En los años 1709-10, durante la
Gobernación de don
Esteban de Urízar y Arespacochaga, Salta fue conmovida por una enorme rebelión de las tribus aliadas del
Chaco que llegaron a las puertas de la ciudad dispuestas a exterminar a los
cristianos. En su magnífica recopilación de hechos y tradiciones, Bernardo
Frías cuenta lo ocurrido(*).
El glorioso varón
francés San Bernardo, Abad y Doctor de la Iglesia, cumplía sus deberes de estado con plena
fidelidad a la gracia de Dios. Su influencia era tal que gobernaba en sus días
toda la Europa
cristiana.
Fundador de la Orden Cisterciense,
tenía bajo su influencia mas de tres mil monasterios; levantó su Abadía en un
oscuro lugar repleto de malhechores de toda índole, que se limpió tanto con su
acción, que tomó el nombre de Claraval, que significa “Valle Claro”.
La fortaleza de
carácter del santo lo hacía lanzar rayos y truenos cuando la situación lo
exigía, sea ante quién sea, incluso en polémicas como la que mantuvo al aire
libre en París con un profesor, logrando con sus argumentos que el libro
presentado por éste fuera declarado “un depósito de herejías”.
Escribió su famosa
Carta sobre la vocación del monje guerrero en las Ordenes de Caballería y formó
la segunda Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro de manos de los
musulmanes. Pasó su vida deplorando y combatiendo los males que habían penetrado en el Clero: “¡quien me diera la
dicha –decía- de ver, antes de morir, a la Iglesia de Dios como era en sus primeros días!”.
Monje joven y lleno
de vida, de buen gusto, ni torvo ni retobado como pintan a los santos de la Edad Media, que
ciertamente nada tenían de eso –dice Frías-. De costumbres elegantes y afecto
al buen decir, no pasaba delante de una imagen de la Santa Virgen sin
saludarla con un: “Dios te salve María”; hasta que un día, Ella le contestó:
“¡Dios te salve Bernardo!”.
Volvamos a Salta,
capital por entonces del antiguo Tucumán.
Desde Tarija a Santa Fe –refiere el historiador salteño- se extendía el
Gran Chaco, llanura inmensa, boscosa, llena de iniquidades, cuna de langostas y
sabandijas, y de tribus salvajes rebeldes a cualquier civilización, sucios y
vagabundos, desleales a todo juramento, crueles hasta la ferocidad(**) -Tobas,
Mocovies, Vilelas, Mataguayos y muchas más.
Aquellos hombres
vivían desnudos, sus mujeres con sus formas dadas al viento y teniendo los
hijos como las bestias sus crías.
Soldados españoles
había que nada entendían de urbanidad o diplomacia para con estos indios, y sus
violencias provocaban mayor odio y venganza contra el cristiano.
Por más de
doscientos años, las ciudades hispano-indígenas principales del Norte fueron el
centro de ataque, de lo que resultaban daños irreparables y muchas historias
para contar.
Las avispas de San Bernardo
Pero volvamos a
nuestro tema principal. Un día, como dijimos, la ola invasora llegó hasta las
puertas de Salta volcando sobre sus rastros un verdadero reguero de destrucción
y sangre, porque era, entre todas, la más maldita para los salvajes, la presa
codiciada; querían la gloria de vencerla porque era nido de cristianos y el
cuartel general de la colonización española en el Tucumán.
El incendio
principió a abrasar la ciudad, las calles se llenaron de indios, se oían
llantos de mujeres y niños, los hombres caían… ¡la hora de morir sonaba para
muchos!
Los invasores no
aceptaron parlamentar y sacrificaron cruelmente a los voluntarios que hicieron
el intento. Eran dos hermanos, uno de los cuales estaba a punto de casarse y
formar su hogar en suelo salteño; la novia se había quedado en su casa,
esperando su vuelta... La ciudad asediada levantaba, quizás por la postrera
vez, la voz al Cielo.
Inesperadamente,
algo ocurrió que cambió el curso de los acontecimientos: un hombre vestido de
hábito blanco, parado sobre las rocas del cerro pegado al caserío, apareció
impávido, tranquilo, y mirando a Salta;
la brisa movía sus ropas y su capa; en una mano sostenía un libro y un pequeño
bulto en la otra. Era un panal.
Los indios lo
vieron y comenzaron a huir despavoridos; aterrorizados, pasaban cerca de él con
el rostro descompuesto y mirada de espanto.
Los cristianos se
sintieron salvados, pero no acertaban a entender el porqué! Sólo atinaron a dar gracias con el Santísimo en los altares y las
campanas al viento.
Diz que los
indios contaron que cuando el hombre vestido de blanco agitaba el panal, salían
legiones de avispas bravísimas, que clavaban rabiosas sus aguijones envenenados
en los ojos y en cualquier parte de su piel desnuda.
Menos de una hora
tardaron en abandonar la ciudad estremeciendo el cerro con sus chillidos.
Salta quedó libre
de enemigos.
A modo de
observación, pequeñas partidas los siguieron. Con algunos hablaron, y les
dijeron que habían visto un hombrecito blanco que les infundía tal pavor, que
no serían ellos quienes volvieran a Salta para guerrear con él.
Tiempo después,
algunos comisionados indios bajaron a la ciudad. Rodeados por mucha gente
fueron preguntados para develar el misterio; relataron lo del hombre vestido de
blanco y las avispas.
Para saber de quién
se trataba los llevaron a ver todo lo que podría parecerse. Así es que fueron
al convento de los padres belermitas, y cuando entraron a la
capilla, los indios señalaron la imagen de San Bernardo gritando ¡aquél es, aquél es! , y salieron
corriendo llenos de espanto parando recién en pleno campo.
La gratitud de
Salta para con el Santo protector fue mostrada de mil maneras, con actos
piadosos y obsequios, el Cabildo
Eclesiástico lo nombró segundo Patrón de la ciudad, el Gobierno civil le firmó
despachos de Capitán de Ejército con galones militares y la paga de su sueldo
en el día de su fiesta; el cerro que fue teatro de tan prodigioso milagro,
desde entonces se llama “Cerro San Bernardo”.
Esta breve síntesis
de los coloridos relatos de Bernardo Frías –que estaba orgulloso de llevar ese
nombre-, nos sirva para recordar el prodigio que Dios obró por manos de San
Bernardo en un momento de grave aprieto. Digámosle al Vice-Patrono de nuestra
ciudad como le dijo la Virgen:
“¡Dios te salve Bernardo!”, y que vuelva a su cerro, y mueva otra vez el panal
salvador para soltar su ejército de aguijones alados y evitar posibles males
cada vez que sea necesario! Que así sea
por siempre.
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(*)
Bernardo Frías, “Tradiciones Históricas (República Argentina)”, II serie, Ed.
Jesús Menéndez e hijo, Buenos Aires, 1924. (Reeditada recientemente por la Fundación Michel
Torino).
(**)
Este panorama puede sorprender a quien no haya tenido ocasión de profundizar el
tema. Entre la abundante documentación al respecto, podemos citar la célebre
crónica de fray Reginaldo de Lizárraga, OP, en que refiere que los guaycurúes
se consideraban mejores por practicar el canibalismo cocinando a sus víctimas,
mientras que los tobas lo practicaban con seres humanos vivos! :
“Reprehendiales gravemente el vicio
bestial de comer carne humana, á lo cual algunas veces le respondian que si la
comian era asada ó cocida, pero que no treinta leguas de allí habia otros
indios muy dispuestos, llamados Tobas, que la comen cruda; estos eran malos
hombres, y no ellos, porque cuando van en el alcance, al indio que cogen,
echándoselo al hombro y corriendo tras los enemigos, se lo van comiendo vivo á
bocados (...)” . (cf.“Descripción breve de toda la tierra
del Perú, Tucumán, Río de la
Plata y Chile” - La sociedad peruano-tucumanense del siglo
XVI en la mirada de fray Reginaldo de Lizárraga, OP, Congreso Internacional
Historia de la Orden
Dominicana en América, Junta Provincial de Historia de
Córdoba, 2004, p. 125).
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