CAPITULO II
PLANES EN TORNO DE ISABEL
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n su aislamiento de Arévalo, la princesa
Isabel era considerada como una pieza de ajedrez en la política de Europa por
el marqués de Villena, virtual soberano de Castilla. El poderoso advenedizo no
buscaba favorecer los intereses del reino sino los propios.
El Rey Enrique se había
casado por primera vez a los 14 años con la gentil princesa Blanca, hija de
Juan de Aragón, matrimonio que debió ser anulado por impotencia. En 1455,
buscando Villena alianza -por conveniencias personales- con Portugal, llegó de allí a Córdoba una encantadora
princesa, ocurrente y vivaz: doña Juana, hermana del rico y caballeresco rey
Alfonso V.
Le tocó a la nueva reina
llevar una vida desgraciada con su disoluto marido. Lo hacía con gran
paciencia, hasta que empezó a cortejar a ojos vistas a doña Guiomar de Castro.
Esto fue demasiado. Un buen día le pegó en la cara con el abanico ante toda la
corte y el rey tuvo que sacarla de allí.
Tenía otra amante a la que
puso de abadesa del convento de San Pedro de las Dueñas, de Toledo, intentando
que esta mujer de mala fama hiciera una reforma en una venerable comunidad
monástica. Estos hechos son propios de la crisis que vivía
El Arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo,
primado de España, reprochó al rey su vida y sus escándalos. Enrique, en
respuesta, se burló de él y de las ceremonias de
Villena intentó ganarse a un
hijo del rey de Aragón, el príncipe Carlos de Viana, con la promesa de darle en matrimonio a la
princesa Isabel. Esto contrariaba los planes de doña Juana Enríquez, cuyo gran
proyecto era que la princesa se casara con su hijo Fernando de Aragón.
Los reyes intentaron
encerrar al príncipe Carlos por un tiempo para evitar peligrosas facciones,
pero era tan querido que los catalanes obligaron al rey a ponerlo en libertad.
La fuerza del pueblo, en la sociedad medieval que decaía, era muy grande, y se
hacía sentir en los acontecimientos, aparte de estar representado en las
Cortes. Como enseña Pio XII, el pueblo vive de su propia savia y tradiciones.
El absolutismo, que con el tiempo destruiría la sociedad orgánica, recién
comenzaba a insinuarse con desigual poder sobre los diversos estamentos.
Padre e hijo se
reconciliaron; pero al tiempo el
príncipe murió, despertando sospechas que nunca se comprobaron. También
murieron sus dos hermanas, lo que dejó libre el camino al pequeño príncipe
Fernando de Aragón. Su padre, el anciano rey aragonés, para hacer frente a la
oposición, pidió ayuda a Luis XI de Francia quien, en garantía del préstamo que
le hizo, le exigió Cerdaña (en los Pirineos) y Rosellón, futura manzana de la
discordia.
En Castilla, el rey Enrique,
que se estaba sintiendo perdido, recuperó sus fuerzas. Así las cosas, su
preciosa mujer dio a luz una niña, en circunstancias que provocaron
murmuraciones.
Pues se decía que el
favorito del rey, Beltrán de
Un día cerró el camino a los
propios reyes; había instalado un “campo de honor”, y desafiaba al caballero
que pasara a combatir con él una justa o pasar por cobarde. Lo hacía, según sus
dichos, para homenajear a su dama. El rey dispuso que en conmemoración del hecho
se edificara allí el monasterio de San Jerónimo del Paso (de Armas). El
desprestigio del rey iba en aumento pues se calculaba que la dama en cuestión
no era otra que la reina.
Después de seis años de
esterilidad, ésta dio a luz una niña que llevó su propio nombre, Juana (marzo
de 1462). Los cortesanos la llamaban
El bautismo se hizo con la
pompa y magnificencia acostumbradas. El marqués de Villena y la princesa Isabel
–grave y resuelta niña de 11 años- fueron los padrinos. Las Cortes fueron
convocadas; luego que los representantes de diecisiete ciudades prestaron el
juramento de fidelidad como heredera del trono de Castilla, Isabel fue la
primera en besar la mano de la pequeña princesa.
Pasados estos serios
acontecimientos volvió al Castillo de
Arévalo, a continuar su educación junto a Beatriz de Bobadilla, ejercitándose
en montar bien a caballo y aprendiendo a cazar liebres y jabalíes. Por entonces
tuvo la gracia de hacer su primera comunión; como su madre, era una princesa
fervorosa y católica sincera.
Su vida parecía encaminada a
una existencia calma, sin grandes horizontes. Pero poco después, una bomba vino
a turbarla: un mensaje del rey le ordenaba a la reina viuda que enviara a la
princesa Isabel y a su hermano, el príncipe Alfonso, a la corte, para educarlos
bajo su cuidado personal.
Los príncipes abandonaron
con tristeza a su madre y en ese estado de ánimo cabalgaron por el camino de Madrid,
en dirección forzada a
Luis María Mesquita Errea
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