jueves, 1 de octubre de 2020

LA GESTA DE ISABEL LA CATOLICA - Cap. II - Planes en torno de Isabel

 

CAPITULO II

 

PLANES EN TORNO DE ISABEL

 

E


n su aislamiento de Arévalo, la princesa Isabel era considerada como una pieza de ajedrez en la política de Europa por el marqués de Villena, virtual soberano de Castilla. El poderoso advenedizo no buscaba favorecer los intereses del reino sino los propios.

El Rey Enrique se había casado por primera vez a los 14 años con la gentil princesa Blanca, hija de Juan de Aragón, matrimonio que debió ser anulado por impotencia. En 1455, buscando Villena alianza -por conveniencias personales- con Portugal,  llegó de allí a Córdoba una encantadora princesa, ocurrente y vivaz: doña Juana, hermana del rico y caballeresco rey Alfonso V.

Le tocó a la nueva reina llevar una vida desgraciada con su disoluto marido. Lo hacía con gran paciencia, hasta que empezó a cortejar a ojos vistas a doña Guiomar de Castro. Esto fue demasiado. Un buen día le pegó en la cara con el abanico ante toda la corte y el rey tuvo que sacarla de allí.

Tenía otra amante a la que puso de abadesa del convento de San Pedro de las Dueñas, de Toledo, intentando que esta mujer de mala fama hiciera una reforma en una venerable comunidad monástica. Estos hechos son propios de la crisis que vivía la Cristiandad, en un tiempo que continuaba el “mal siglo” al que se refiere Pemán. En vastos sectores de sociedad europea se gestaba una ruptura profunda con la tradición cristiana.

 El Arzobispo de Toledo don Alfonso Carrillo, primado de España, reprochó al rey su vida y sus escándalos. Enrique, en respuesta, se burló de él y de las ceremonias de la Iglesia. El prelado favoreció entonces a un grupo de nobles que se unían para librarse de la tiranía del marqués de Villena. Su jefe, don Fadrique Enríquez,  Almirante de Castilla, era intrépido  y su prestigio de grande había aumentado por el casamiento de su hija Juana Enríquez con el rey Juan de Aragón. Vemos así que un sector ponderable de la Nobleza española cumplía su misión específica de luchar por el bien común de la sociedad.

Villena intentó ganarse a un hijo del rey de Aragón, el príncipe Carlos de Viana,  con la promesa de darle en matrimonio a la princesa Isabel. Esto contrariaba los planes de doña Juana Enríquez, cuyo gran proyecto era que la princesa se casara con su hijo Fernando de Aragón.

Los reyes intentaron encerrar al príncipe Carlos por un tiempo para evitar peligrosas facciones, pero era tan querido que los catalanes obligaron al rey a ponerlo en libertad. La fuerza del pueblo, en la sociedad medieval que decaía, era muy grande, y se hacía sentir en los acontecimientos, aparte de estar representado en las Cortes. Como enseña Pio XII, el pueblo vive de su propia savia y tradiciones. El absolutismo, que con el tiempo destruiría la sociedad orgánica, recién comenzaba a insinuarse con desigual poder sobre los diversos estamentos.

Padre e hijo se reconciliaron;  pero al tiempo el príncipe murió, despertando sospechas que nunca se comprobaron. También murieron sus dos hermanas, lo que dejó libre el camino al pequeño príncipe Fernando de Aragón. Su padre, el anciano rey aragonés, para hacer frente a la oposición, pidió ayuda a Luis XI de Francia quien, en garantía del préstamo que le hizo, le exigió Cerdaña (en los Pirineos) y Rosellón, futura manzana de la discordia.

En Castilla, el rey Enrique, que se estaba sintiendo perdido, recuperó sus fuerzas. Así las cosas, su preciosa mujer dio a luz una niña, en circunstancias que provocaron murmuraciones.

Pues se decía que el favorito del rey, Beltrán de la Cueva, que aparecía frecuentemente en público con los reyes,  había ganado el afecto de la reina. Era un típico caballero de los tiempos renacentistas, de buen aspecto y diestro con las armas, pero no para servir a Dios, como un cruzado, sino para el goce egoísta de la vida: estaba siempre pronto para un lance de amor. Actuaba en palacio como irascible dueño y señor. Este tipo de caballeros ampulosos, sensuales, exhibicionistas y temperamentales contribuyeron poderosamente al desprestigio de la Nobleza, clase llamada a prestar un tan alto servicio a la Iglesia y la Cristiandad que un Papa lo calificó de “sacerdocio de la Nobleza” (cf. Plinio Corrêa de Oliveira, “Nobleza y Elites tradicionales análogas”, Ed. Fernando III el Santo, Madrid).

Un día cerró el camino a los propios reyes; había instalado un “campo de honor”, y desafiaba al caballero que pasara a combatir con él una justa o pasar por cobarde. Lo hacía, según sus dichos,  para homenajear a su dama.  El rey dispuso que en conmemoración del hecho se edificara allí el monasterio de San Jerónimo del Paso (de Armas). El desprestigio del rey iba en aumento pues se calculaba que la dama en cuestión no era otra que la reina.

Después de seis años de esterilidad, ésta dio a luz una niña que llevó su propio nombre, Juana (marzo de 1462). Los cortesanos la llamaban la Beltraneja (hija de Beltrán).

El bautismo se hizo con la pompa y magnificencia acostumbradas. El marqués de Villena y la princesa Isabel –grave y resuelta niña de 11 años- fueron los padrinos. Las Cortes fueron convocadas; luego que los representantes de diecisiete ciudades prestaron el juramento de fidelidad como heredera del trono de Castilla, Isabel fue la primera en besar la mano de la pequeña princesa.

Pasados estos serios acontecimientos  volvió al Castillo de Arévalo, a continuar su educación junto a Beatriz de Bobadilla, ejercitándose en montar bien a caballo y aprendiendo a cazar liebres y jabalíes. Por entonces tuvo la gracia de hacer su primera comunión; como su madre, era una princesa fervorosa y católica sincera.

Su vida parecía encaminada a una existencia calma, sin grandes horizontes. Pero poco después, una bomba vino a turbarla: un mensaje del rey le ordenaba a la reina viuda que enviara a la princesa Isabel y a su hermano, el príncipe Alfonso, a la corte, para educarlos bajo su cuidado personal.

La Reina, madre de Isabel, sabía que la corte era pésima, con el rey y sus amigos, y la guardia mora, responsable de desórdenes y aun de violaciones de mujeres y niñas. “Los vicios anormales de los moros y los del mismo rey y de algunos de sus cortesanos, eran objeto de comentarios públicos. Ninguna madre podía desear que su hija viviera en tan execrable compañía. Con todo, la autoridad real era absoluta”.

Los príncipes abandonaron con tristeza a su madre y en ese estado de ánimo cabalgaron por el camino de Madrid, en dirección forzada a la Corte.

Luis María Mesquita Errea

SIGUE EN CAP. III


 


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