El águila bicéfala – Austria est imperari orbi universi (A.E.I.O.U.)
Los cimientos de la Argentina no se edifican en el siglo XIX, como quisiera la historia oficial. Las naciones hispanoamericanas nacen de España, verdad tan obvia que no sería necesario recordar si no hubiese una gigantesca muralla de olvido y mala fe.
No sólo nace la Argentina de España: en el siglo XVI –dicen autores como el tradicional Vicente Sierra y el liberal José L. Romero- se forja la matriz psicológica, la propia alma del argentino.
Ese momento capital del alumbramiento se da en nuestro caso bajo la influencia personal de Felipe II, bisnieto de la Reina Isabel e hijo del célebre Emperador Carlos V, Sacra Majestad Cesárea en cuyos dominios no se ponía el sol.
El Imperio en que nacimos con todos los fueros es el mayor que vio la historia. Su Rey es un monarca militantemente católico, compenetrado de la misión de la España de Don Pelayo y San Fernando, de la que participan sus reinos de ultramar, a los que gobierna con solicitud. En su persona reúne ricas tradiciones de las que es síntesis viva, de la Alemania imperial, Flandes, Portugal y Castilla.
La Casa de Austria, a la que pertenece, se ha ido destilando orgánicamente en el Sacro Imperio que forjó Carlomagno como institución clave de la comunidad de naciones cristiana. El águila bicéfala, su símbolo heráldico, se incorpora a las armas de España y extiende sus alas en nobles pórticos de la América Española.
La sigla A.E.I.O.U. expresa un llamado dinástico, que el Emperador Federico III interpretaba así: “A Austria le corresponde gobernar sobre todo el mundo”; y: “Austria será en el mundo la última” (la que llegará hasta el fin del mundo).
Don Felipe, en esos tiempos de racionalismo, mantiene rasgos de rey de leyenda. El auge de su lucha contra los enemigos del Cristianismo es la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Intervienen en este magno acontecimiento grandes varones. El Papa San Pío V forja la Santa Alianza con España y Venecia. Unidas a la flotilla papal constituyen una magnífica armada que comanda el medio hermano de Felipe, don Juan de Austria, a quien el Papa aplicaba palabras del Evangelio, considerándolo un enviado de Dios: hubo un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan….
Esta santa alianza se funda principalmente sobre el poderío español, lo que no es poca gloria, e inflige una inolvidable derrota al poder musulmán, con el auxilio manifiesto de la Virgen. El Papa –a quien la Madre de Dios comunica sobrenaturalmente el resultado- instituye la festividad de Nuestra Señora del Rosario de la Victoria para conmemorar eternamente el histórico triunfo.
Legítimo rey de Portugal, adquiere Felipe el Brasil y soñados reinos de “mil y una noches” en Africa, Arabia y la India. Las circunstancias lo ponían en situación del mayor poderío y gloria como Señor de un Imperio fabuloso nunca visto en el mundo (cf. José Luis Busaniche, Historia Argentina, cap. VII).
El sueño de la Casa de Austria se hace realidad. Incluye en lugar de honra al Nuevo Mundo, que Pío XII llamará “continente de la esperanza”. Esperanza de ser el bastión de una comunidad iberoamericana de naciones renovada que glorifique a María Reina y realice la civilización cristiana y mariana.
Nacen la primera ciudad y la nación argentina
En este marco de grandeza católica universal, nace la primera ciudad argentina en nombre del Rey Carlos I de España, Sacro Emperador de Alemania. El acta de fundación de Barco es más que esto: es el acta de nacimiento de la Argentina como nación, como sostienen sabiamente Alejandro Moyano Aliaga y otros historiadores cordobeses (citado por Prudencio Bustos Argañaraz en Manual de Historia Argentina).
Los fundadores de ciudades las erigen plenamente conscientes de las virtualidades de lo que fundan. Veían más allá que ciertos historiadores, que no ven más que ranchos de adobe y gallinas, sin comprender que es la civilización que da el tono en el mundo que llega, la del Prado y el Escorial, la de Santiago de Compostela y la Catedral de Sevilla, la de Lope y San Juan de la Cruz, la de Las Meninas y el Entierro del Conde de Orgaz, la de San Ignacio y Santa Teresa.
En tiempos de Aguirre llaman al Tucumán Reino y Provincia del Nuevo Maestrazgo de Santiago y Nueva Tierra de Promisión. Pues no son burócratas de Harvard sino soñadores-realizadores de espíritu hidalgo. Desde el Norte estiran el brazo hacia la Patagonia y conectan el Perú con España por el Río de la Plata. Lo intentó en la Gran Entrada Francisco de Mendoza, lo reintenta Aguirre y lo concretan definitivamente Cabrera y Garay.
Los cimientos de la Argentina no se edifican en el siglo XIX, como quisiera la historia oficial. Las naciones hispanoamericanas nacen de España, verdad tan obvia que no sería necesario recordar si no hubiese una gigantesca muralla de olvido y mala fe.
No sólo nace la Argentina de España: en el siglo XVI –dicen autores como el tradicional Vicente Sierra y el liberal José L. Romero- se forja la matriz psicológica, la propia alma del argentino.
Ese momento capital del alumbramiento se da en nuestro caso bajo la influencia personal de Felipe II, bisnieto de la Reina Isabel e hijo del célebre Emperador Carlos V, Sacra Majestad Cesárea en cuyos dominios no se ponía el sol.
El Imperio en que nacimos con todos los fueros es el mayor que vio la historia. Su Rey es un monarca militantemente católico, compenetrado de la misión de la España de Don Pelayo y San Fernando, de la que participan sus reinos de ultramar, a los que gobierna con solicitud. En su persona reúne ricas tradiciones de las que es síntesis viva, de la Alemania imperial, Flandes, Portugal y Castilla.
La Casa de Austria, a la que pertenece, se ha ido destilando orgánicamente en el Sacro Imperio que forjó Carlomagno como institución clave de la comunidad de naciones cristiana. El águila bicéfala, su símbolo heráldico, se incorpora a las armas de España y extiende sus alas en nobles pórticos de la América Española.
La sigla A.E.I.O.U. expresa un llamado dinástico, que el Emperador Federico III interpretaba así: “A Austria le corresponde gobernar sobre todo el mundo”; y: “Austria será en el mundo la última” (la que llegará hasta el fin del mundo).
Don Felipe, en esos tiempos de racionalismo, mantiene rasgos de rey de leyenda. El auge de su lucha contra los enemigos del Cristianismo es la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Intervienen en este magno acontecimiento grandes varones. El Papa San Pío V forja la Santa Alianza con España y Venecia. Unidas a la flotilla papal constituyen una magnífica armada que comanda el medio hermano de Felipe, don Juan de Austria, a quien el Papa aplicaba palabras del Evangelio, considerándolo un enviado de Dios: hubo un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan….
Esta santa alianza se funda principalmente sobre el poderío español, lo que no es poca gloria, e inflige una inolvidable derrota al poder musulmán, con el auxilio manifiesto de la Virgen. El Papa –a quien la Madre de Dios comunica sobrenaturalmente el resultado- instituye la festividad de Nuestra Señora del Rosario de la Victoria para conmemorar eternamente el histórico triunfo.
Legítimo rey de Portugal, adquiere Felipe el Brasil y soñados reinos de “mil y una noches” en Africa, Arabia y la India. Las circunstancias lo ponían en situación del mayor poderío y gloria como Señor de un Imperio fabuloso nunca visto en el mundo (cf. José Luis Busaniche, Historia Argentina, cap. VII).
El sueño de la Casa de Austria se hace realidad. Incluye en lugar de honra al Nuevo Mundo, que Pío XII llamará “continente de la esperanza”. Esperanza de ser el bastión de una comunidad iberoamericana de naciones renovada que glorifique a María Reina y realice la civilización cristiana y mariana.
Nacen la primera ciudad y la nación argentina
En este marco de grandeza católica universal, nace la primera ciudad argentina en nombre del Rey Carlos I de España, Sacro Emperador de Alemania. El acta de fundación de Barco es más que esto: es el acta de nacimiento de la Argentina como nación, como sostienen sabiamente Alejandro Moyano Aliaga y otros historiadores cordobeses (citado por Prudencio Bustos Argañaraz en Manual de Historia Argentina).
Los fundadores de ciudades las erigen plenamente conscientes de las virtualidades de lo que fundan. Veían más allá que ciertos historiadores, que no ven más que ranchos de adobe y gallinas, sin comprender que es la civilización que da el tono en el mundo que llega, la del Prado y el Escorial, la de Santiago de Compostela y la Catedral de Sevilla, la de Lope y San Juan de la Cruz, la de Las Meninas y el Entierro del Conde de Orgaz, la de San Ignacio y Santa Teresa.
En tiempos de Aguirre llaman al Tucumán Reino y Provincia del Nuevo Maestrazgo de Santiago y Nueva Tierra de Promisión. Pues no son burócratas de Harvard sino soñadores-realizadores de espíritu hidalgo. Desde el Norte estiran el brazo hacia la Patagonia y conectan el Perú con España por el Río de la Plata. Lo intentó en la Gran Entrada Francisco de Mendoza, lo reintenta Aguirre y lo concretan definitivamente Cabrera y Garay.
Nota: las dos entradas anteriores se encuentran en esta página, en el mes de febrero
(Próxima nota -4ª- : Fe y Resistencia en el Tucumán)
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