El
fusilamiento de un hombre símbolo, Liniers (26 de agosto de 1810)
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A la sombra de la oposición al
absolutismo y el natural deseo de constituir un país soberano, fuerzas
anticristianas trabajan para extinguir las raíces tradicionales.
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Circulan catecismos masónicos
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La resolución revolucionaria de mayo
de 1810, emanada de un cabildo, es desconocida por el Virrey del Perú y las
autoridades de Montevideo, Paraguay, Alto Perú y Córdoba. La Junta envía una fuerza
militar, la Expedición Auxiliadora,
para sofocar las reacciones.
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Comienza una represión violenta, que
varios autores califican de “terror revolucionario”. El oficio de la Junta a
los gobiernos y Cabildos del norte, del 27 de junio, anuncia que aplicará “un
castigo ejemplar, que escarmiente y aterre a los malvados”.
Liniers, el Gobernador de
Córdoba, el Obispo y otros destacados cordobeses se disponen a resistir, pero
al conocerse la envergadura del ejército porteño, de 1.150 hombres, las fuerzas
locales se deshacen y sus jefes son capturados.
El Deán Funes es uno de sus
acusadores; no obstante se horroriza al enterarse de las instrucciones que trae
Vieytes de fusilar al héroe de la Reconquista y al Obispo (“sin dar lugar a
minutos que proporcionasen ruegos y relaciones capaces de comprometer el
cumplimiento de esta orden”; P. Bustos Argañaraz, Manual de Historia Argentina, p.158). Tales directivas iban “a dar
a la revolución un carácter de atrocidad y de impiedad”, comenta Cayetano Bruno
(Historia…, t. VIII, p. 304). Los
integrantes de la Junta de Comisión son “asaltados” por las principales
familias de Córdoba para evitarlo.
“Unánimemente, la población expresó su repudio y
solicitó a Ortiz de Ocampo que no le diera cumplimiento” (Bustos Argañaraz, o.c.,
p. 159).
El Cnel. Francisco A. Ortiz
de Ocampo pide a la Junta que reconsidere tan graves decisiones, para conservar “la adhesión y amor de todos
estos pueblos”; es preciso, afirma, “no chocar descubiertamente la opinión
pública”. Lo que más alarmaba era “la sola presunción de que el Obispo sería
una de las víctimas de nuestras fuerzas”. Agregaba que esto sembraría el terror
en los demás pueblos, que quedarían sujetados contra su voluntad: “Los
dominaría la fuerza y no el amor”… (ibid.).
El pedido del Jefe militar
riojano y sus compañeros es recibido con “repulsa y desdén” por Mariano Moreno,
cabeza de los hombres furibundamente
democráticos, quien escribe “groseramente” contra ellos. Temía que la presencia de Liniers, al
ser conducido preso a Buenos Aires,
produjera un vuelco de la opinión pública.
El sacerdote Alberti, Vocal
de la Junta, no queriendo firmar
condenas a muerte, se retira de la sala. Su voto podría haber salvado a las
víctimas. La decisión final, por voto del Vocal Larrea, es mantener la fatal
decisión exceptuando al Obispo y su secretario “en homenaje a los sentimientos religiosos de los pueblos, que
mirarían como un sacrilegio, si eran arrastrados al patíbulo” (Bruno, o.c., p. 306).
Flagrantes contradicciones se
manifiestan: el Padre Alberti vuelve a la Sala y expresa, con increíble audacia,
que la decisión era injusta…“puesto que dicho Prelado era el único que debería
morir, como instigador acérrimo y uno de los fautores de la contrarrevolución a
la que había precipitado a sus correligionarios, cuando su ministerio era
puramente de paz y concordia” (!); (ibid., p. 307). “Paz” y “concordia” que la
Junta iba a conseguir con cañones, bayonetas y piquetes de fusilamiento.
Uno de los miembros más radicales, el Vocal Castelli, asesorado por
Nicolás Rodríguez Peña y protegido por 40 húsares a las órdenes de French,
parte a Córdoba para “ejecutar a los reos dondequiera los hallase”. Se trataba
de dos conspicuos miembros de las logias establecidas por los ingleses, al
igual que Manuel José García, Vieytes y Rivadavia, dice Bustos Argañaraz.
Los ilustres presos quedan en
manos de un infame Oficial Urien, quien, bajo los efectos del vino, se llega a
verlos “sólo para insultarlos con obscenidades e injurias” (ib., p. 309). Atropellos
dignos de sans-culottes…
Llegados a la Villa del
Rosario consigue el Obispo a duras penas celebrar misa, pues Urien dice que “el
reo de Estado no podía decir misa”.
Ante el cariz de los
acontecimientos, se preparan para una muerte digna: “...comulgaron con especial
devoción y recogimiento interior los cinco señores restantes; y luego todos
juntos renovaron entre sí el juramento que habían hecho de fidelidad a Fernando
VII y a la nación española, de defender sus derechos y derramar su sangre por la
causa que seguían. ...fue el sagrado viático con que a los diez días entraron
en la eternidad” (ibid.). Noble ejemplo de fidelidad…
La tropa, chocada por las
bajezas de Urien, exige su destitución; lo reemplaza un Cap. Garayo, que trata
a los prisioneros “con el decoro debido, esmerándose en asistirlos con toda
puntualidad”. “La historia recuerda con gratitud su nombre”.
Cerca de la posta de Cabeza
de Tigre se encuentran con la fuerza militar que viene a ejecutarlos. En el mayor misterio, se desvían del camino
hacia un bosque. Esto alarma a Liniers, ya que supuestamente los conducían a
Buenos Aires para ser juzgados. El Tcnl. Balcarce responde a sus inquietudes diciendo
no saber por qué. Allí se dan con los
húsares, todos ingleses que habían desertado durante las Invasiones, “pues no se atrevieron a llevar españoles”.
Estos detalles desconocidos por la mayoría de los argentinos, ¿por qué
fueron silenciados por los “defensores” de la libertad de prensa y de
pensamiento?
El Obispo, “derramando
lágrimas se pone de rodillas para abogar por ellos; y apenas había dicho ¿que cómo se les condenaba a muerte sin oírlos?
¿que por qué se les privaba de los auxilios espirituales como es la comunión, y
se profanaba la fiesta del domingo? le interrumpió French diciéndole: Calle, usted, Padre, que aún no sabe la
suerte que le espera”. Fouquier-Tinville no hubiera contestado de otro
modo.
Liniers, maniatado, le pide al Obispo que saque el rosario de su bolsillo y
paseándose, lo rezaba, preparándose para la confesión y la muerte: “parecía más
glorioso que en sus victorias de la reconquista y defensa”. “Liniers rechazó la
venda; y, ‘en voz perceptible imploró el auxilio de María Santísima (bajo el
título del Rosario, de quien siempre fue muy devoto) hincado de rodillas; y con
la vista fija en los soldados que estaban con las armas preparadas les dijo: Ya
estoy, muchachos; y haciendo...la señal el oficial Juan Ramón Balcarce, se
hizo la descarga’ ” (Bruno, ibid., p. 311). Fue rematado por French con un tiro
en la frente.
Así fue eliminado
indignamente un hombre-símbolo del Antiguo Régimen, que encabezara la reacción
contra los herejes ingleses al amparo de la Virgen.
“La mezcla de consternación y
repulsa que…causó en el ánimo de los cordobeses difícilmente pueda ser
expresada. Al igual que en la Revolución
Francesa, el terror comenzaba a imponerse...”, comenta Prudencio Bustos
Argañaraz (o.c., p. 159).
En un árbol aparecieron
escritos los nombres de los condenados, formando la palabra CLAMOR. Se trató,
junto con la expulsión de los jesuitas, de “el hecho más atroz y más salvaje
que registra la historia de la provincia”, de acuerdo al Dr. Pablo J.
Rodríguez (ibid.).
31a. Nota
Sigue en nota 32a.
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