Belgrano nombrando a la Virgen de la Merced Generala del Ejército argentino |
La Virgen del Carmen de Cuyo, designada Patrona del Ejército de los Andes por San Martín |
Placa funeraria del sacerdote apóstata Julián Segundo de Agüero |
Rivadavia, autor de la anticatólica Reforma religiosa |
Nota 36ª
Batalla de Tucumán
El “viraje” en sentido inverso al jacobinismo había
comenzado ya, en el Norte, a raíz del repudio a los desmanes anticlericales en
el Alto Perú.
Fue preciso ganarse al pueblo recurriendo a la veneradísima
figura de la Virgen María para galvanizar las fuerzas desmoralizadas. (Algo
similar se repetirá más tarde con Facundo Quiroga y su lema “Religión o
muerte”).
En Tucumán, gracias a Nuestra
Señora –dice Cayetano Bruno, S.D.B.- renació la patria muerta después de Huaqui,
el 24 de septiembre de 1812, festividad de La Merced (p. 153). Y agrega: “Acaso ningún pueblo de la tierra podrá
preciarse de haber crecido tan vinculado a la Madre de Dios”.
Después de los desmanes en el
Alto Perú es que Belgrano nombra a Nuestra Señora Generala del Ejército y hace
una campaña que, en opinión del citado autor, tiene aspectos de cruzada –propios
del argentino, como se vio en 1806 y 7.
San Martín adopta similares
criterios y nombra a la Virgen Patrona y Generala del Ejército. El Estado
chileno, pese al laicismo imperante, le atribuye la victoria de Maipú (Bruno,
o.c., p. 369).
Es difícil conocer el
pensamiento profundo de nuestros próceres. Pues en Lima, debe denunciar el
Obispo las intromisiones regalistas que
llenan el gobierno de San Martín (ibid, p. 376).
El Libertador declaró que quería,
en el Perú, un gobierno opuesto a las ideas exaltadas que por desgracia se
difundieron después de la Revolución de 1792. No obstante su nieta, que
vivió con él, temía que fuese masón.
Sin perjuicio de su
envergadura como militar y estadista, no fue -concluye Bruno- un exponente
cabal del catolicismo (ibid., p. 406).
La reforma eclesiástica de Rivadavia – “su
conducta infernal” (San Martín)
El espíritu anticristiano de
la “minoría logista” y su política de centralismo desarticulador de la
Argentina orgánica fue causa de la reacción de Santa Fe y Entre Ríos, que derrotan
las fuerzas del Directorio en la Cañada de Cepeda (1820). Las provincias
recuperan su autonomía y la tendencia federal comienza a imponerse en el
interior.
Buenos Aires será el
laboratorio de una nueva experiencia irreligiosa con Bernardino Rivadavia. Aún él
buscará rodearse de apariencias de católico para ganar crédito ante la opinión
pública y realizar su obra masónica (Bruno, o.c., p. 422).
Mientras intima al
judaizante Ramos Mejía a no hacer prácticas contra
la religión del país, publica un diario volteriano y es adepto de la ideología
republicana de Francia e Inglaterra, en la versión de los liberales españoles.
Posee las obras de Raynal y de
Voltaire, y pone en práctica sus lecciones. Comisiona a Sarratea y Pazos Silva para
que encarguen un libro al sacerdote apóstata y militante contra la Iglesia
Llorente; es la obra clave de la reforma eclesiástica rivadaviana (ibid., p. 424).
Consistió tal reforma en la
intervención descarada en la Iglesia, introduciendo la desobediencia y la
relajación moral en las órdenes religiosas, valiéndose de cualquier pretexto
para entrometerse en la vida monástica para deteriorarla y acabar con ella, mediante
expropiaciones –como la de los Recoletos-, traslados y odiosas medidas de
fuerza.
La mejor parte de la sociedad
se siente chocada por esta acción, que divide el cuerpo social en dos
corrientes, que se irán definiendo como unitarios y federales.
Recluta ideólogos y
colaboradores entre sacerdotes extraviados (ibid., p. 426).
Entre éstos se cuenta el
Deán Funes. El Centinela es el nombre del periódico impío donde él y otros se
burlan de lo más sagrado, abogando por la abolición de los conventos.
Otro colaborador de
Rivadavia es el sacerdote apóstata Julián Segundo de Agüero, primer profesor de
Filosofía en Buenos Aires. Como los gnósticos actuales difusores de “El Código
Da Vinci”, negaba la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo (Bruno, o.c., p. 431).
En suma, la política de
Rivadavia consistió en “amarrar la Iglesia al carro del enciclopedismo
volteriano” (ibid., p. 461). Para mejor hacerlo, iba a misa todos los domingos,
y a su muerte hubo un gran funeral en la Catedral.
La Revolución, afirma
Guillermo Furlong, S.J., fue obra de cuatro hombres, que contaban con apoyo
popular. La reforma eclesiástica, en cambio, lo fue de un reducido núcleo que
carecía de él. El pueblo, con ganas de pasar a las vías de hecho, gritaba “¡a
la herejía!”: el Ministro Rivadavia se tornó el hombre más impopular.
El mismo gobierno que
persiguió a la Iglesia suprimió los Cabildos. El decreto inspirado en la
“conducta infernal” de Rivadavia –como la calificara San Martín-, fue suscripto
por el Gobernador Martín Rodríguez y su ministro Manuel García (ibid., p. 446).
Elocuente acción contra “el
trono y el altar”… “El trono”, aquí, eran ante todo las instituciones, familias
y costumbres destiladas desde el siglo XVI. Destruyendo ese “trono”, “el altar”
perdió un apoyo fundamental. Implantado el laicismo de estado, sin gran
oposición, como si no dañara profundamente a la Iglesia, se fue perdiendo la
concepción católica de la sociedad.
El catolicismo de muchos quedó
reducido a la misa dominical y la recepción de algunos sacramentos, o para
efectos ceremoniales, ajeno a las grandes cuestiones de fondo de orden temporal.
Inestimable victoria del error lograda en base al silenciamiento de la doctrina
político-social de los Papas.
Luis María Mesquita Errea
Luis María Mesquita Errea
36a. nota
Sigue en nota 36a.
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