántas veces en la historia, “Villenas” de toda laya se ubicarían junto a altos personajes de la Cristiandad! Sería interesante investigar el rol de los Necker, los Aranda, los Godoy y tantos otros en las horas cruciales de las grandes decisiones o de las grandes crisis, torciendo el rumbo hacia el abismo.

Ambos ejércitos se enfrentaron. El Príncipe Alfonso, el Arzobispo y su enemigo, don Beltrán de la Cueva, demostraron su coraje de varias maneras en esa triste batalla cuya victoria se adjudicaron ambos bandos. Isabel permanecía en Segovia con la reina Juana y la Beltraneja. Repentinamente, su hermano se enfermó. Cuando llegó la princesa, lo halló muerto. No hay certeza sobre las causas.
Después del funeral se retiró al convento cisterciense de Santa Ana. El Arzobispo Carrillo le ofreció la adhesión de los rebeldes y apoyo para su pretensión al trono de Castilla contra el rey Enrique. Contestó que su hermano era el legítimo rey por haber recibido el cetro de su padre, Juan II, y que nunca intentaría llegar al trono por medios ilegítimos, no fuera que, haciéndolo, perdiera la gracia y la bendición de Dios. A los ruegos de Carrillo respondió con suave pero firme negativa.
Hay en esto un estilo y un perfume que atraen.

Faltos de un príncipe por cuyos derechos luchar, los caballeros debieron envainar momentáneamente la espada. Los términos del Tratado de Toros de Guisando, que firmaron con el Rey,  resultaron muy favorables para Isabel, pues su real hermano la reconocía como heredera, comprometiéndose a convocar
las Cortes para ratificar el título y a no casarla sin su consentimiento. Después de firmar el acuerdo la abrazó afectuosamente y los bravos nobles se adelantaron a besar su mano.

Pero pronto se vio que, instigado por el impenitente Villena, estaba haciendo un doble juego. Disolvió las Cortes sin ratificar el tratado y dispuso casar a la princesa con Alfonso V, quien envió una embajada encabezada por el Arzobispo de Lisboa para obtener el consentimiento de doña Isabel.

La princesa tenía ahora tres pretendientes, contando al Duque de Guyenne, hermano de Luis XI de Francia, y al príncipe Fernando de Aragón, a quien había sido prometida en su niñez. Secretamente envió a su capellán a París y a Zaragoza para que los observara de cerca. El informe fue que el francés
era débil y afeminado –no parecía de la raza de San Luis- y que don Fernando era proporcionado, de rostro bien compuesto, ojos rientes y buena
complexión.
La opción era evidente y el Arzobispo la apoyó, previendo que el casamiento con Fernando haría de los grandes reinos de Castilla y Aragón una nación poderosa. Esto bastaba para que el rey Enrique se opusiera. Isabel dilató las cosas prudentemente, obligando a Enrique a pedir a Roma una dispensa para el proyectado casamiento con el rey Alfonso de Portugal. Aplicaba el precepto evangélico de ser inocente como la paloma pero también astuta como la serpiente, aunque sin su malicia.

Enterado el rey por Villena de estas maniobras defensivas, ordenó el arresto de su hermana.

Pero había un pueblo... que enterado de la orden se opuso armas en mano.
Hasta los niños tomaron parte en la manifestación popular, enarbolando los pendones de Castilla y Aragón, entonando cantos por Isabel y Fernando.
Isabel se dirigió a Madrigal de las Altas Torres, el pueblo de nombre musical que la viera nacer. Esperaba mensajeros. Las noticias no eran buenas. Fernando estaba complicado con rebeliones de catalanes alentados por Luis XI y no podía dejar el reino. Pero había firmado su compromiso matrimonial y enviado como dote y prueba un collar bellísimo de perlas y
rubíes, que junto con otros fondos hacía unos 50 mil florines de oro.
Ante la insistencia de los mensajeros de don Alfonso V, respondía con evasivas que revelaban un designio firme y una gran Fe. Les decía que:
“Antes que nada, debo rogar a Dios en todos mis negocios, especialmente en éste..., que muestre su voluntad y me haga seguir aquello que sea en su servicio y bien de estos reinos”.

La voluntad de Dios sobre la princesa y el reino, la clave de una monarquía cristiana...
Villena, enterado por sus espías del compromiso y de las características del collar, estaba furioso de frustración y envidia, que contagió al rey. Salen fuerzas de caballería para intentar una vez más arrestar a la princesa.
Isabel esperó, envuelta en preocupaciones angustiosas. No sabía dónde estaba el aguerrido Arzobispo que le prometiera protección. Se oyeron gritos, corridas y sonido de cascos de caballos en el empedrado. La princesa se puso de rodillas y comenzó a rezar.

Luis María Mesquita Errea

 SIGUE EN CAP. V


 

 

 



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