1ª Evocación "in situ" de la fundación de Barco, en la Quebrada del Portugués - Organizada por el Instituto Tucumano de Cultura Hispánica el 29 de junio p.p. - Ver artículo en estas páginas
http://argentinagrandeza.blogspot.com.ar/2013/07/la-clarinada-del-29-de-junio-orillas.html
Fundación de Santiago del Estero, "Madre de Ciudades" -
3ª nota
Núñez de
Prado, fundador de Barco, y los cimientos de la Argentina
La colonización
sostenida de nuestro País fue obra de la corriente que vino del Perú, de los
centros vitales de Lima, Cuzco, Charcas y Potosí.
La conquista del
Imperio Incaico por Francisco Pizarro había demostrado que el Rey Blanco y las
Sierras de la Plata
no eran sólo leyenda, generando expectativas y horizontes renovados. En la
mente de capitanes y soldados, la esperanza de conquistar imperios fabulosos
extendiendo a un tiempo la
Cristiandad, en una América sorprendente y misteriosa, creaba
ambiente para nuevas expediciones descubridoras.
Estas no podían
hacerse sin permiso de autoridades superiores, que se plasmaban, luego de
largas tratativas, en contratos o capitulaciones.
En el Perú
hispano-indígena muchos conquistadores habían recibido por sus servicios
mercedes de tierras y mercedes de encomiendas. Esas tierras eran en general
vírgenes, no trabajadas por los indígenas, cuyo derecho de propiedad estaba
amparado legalmente.
Las encomiendas,
caracterizadas brevemente, eran una institución polifacética. Partían de la
base de que los naturales, debían también pagar un impuesto o tributo como
todos los vasallos libres del Rey. Habitualmente se pagaba con “moneda de la
tierra” (productos alimenticios o artesanías), o con trabajo. El Rey cedía a
los encomenderos ese tributo, para ayudarlos a progresar y darle solidez a sus
provincias de ultramar. Esto era honroso y los beneficiaba, sobre todo si el
grupo de indios encomendados era grande.
El encomendero
debía reunir buenas condiciones personales y cumplir una serie de obligaciones,
de las que se destacan dos: la evangelización del indio (que incluía conseguir
curas doctrineros y edificar y mantener las iglesias –todo a su costa) y su
defensa contra cualquier agresión, viniera de indígenas o de españoles.
Los vecinos
feudatarios o encomenderos cumplían otras funciones de trascendencia, que
incluían pesadas y riesgosas responsabilidades: defender las ciudades con su
persona y sus bienes, tener casa poblada e integrar su órgano de gobierno
fundamental –el Cabildo; asimismo, organizar la producción agrícola en sus
haciendas. Por eso afirma Levillier que sus intereses eran los de la sociedad
en su conjunto.
Dado que no
recibían sueldo por esos servicios, era necesario que obtuvieran ganancias de
sus tierras y de la mano de obra indígena. Los trabajos y quiénes los
realizarían se organizaba de acuerdo con los caciques de cada grupo indígena;
esta obligación se cumplía durante una determinada cantidad de días por año
(menor que los que trabajamos actualmente). Al cumplir los 50 años de edad,
quedaban libres de ella.
A mediados del
siglo XVI, en plena efervescencia de ideas humanistas y renacentistas, se hizo
sentir sobre el rey de España, Carlos I (Carlos V de Alemania), la influencia
de fray Bartolomé de las Casas, apasionado defensor de los indios y enconado
enemigo de los encomenderos.
Queriendo proteger a los naturales de abusos e
injusticias, Carlos V sancionó las Leyes Nuevas. De acuerdo a Roberto
Levillier, en su “Nueva Crónica de la Conquista del Tucumán”, estas leyes “se iban del
otro lado” –diríamos ahora-, y dejaban a los vecinos virtualmente arruinados,
sin mano de obra para sus haciendas y sin posibilidades económicas de continuar
prestando esas funciones que hacían de ellos el motor de la sociedad.
Esto desató una
gran reacción, ya que era como desmantelar lo existente y perder el fruto de
enormes esfuerzos, quizás de toda una vida. Para imponer la aplicación de estas
leyes, el Emperador creó el Virreinato del Perú, designando a Blasco Núñez Vela
como primer “Visorrey”.
Era éste un hombre
cumplidor de su deber, pero soberbio y rígido. Vino muy prevenido y dijo cosas
tan ofensivas como imprudentes de los vecinos feudatarios que no hicieron sino
aumentar la reacción. Fue la oportunidad que buscaba Gonzalo Pizarro, hermano
del difunto conquistador del Perú. Quería ser por lo menos gobernador perpetuo
del reino conquistado por su hermano, y tenerlo bajo su autoridad absoluta.
Aprovechó su prestigio y medios para capitalizar el descontento y encabezar un
movimiento armado.
Los vecinos de
Lima apresaron al Virrey que trató de
avasallarlos. Pero por el gran respeto que había a la autoridad, fue puesto en
libertad, lo que fue peor, pues le permitió reunir un ejército para enfrentar a
Pizarro. En la batalla de Añaquito peleó
valientemente y perdió la vida. Esto ocurrió en 1546, tres años después de que
Diego de Rojas hiciera su Gran Entrada a nuestra región.
La noticia de las
discordias creadas por las Leyes Nuevas, el fracaso y muerte del Virrey, y las
quejas respetuosas pero elocuentes de los Cabildos, llegaron a la Corte. Asesorado
por el Consejo de Indias, eficiente y profesionalizado cuerpo de pensadores,
juristas y hombres de ciencia, Carlos V decidió prestar oídos al clamor de los
hombres a quienes debía sus posesiones en el principal Virreinato de América;
revocó las Leyes Nuevas y envió a pacificar los ánimos al prelado Pedro de La Gasca, designado Presidente
de la Real Audiencia
de Lima.
Traía amplios
poderes e instrucciones para apaciguar a los más recalcitrantes, incluyendo al
propio Pizarro, a quien reconoció sus méritos y ofreció el perdón en nombre del
Rey. Pero el jefe rebelde no advirtió que el gran apoyo de que había gozado se
basaba en la resistencia a las Leyes Nuevas y no en un aprecio exagerado a su
persona. La ambición lo cegó y se fue acercando al abismo.
La llegada de un
enviado real que sabía escuchar y ganarse las voluntades de conquistadores
leales a su monarca, que sólo habían resistido los atropellos del Virrey y las
leyes que los ponían en situación desesperante, empezó un importante movimiento
de restauración del orden alterado .
Pizarro
persistió en su rebeldía, perdiendo día a día a sus elementos más valiosos. Uno
de ellos, al recibir sus reproches y pretensiones de apoyarlo a él antes que al
rey, le escribió: “he recibido su carta y me he reído mucho...”.
Finalmente los
rebeldes, muy disminuidos, enfrentaron con sus armas al Pacificador La Gasca en la llamada batalla
de Xaquixahuana. El ejército real era imponente. Lo comandaba nada menos que el
famoso guerrero Pedro de Valdivia, que había venido de Chile a pelear por el
Rey. A la cabeza venía el Presidente La Gasca, con un cortejo de Obispos, Oidores y
grandes del reino. Los caballos que debían cruzar el correntoso Apurímac eran
lanzados en picada al agua, perdiéndose muchos. Los puentes sobre el río,
cortados por el general pizarrista Carvajal,
fueron reciamente restaurados.
Fue un breve
combate, ya que gran parte de las tropas se pasaron al campo del rey, y entre
ellos nuestro Juan Núñez de Prado.
Pizarro fue
vencido, y ajusticiado junto a Carvajal. Antes de morir, le vaticinaba al
victorioso La Gasca
que su venganza sería tener que contentar a una multitud de hombres que lo
apoyaron: No quiero mayor venganza, que verle encargado de tanta gente (cit.
por T. Piossek Prebisch en su espléndida obra “Poblar un Pueblo – El comienzo
del poblamiento de Argentina en 1550”,
Tucumán, 2004). Y, en parte, así fue... Con sonrisas y promesas, y el
poderoso incentivo de la lealtad al rey, había conseguido desarmar una tormenta
y poner de su lado a aquellos guerreros, prometiéndoles recompensa. Quizás
había prometido demasiado y pensó en volver a España lo antes posible, pero no
podía hacerlo sin la autorización de don Carlos, que no le llegaba!
Se daban entonces
dos circunstancias:
1) Había tierras en cantidad por explorar y
noticias de pueblos indígenas numerosos para convertir a la Fe y encomendar. También se
sabía de otros indígenas –como los lules y los chiriguanos- que diezmaban a las
tribus más débiles, esclavizaban a sus miembros y se comían a los prisioneros.
2) La otra
circunstancia era el haberse agrupado más de 2.500 hombres de armas que
pretendían paga y remuneración de los servicios hechos (cit. por T.
Piossek). Había que “descargar la tierra” lo antes posible, para evitar riñas,
atropellos y situaciones desagradables, y radicarlos en otra parte.
Llegó entonces la
hora de hacer algo en el atractivo Tucumán, recorrido por los “hombres de la
entrada”.
Varones
prominentes, como el Gobernador de Charcas Polo de Ondegardo, sugirieron para
tal misión al Alcalde de minas de Potosí, Juan Núñez de Prado, por ser “hombre
cuerdo y de buen trato”, que contaba con el capital imprescindible para estas
empresas, y deseaba lograr las glorias de conquistador Contaban con los
informes de los “hombres de la
Entrada”, que luego de la épica recorrida del Perú al Paraná
al mando de Diego de Rojas, y luego, de Francisco de Mendoza, estaban deseosos de volver a las regiones
exploradas, de prometedores encantos, y allí iniciar una nueva vida.
Había un riesgo
adicional en la proyectada empresa. Cerca del Tucumán, con centro en Chile pero
proyectándose a nuestro lado, se había otorgado al gran capitán Pedro de
Valdivia una extensa gobernación, de límites algo inciertos. El rumor de la
comisión dada por La Gasca
a Núñez de Prado de explorar el Tucumán y poblar allí un pueblo para evangelización y amparo de los
naturales, y extensión de la jurisdicción de España, llegó a sus oídos.
Hubo temeridad por
parte de Núñez de Prado. Para ganarle de mano a Valdivia, partió
apresuradamente con un contingente de 60 hombres, más indios amigos, para
internarse en una región desconocida, poblada por tribus guerreras. Dejó a su
segundo y socio, Juan de Santa Cruz, la orden de reunírsele en la mentada
población indígena de Chicoana (posiblemente ubicada en el actual Departamento
de Cachi), bien provista de alimentos, que acogiera a Diego de Rojas. Debía
traer una hueste adicional para enterar la respetable fuerza de 200 soldados.
Pero ésta nunca llegó. ¿Qué había pasado?
El proyecto de
Núñez de Prado le caía a Valdivia como una amenaza para sus grandiosos sueños
de extender su gobernación chilena del Pacífico al Atlántico. No era persona de
aceptar un intruso en los términos de su gobernación, dice Teresa Piossek.
Había enviado al Perú a su primo y lugarteniente, Francisco de Villagrán
–futuro mariscal- quien usando hábilmente de su influencia, del caudal que
traía y de la fuerza, consiguió desbaratar el contingente de Santa Cruz y
apropiarse de buena parte de él. Ya no eran los tiempos inmediatos a
Xaquixaguana. Era un momento en que resultaba difícil “hacer gente de guerra”
pues escaseaban los soldados debido a las conquistas encomendadas por La Gasca a diversos capitanes
para “descargar la tierra” y avanzar en el poblamiento.
A todo esto, Núñez
de Prado con sus hombres y dos sacerdotes dominicos, los padres Carvajal y
Trueno, ganándole de mano a Valdivia de este lado de la Cordillera de la Sierra Nevada,
estaba a punto de protagonizar un acto trascendental, que echaría los cimientos
de la Argentina. El
29 de junio de 1550, cumpliendo las formalidades prescriptas procedió a la
fundación de la Ciudad
del Barco, en un lugar óptimo y estratégico, conectado a la gran llanura que
conducía al Río de la Plata,
cercano a la actual Monteros, en la Quebrada “de los Andes
del Tucumán”, o Quebrada del Portugués.
Como era de
práctica, procedió al trazado de la nueva ciudad, repartiendo solares a los
primeros pobladores y designando las
autoridades del Cabildo. Por primera vez se hacía esto en el territorio
argentino, pues si bien en la zona litoral había existido el asiento de Buenos
Aires –despoblado por Irala- y algunos fuertes precarios, ninguno de ellos fue
lo que constituía una realidad muy concreta: la ciudad hispana en América,
cuyo pilar más característico era el cabildo integrado por vecinos
feudatarios.
Se instalaba así el
primer núcleo de españoles con intenciones de arraigar, en un claro marco
institucional. Pronto pusieron con ahinco manos a la obra, organizando
actividades agrícolas y ganaderas, con animales traídos a pie, con gran
sacrificio, desde el Perú. Los sacerdotes dominicos erigieron su convento, de
bajareque –barro reforzado con ramas-, como las restantes casas.
Los primeros
contactos con los indígenas fueron amigables
y dieron lugar a un acercamiento en la Fe católica, parte esencial de la misión del
Capitán Núñez, a quien se le había encarecido especialmente la evangelización
de los naturales y “su buen tratamiento y conservación” (T. Piossek, op. cit.).
Para infundirles veneración al símbolo de los cristianos, se les invitó a poner
cruces en las puertas de sus casas, con las que se verían libres de cualquier
agresión de hombres europeos. ¿Se cumpliría este noble anhelo...?
Núñez de Prado se
hallaba en su mejor época. Había cumplido la manda del Presidente La Gasca; había “poblado un
pueblo” en Tucumán. Por la falta del contingente principal de la expedición,
armas, cabalgaduras y herramientas que Santa Cruz debía traer, la ciudad se
encontraba en situación de gran apretura y el desánimo asomaba, pese a la belleza
y bondad del lugar, y al buen recibimiento de los naturales. Cuando los
caballos se recuperaron, para reafirmar a Barco ampliando el contacto con los
indígenas y dar bríos a los vecinos deprimidos, organizó recorridas hacia el
este santiagueño, logrando amistad con nuevas poblaciones indígenas y avances
cristianos, erigiendo el signo de la cruz para atraer bendiciones y como
promesa de protección contra cualquier ataque español.
Pero su vida y la
de sus acompañantes iba a sufrir un gran cambio.
En Toamagasta, se
dio con una pésima sorpresa. Un contingente de guerreros españoles había
atacado brutalmente a los indios amigos, poniéndolos en guardia hacia los
españoles. Ni siquiera la
Santa Cruz habían respetado a estos intrusos y malvados, acción increíble en españoles que
ofendió y decepcionó enormemente a los caciques.
Enterado de donde
se encontraba su real, resolvió atacarlos de noche, provocando gran sorpresa y
pavor. Se enojó cuando le recomendaron enviar espías para saber con cuántos
soldados contaba el enemigo. Pero mayor fue su propia sorpresa al constatar en
medio del entrevero que la fuerza adversaria era superior a la de él, por lo
que se dio a la fuga.
De inmediato mandó
emisarios para pedir perdón al jefe, que no era otro que Francisco de Villagrán,
lugarteniente del gobernador de Chile, que había andado recorriendo tierras
pertenecientes a la gobernación de Valdivia o próximas a ella.
Era éste tan
valiente y experto militar como astuto diplomático. Se presentó en la ciudad de
Barco con aires de vencedor generoso. Núñez de Prado se humilló ante él,
asumiendo todas las culpas y declarándose dispuesto a aceptar cualquier pena,
inclusive la de muerte.
Villagrán, haciendo
gala de su bondad, lo perdonó, pero también lo presionó para llevarlo a renunciar
a su calidad de capitán general y pasar a ser lugarteniente de Pedro de
Valdivia, poniendo la nueva ciudad bajo jurisdicción de Chile. Esto implicaba graves consecuencias. La
ciudad nacida del Virreinato del Perú quedaría sujeta a la Capitanía General
de Chile. Núñez desconocía que Villagrán había hecho desbaratar el vital
auxilio que debía traerle Santa Cruz, y que en todo seguía un plan
maquiavélico. Intentó que Villagrán dejara las cosas como estaban, pero éste
continuó presionando indirectamente de
mil modos. Finalmente, sintiendo el peso del deseo del P. Carvajal y de los
vecinos, que querían evitar la destrucción de Barco y quizás del propio Núñez
de Prado, aceptó, resignado. El y los
cabildantes hicieron dejación de cargo en manos de Villagrán, reconociendo la
autoridad de Valdivia, originándose problemas
de jurisdicción que durarían 13 años. Acto seguido, Villagrán lo nombró
a Núñez de Prado lugarteniente de Valdivia y devolvió sus cargos a los cabildantes.
Logrado su
objetivo, después de malograr el auxilio para Núñez de Prado, y dejarlo
sometido a Valdivia junto con “el Barco”, siguió Villagrán su viaje con destino
final a Chile.
La invasión había
sido nefasta para el fundador y sus vecinos. Barco quedaba reducida a 51
hombres (cf. T. Piossek, op. cit.). Un calvario estaba a punto de comenzar.
El causante
principal sería el propio Núñez de Prado. Grandes cambios se producirían en su
manera de comportarse, invadiéndole la inconfesable idea fija de volverse al
Perú lo antes posible. Tomó una resolución drástica: retirarse de Barco con
armas y bagajes, y trasladarla a un punto distante, alejada de los límites de
la gobernación chilena, cerca del camino al Perú, donde intentaría hacerla
fracasar una vez más.
Luego de una
recorrida por los Valles Calchaquíes, volvió ya preparado psicológicamente para
representar el papel de déspota. Puso guardia armada en su puerta y forzó a los
vecinos a firmar el requerimiento de retirarse de Barco, para hacer creer a las
autoridades que ellos lo habían movido a dar el grave paso que violaba las
instrucciones recibidas.
Con el refuerzo que
recibió al llegar por fin Santa Cruz con 16 hombres, Núñez de Prado reunió el
Cabildo de Barco y ante sus miembros
renunció al cargo de Teniente de Gobernador de Pedro de Valdivia y reasumió el
de Capitán General y Justicia Mayor asignado por La Gasca.
La resolución de
abandonar la ciudad causó estupor y congoja. Significaba echar por la borda el
duro esfuerzo de un año, las edificaciones, los sembrados, el suelo que ya se consideraba
propio. Hubo resistencia a la orden y Núñez, supliendo su falta de condiciones
de jefe por un duro despotismo, hizo ajusticiar a uno de los vecinos, e hizo
traer por la fuerza 300 indios cargueros de las poblaciones vecinas, violando
las leyes y el compromiso asumido con La Gasca. Esto produjo un levantamiento general y
muchos pueblos indígenas abandonaron la región (T. Piossek, “Poblar un pueblo”,
p. 177).
Podemos imaginarnos
el ambiente tenso y triste con que los vecinos dejaron la querida ciudad para
dirigirse a lo desconocido. La caravana de 67 españoles y 400 naturales, entre
yanaconas y cargueros, se dirigió penosamente, en invierno, a los Valles
Calchaquíes. De allí los caminos incaicos lo llevarían –esperaba- a la vida
tranquila que añoraba. Muchos indios tucumanos murieron en el traslado,
encadenados para que no se fugaran, o flechados por los diaguitas de los
valles, sus enemigos. También quedaron en el camino muchas cabras y caballos,
que tanto trabajo diera traer del Perú.
Esto le impidió
a Núñez llegar al valle de Jujuy, como quería, debiendo quedarse en el Valle de
Quiri-Quiri, cerca del pueblo de los tolombones, en dominios del Cacique
Calchaquí, hombre bravo y poderoso que por una excepción notable les permitió
asentarse.
Allí, en el camino
para salir al Perú, volvió a fundar Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago,
conocida como Barco II. Trazó la planta urbana, réplica de la anterior,
repartió solares y tierras de labor e indios en encomienda, lo que era más
teórico que real por las limitaciones que imponía el Cacique (T. Piossek,
“Poblar un Pueblo”, p. 181).
Lo que algunos
sospechaban era que esta nueva fundación era una nueva maniobra, y así fue,
pues al mismo tiempo enviaba una consulta a la Audiencia de Lima
pidiendo autorización para abandonar la empresa conquistadora, utilizando el
requerimiento que obligara a firmar a los vecinos antes de abandonar Barco I.
Los mensajeros deberían recorrer 1.400 leguas entre ida y vuelta...
Los pobres vecinos
tuvieron que edificar la nueva ciudad, en medio del hambre y las privaciones.
Faltos de lo esencial, tuvieron que hacerse calzado con cueros “de tigres y de
leones” y vestirse con cueros de venados. Podemos reconstruir mentalmente todo
el desgaste que este empezar de nuevo significaba. A la falta de elementos
esenciales se sumaba la de mano de obra indígena, ya que el Cacique Calchaquí
la retaceaba. Todo ello empeorado a fondo por el despotismo cruel e incoherente
de Núñez de Prado. Ni siquiera el hallazgo de oro en las inmediaciones –que ofrecía
nuevas posibilidades- lo hizo cambiar, mientras esperaba la respuesta de Lima.
Sacando fuerzas de
flaquezas, todo empezó de nuevo, las edificaciones de las casas, del convento
de los frailes, el trazado de calles y solares, los contactos con las tribus.
La evangelización
intentada por los Padres Carvajal y Trueno encontraba una valla en las
creencias panteístas de los indios de los valles, que sólo se convertirían al
cristianismo un siglo después, tras su derrota en las guerras calchaquíes.
Pero Núñez había
incumplido su compromiso, apostando a que la Audiencia compartiría su
actitud de retroceso. Se equivocaba. Cuando la segunda Barco ya empezaba a
remontar vuelo, llegó una orden terminante de la Audiencia: debía
atenerse a lo pactado y “poblar un pueblo” en Tucumán.
La noticia cayó
como un rayo, y no era para menos... Significaba otra vez el desarraigo, la
pérdida del esfuerzo y de los logros, borrar, abandonar, desamparar, volver a
fojas cero! La oposición a Núñez crecía. Los vecinos le recriminaron el nuevo
curso que les obligaba a dar a sus vidas. Nuevamente recurrió a la pena
capital. Esta vez fueron dos vecinos, para peor, de los que siempre lo habían
apoyado.
Se le habían venido
abajo los planes que albergaba de abandonar la empresa fundadora. Si lo hacía,
tendría que responder ante las autoridades por el fracaso de un proyecto tan
vital, que “significaba el comienzo de una conquista mayor que culminaría en el
Río de la Plata,
salida al Mar del Norte”, como había previsto La Gasca (T. Piossek, op.
cit.). Decidió irse lejos, para seguir escapando de la autoridad de Valdivia,
creyendo ponerse a salvo de la acción de sus Tenientes.
Desoyó la orden de
poblar en Tucumán y se dirigió al este, a los “Llanos de los juríes”. Todo era
incertidumbre y malestar para los pobladores errantes del Noroeste argentino,
cuando una situación providencial se presentó inesperadamente.
Al llegar al
territorio jurí, se dieron con una ofensiva de los temibles lules que destruían
poblados y sembrados, hacían desastres con las mujeres, se llevaban prisioneros
para satisfacer sus hábitos de antropofagia. La llegada de los hombres blancos
fue un socorro salvador. Pactaron alianza para hacer frente a los lules. Los
españoles pondrían sus armas y caballos para defender a los juríes; éstos les
cederían un pedazo de tierra para fundar una ciudad.
Bajo este
auspicioso comienzo, lejos de la cordillera nevada y de los valles, se fundó
por tercera vez y reedificó nuevamente la ciudad a orillas del Río Dulce. Una
nueva etapa comenzaba que era, en cierto
modo, definitiva. No todo quedaría inmutable ni menos aún color de rosa. Pero
el horizonte de una vida más estable
parecía abrirse.
El problema de
Barco III era su aislamiento. Esto tenía solución, pero su Capitán General no
la buscaba. Con el tiempo, los vecinos comenzaban a avizorar perspectivas de
esperanza. Lograron afianzarse con una inesperada victoria salvadora, a fuerza
de arrojo y táctica, sobre los indios de Meaja, que organizaban un
levantamiento general. Lo consideraron uno de los principales éxitos logrados
en tres años de probaciones, hecho en que se destacó el vecino Hernán Mejía
Miraval, a quien luego comenzaron a llamar Capitán.
Las yeguas, cabras
y chanchas sobrevivientes de los largos itinerarios y de los combates comenzaban
a parir. La tierra nueva se alegraba con los balidos de los cabritos y el
retozar de los potrillos. Las siembras comenzaban a dar frutos para la
necesitada población. Sólo en una mente no penetraba la alegría de la vida: en
la de Núñez de Prado. Seguía con la idea fija de volverse. No quería que la
empresa tuviese éxito, y esto lo distanciaba del grupo que mandaba.
Con pretextos,
maquinaba un nuevo traslado, aunque parezca mentira. Esta vez no era al norte
sino al sureste, sobre el Río Salado, allá por los Comechingones, en el paraje
de Taquigasta que había hecho recorrer a Blas de Rosales. ¿Cómo reaccionarían
los vecinos? ¿Lograría su intento?
En el aislamiento
de Barco, no llegaban noticias del Perú ni de Chile. Pero Valdivia no era
hombre de quedarse quieto. A su lado, aparte de Villagrán, había surgido otro
grande, cuyo nombre resonaría por todo el Tucumán.
El fundador de
Chile soñaba con extender su gobernación de un océano al otro. Al mismo tiempo
parecía entrever que sus sueños corrían peligro
y decidió abrirle un camino autónomo a ese otro emprendedor, Francisco
de Aguirre, “primera lanza de Chile”. Lo designó su Teniente en La Serena y Barco en términos
tales que prácticamente lo convertía en gobernador autónomo en caso de que él,
Valdivia, viniese a morir.
Aguirre era un
conquistador y organizador nato. Había reunido una importante fortuna y
comandaba hombres aguerridos. Siguiendo las instrucciones de Valdivia, partió a
cruzar la cordillera. Podía, según ellas, extenderse “dentro de su gobernación
y fuera de ella”, fundar ciudades, dejar o no de teniente a Núñez de Prado en
la ciudad de Barco, que creían en el lugar donde la dejara Villagrán.
Grande fue la
sorpresa de Aguirre y sus hombres al pasar por las desamparadas Barco I y Barco
II. Siguiendo los rastros de Núñez gracias a los informes de los indios, a
quienes sabía imponer respeto y aún ganarse su estima, siguiendo sus pasos tomó
rumbo al este hacia las riberas del Río Dulce.
Una noche de
invierno de 1553, la aldea se vio alterada por la llegada de un contingente en
armas y con pendón en alto. La voz potente de un Rodrigo pregonero hizo saber a
todos que llegaba el magnífico señor Francisco de Aguirre a gobernar la ciudad
por cuenta de Pedro de Valdivia. Por precaución arrestó a algunos miembros del
cabildo y dio orden a todos de quedarse en sus casas.
Al día siguiente,
reunió el cabildo y mostró sus poderes, siendo recibido por los alcaldes y
regidores. No sólo traía una fuerza disuasiva, sino representaba una nueva
esperanza para la ciudad amenazada por un tercer traslado por su impredecible
capitán general, que se hallaba ausente.
Núñez de Prado
había partido al Famatina, por “tener fama” de sus minas. No imaginaba lo que
estaba ocurriendo a orillas del río Dulce, pero no tardó en enterarse. Una
partida destacada por el General Aguirre, con respeto y firmeza le comunicó que
quedaba arrestado. Por haber desamparado
Barco, el nuevo jefe lo descartaba para cualquier función, y lo enviaba preso a
Chile para su juzgamiento.
Juan Núñez de Prado
defendería su causa en los tribunales del Perú, pero nunca más volvería al
Tucumán. La era de Aguirre comenzaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario