CAPITULO IV
“¡DIOS NO LO HA DE PERMITIR...!”
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os caminos próximos a Villarreal ven
pasar una comitiva a pendones desplegados que indicaban la presencia de algún
personaje importante. Era don Pedro Girón, impacientado porque se hacía la
noche y quería llegar a su destino. Lo esperaba, pensaba él, una real novia que
abriría las puertas de un altísimo porvenir al descendiente de Ruy Capón.
Gran Maestre de Calatrava, una de las
gloriosas milicias ecuestres de España, parecía estar a cubierto de las contrariedades
del común de los mortales. Mas aquella noche se enfermó gravemente. Pareció
como que una mano invisible lo fuera estrangulando por momentos. Finalmente, se
enteró que su mal no tenía cura y le ofrecieron el remedio de las horas
supremas que abre las puertas de la felicidad eterna.
Al ofrecérsele un sacerdote que le diese
los Sacramentos dejó de fingirse cristiano y rehusó recibirlos o rezar. Tres
días después de su partida moría Pedro Girón, blasfemando contra Dios por
rehusarle unos días más para
disfrutar de sus frustradas bodas reales. No omitió disponer de sus bienes, que
dejó en herencia a los hijos bastardos que tenía.
“Doña Isabel recibió la noticia de su
muerte con lágrimas de alegría y gratitud, y se dirigió apresuradamente a la
capilla para dar gracias a Dios”. No era para menos en aquella a quien Dios
llamaba a ser “
Al rey Enrique y al hermano del muerto
la noticia les cayó como rayo. Villena abandonó al rey y se pasó nuevamente al
campo de quienes le resistían. Este, que contaba con fuerzas numerosas, se
dispuso esta vez a luchar.
Verano de 1467. El reino de Castilla se
encontraba en estado lamentable con asaltos, incendios y asesinatos diarios. En
Toledo guerreaban los “marranos” o conversos dudosos y los cristianos. Los
judíos habían adquirido los derechos sobre el impuesto al pan, que aquejaba a
los pobres.
Los marranos atacaron a los cristianos
viejos en
En esas horas turbulentas y confusas
llegaba a Toledo el Príncipe Alfonso, de catorce años, con Villena y el
Arzobispo Carrillo. Los cristianos viejos le ofrecieron su apoyo a cambio de
aprobar la matanza y otras medidas que pensaban tomar contra los conversos,
pero el Príncipe les negó su aprobación:
“Dios no querrá que yo apruebe tal
injusticia –dijo decididamente. Aunque ame el poder, no deseo comprarlo a tal
precio”.
El Marqués de Villena trataba de
aumentar su influencia sobre el pretendiente.
¡Cuántas veces en la historia,
“Villenas” de toda laya se ubicarían junto a altos personajes de
Ambos ejércitos se enfrentaron. El
Príncipe Alfonso, el Arzobispo y su enemigo, don Beltrán de
Después del funeral se retiró al convento cisterciense de Santa Ana. El
Arzobispo Carrillo le ofreció la adhesión de los rebeldes y apoyo para su
pretensión al trono de Castilla contra el rey Enrique. Contestó que su hermano
era el legítimo rey por haber recibido el cetro de su padre, Juan II, y que
nunca intentaría llegar al trono por medios ilegítimos, no fuera que,
haciéndolo, perdiera la gracia y la bendición de Dios. A los ruegos de Carrillo
respondió con suave pero firme negativa.
Hay en esto un estilo y un perfume que atraen.
Faltos de un príncipe por cuyos derechos
luchar, los caballeros debieron envainar momentáneamente la espada. Los
términos del Tratado de Toros de Guisando, que firmaron con el Rey,
resultaron muy favorables para Isabel, pues su real hermano la reconocía como
heredera, comprometiéndose a convocar
las Cortes para ratificar el título y a no casarla sin su consentimiento.
Después de firmar el acuerdo la abrazó afectuosamente y los bravos nobles se
adelantaron a besar su mano.
Pero pronto se vio que, instigado por el
impenitente Villena, estaba haciendo un doble juego. Disolvió las Cortes sin
ratificar el tratado y dispuso casar a la princesa con Alfonso V, quien envió
una embajada encabezada por el Arzobispo de Lisboa para obtener el
consentimiento de doña Isabel.
La princesa tenía ahora tres
pretendientes, contando al Duque de Guyenne, hermano de Luis XI de Francia, y
al príncipe Fernando de Aragón, a quien había sido prometida en su niñez.
Secretamente envió a su capellán a París y a Zaragoza para que los observara de
cerca. El informe fue que el francés
era débil y afeminado –no parecía de la raza de San Luis- y que don Fernando
era proporcionado, de rostro bien compuesto, ojos rientes y buena
complexión.
La opción era evidente y el Arzobispo la apoyó, previendo que el casamiento con
Fernando haría de los grandes reinos de Castilla y Aragón una nación poderosa.
Esto bastaba para que el rey Enrique se opusiera. Isabel dilató las cosas
prudentemente, obligando a Enrique a pedir a Roma una dispensa para el
proyectado casamiento con el rey Alfonso de Portugal. Aplicaba el precepto
evangélico de ser inocente como la paloma pero también astuta como la
serpiente, aunque sin su malicia.
Enterado el rey por Villena de estas
maniobras defensivas, ordenó el arresto de su hermana.
Pero había un pueblo... que enterado de la
orden se opuso armas en mano.
Hasta los niños tomaron parte en la manifestación popular, enarbolando los
pendones de Castilla y Aragón, entonando cantos por Isabel y Fernando.
Isabel se dirigió a Madrigal de las Altas Torres, el pueblo de nombre musical
que la viera nacer. Esperaba mensajeros. Las noticias no eran buenas. Fernando
estaba complicado con rebeliones de catalanes alentados por Luis XI y no podía
dejar el reino. Pero había firmado su compromiso matrimonial y enviado como
dote y prueba un collar bellísimo de perlas y
rubíes, que junto con otros fondos hacía unos 50 mil florines de oro.
Ante la insistencia de los mensajeros de don Alfonso V, respondía con evasivas
que revelaban un designio firme y una gran Fe. Les decía que:
“Antes que nada, debo rogar a Dios en todos mis negocios, especialmente en
éste..., que muestre su voluntad y me haga seguir aquello que sea en su
servicio y bien de estos reinos”.
La voluntad de Dios sobre la princesa y
el reino, la clave de una monarquía cristiana...
Villena, enterado por sus espías del compromiso y de las características del
collar, estaba furioso de frustración y envidia, que contagió al rey. Salen
fuerzas de caballería para intentar una vez más arrestar a la princesa.
Isabel esperó, envuelta en preocupaciones angustiosas. No sabía dónde estaba el
aguerrido Arzobispo que le prometiera protección. Se oyeron gritos, corridas y
sonido de cascos de caballos en el empedrado. La princesa se puso de rodillas y
comenzó a rezar.
Luis María Mesquita Errea
SIGUE EN CAP. V
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