San Pío V siempre tuvo la certeza absoluta
del triunfo sobre los enemigos de la Cristiandad
obtenido por intercesión de la Ssma. Virgen.
Incluyó en las Letanías "Auxilio de los Cristianos"
luego de Lepanto
¡Qué maravilla es internarse en la Historia
de la Cristiandad y contemplar la galería de héroes, de santos, de
gigantes de la Fe y la epopeya!
Pío V acababa de ser elegido Papa. En pleno Renacimiento neo-pagano se daba un “tournant de l’histoire”, un “remolino de la historia”. A las tendencias al relajamiento y el relativismo, el afán de riquezas y placeres, al cálculo político y la razón de Estado imperantes, los Cardenales de la Curia romana, encabezados por San Carlos Borromeo, oponían en el más alto sitial del mundo a un paladín de la Fe sin concesiones, a un religioso que creaba una atmósfera sobrenatural en combate contra la lujuria, a un cruzado capaz de conclamar a toda voz a la vigilancia y al combate contra los enemigos listos para destruir la civilización cristiana.
Era hacerle frente a las tendencias desordenadas en boga, lo que al pueblo y a ciertos sectores dirigentes no les entusiasmaba. Pero él, con sentido de las realidades profundas, respondía: ¡tanto más han de sentir mi muerte! Y sin esquivar el camino sembrado de las espinas de duros deberes a cumplir, seguía adelante, bondadoso, amigable, pero irreductible.
Así presentaba a Felipe II su programa, luego de la elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres.
Su responsabilidad por las almas de todo el mundo le causaba espanto “pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse”.
En el gobierno de la Iglesia su gran preocupación fue aplicar el Concilio de Trento, que definió para siempre las grandes verdades reveladas en contraposición a los errores protestantes. En ese espíritu de fidelidad a la Tradición promulgó el Breviario, el Misal, y el Catecismo tridentinos.
El misal de Trento, “conforme a las normas y ritos de los Padres de la Iglesia”, fue promulgado por el Vicario de Cristo para uso general: los seminarios se llenaron, los monasterios volvieron a la observancia, la Inquisición –tan desconocida y calumniada- velaba con firmeza por la unidad e intangibilidad de la Fe.
Nunca perdía de vista el engrandecimiento de la religión y de la fidelidad a la autoridad de la Santa Sede. Consideraba importante el respeto al ceremonial hasta en los detalles, exigía a los embajadores el uso de los trajes prescriptos por la etiqueta pontificia y todo desacato le desagradaba.
“Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad”. Su ideal político era “realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles”[1] .
Su actitud resuelta contra los errores y herejías, a través del riesgoso oficio de inquisidor, le valió ser recibido a pedradas al entrar en Como. A veces, para salvar su vida, debió esconderse como un fugitivo, de noche, en la cabaña de algún campesino. Pero no se dejaba intimidar. Amenazado por un hombre poderoso de ser arrojado al agua, respondía: Será como Dios lo quiera… Pues su confianza en la Providencia Divina en los lances por la buena causa era total; y será una marca fundamental en la epopeya de Lepanto.
El pueblo comenzó a amar al Santo Pontífice de barbas patriarcales que iba adquiriendo fama de santidad. Su sola presencia –decían- obraba conversiones en las filas protestantes. Su estilo y entereza ejercieron una influencia incalculable sobre sus contemporáneos: “su entusiasmo y su ejemplo eran ilimitadamente efectivos”, dice Ranke [2] .
En su ejemplo se veía cómo debía vivir un verdadero Pastor: sus maneras de actuar y organizar sirvieron de parámetro en todo el mundo católico (ibid.)
San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, hizo pintar su cuadro para mejor imitarlo. Y habiendo este gran Cardenal tomado medidas contra religiosos rebeldes –los “Humillados”- , fue atacado a tiros durante la misa, saliendo milagrosamente ileso. Terribles pruebas y radiantes intervenciones sobrenaturales que acrecentaban la admiración de los fieles por sus pastores.
El Papa era adversario irreconciliable de los pertinaces monarcas y gobernantes enemigos de la Iglesia, en Oriente y Occidente; y era un padre con los príncipes cristianos. Enfermo Felipe II, pilar de Lepanto y la Contrarreforma, San Pío V rogó a Dios que lo curara, pidiéndole que le quitara algunos años de vida y se los diera al Rey Católico. ¡Cuánto habrán pesado semejantes gestos en lograr la “imposible alianza” entre las rivales España y Venecia!
San Pío V, que -como dice Pastor [3] – “a nada se resistía tanto como a tomar las armas”, comprendía como ningún otro en la Cristiandad la necesidad urgente de unirse y empuñarlas contra las potencias anticristianas como único medio eficaz para salvarla. No sólo como lo vería un gobernante previsor y realista sino con una visión inspirada, sobrenatural, de Vicario de Cristo. Prometió emplear todo el caudal del Papado e ir en persona a dirigir una cruzada contra la Inglaterra protestante. ¡Cuántos males se podrían haber evitado así! A los ingleses fieles les dijo que deseaba derramar su sangre por ellos .
Este era el Papa que lograría forjar una liga católica que sus contemporáneos –prelados, generales, príncipes- consideraban imposible. Parafraseando y dando su verdadero sentido a un slogan de la infecta revolución de la Sorbona (’68), podríamos expresar su idea en estos términos: “Sea realista [confíe en la ayuda de Dios por medio de María y] exija lo imposible”. Así actúan los grandes hombres inspirados por la Providencia, y vencen.
San Pío V logró formar un poder de estados cristianos hermanados impregnado de sentido católico. “Y así se llegó, en Lepanto, al día de batalla más feliz que los cristianos hayan tenido jamás” (Ranke).
Continuaremos. (Nota: sobre Lepanto ver también nuestro artículo del 7 de octubre pasado).
Pío V acababa de ser elegido Papa. En pleno Renacimiento neo-pagano se daba un “tournant de l’histoire”, un “remolino de la historia”. A las tendencias al relajamiento y el relativismo, el afán de riquezas y placeres, al cálculo político y la razón de Estado imperantes, los Cardenales de la Curia romana, encabezados por San Carlos Borromeo, oponían en el más alto sitial del mundo a un paladín de la Fe sin concesiones, a un religioso que creaba una atmósfera sobrenatural en combate contra la lujuria, a un cruzado capaz de conclamar a toda voz a la vigilancia y al combate contra los enemigos listos para destruir la civilización cristiana.
Era hacerle frente a las tendencias desordenadas en boga, lo que al pueblo y a ciertos sectores dirigentes no les entusiasmaba. Pero él, con sentido de las realidades profundas, respondía: ¡tanto más han de sentir mi muerte! Y sin esquivar el camino sembrado de las espinas de duros deberes a cumplir, seguía adelante, bondadoso, amigable, pero irreductible.
Así presentaba a Felipe II su programa, luego de la elección: destruir las herejías, terminar con los movimientos cismáticos, establecer la concordia y la unidad en el pueblo cristiano, reducir a los rebeldes y purificar las costumbres.
Su responsabilidad por las almas de todo el mundo le causaba espanto “pues es terrible tener que dar cuenta de todos los que por incuria o negligencia mía lleguen a perderse”.
En el gobierno de la Iglesia su gran preocupación fue aplicar el Concilio de Trento, que definió para siempre las grandes verdades reveladas en contraposición a los errores protestantes. En ese espíritu de fidelidad a la Tradición promulgó el Breviario, el Misal, y el Catecismo tridentinos.
El misal de Trento, “conforme a las normas y ritos de los Padres de la Iglesia”, fue promulgado por el Vicario de Cristo para uso general: los seminarios se llenaron, los monasterios volvieron a la observancia, la Inquisición –tan desconocida y calumniada- velaba con firmeza por la unidad e intangibilidad de la Fe.
Nunca perdía de vista el engrandecimiento de la religión y de la fidelidad a la autoridad de la Santa Sede. Consideraba importante el respeto al ceremonial hasta en los detalles, exigía a los embajadores el uso de los trajes prescriptos por la etiqueta pontificia y todo desacato le desagradaba.
“Toda condescendencia con los herejes y los cismáticos le parecía una debilidad”. Su ideal político era “realizar la unidad de los príncipes cristianos para lanzarlos contra los protestantes, los cismáticos y los infieles”[1] .
Su actitud resuelta contra los errores y herejías, a través del riesgoso oficio de inquisidor, le valió ser recibido a pedradas al entrar en Como. A veces, para salvar su vida, debió esconderse como un fugitivo, de noche, en la cabaña de algún campesino. Pero no se dejaba intimidar. Amenazado por un hombre poderoso de ser arrojado al agua, respondía: Será como Dios lo quiera… Pues su confianza en la Providencia Divina en los lances por la buena causa era total; y será una marca fundamental en la epopeya de Lepanto.
El pueblo comenzó a amar al Santo Pontífice de barbas patriarcales que iba adquiriendo fama de santidad. Su sola presencia –decían- obraba conversiones en las filas protestantes. Su estilo y entereza ejercieron una influencia incalculable sobre sus contemporáneos: “su entusiasmo y su ejemplo eran ilimitadamente efectivos”, dice Ranke [2] .
En su ejemplo se veía cómo debía vivir un verdadero Pastor: sus maneras de actuar y organizar sirvieron de parámetro en todo el mundo católico (ibid.)
San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, hizo pintar su cuadro para mejor imitarlo. Y habiendo este gran Cardenal tomado medidas contra religiosos rebeldes –los “Humillados”- , fue atacado a tiros durante la misa, saliendo milagrosamente ileso. Terribles pruebas y radiantes intervenciones sobrenaturales que acrecentaban la admiración de los fieles por sus pastores.
El Papa era adversario irreconciliable de los pertinaces monarcas y gobernantes enemigos de la Iglesia, en Oriente y Occidente; y era un padre con los príncipes cristianos. Enfermo Felipe II, pilar de Lepanto y la Contrarreforma, San Pío V rogó a Dios que lo curara, pidiéndole que le quitara algunos años de vida y se los diera al Rey Católico. ¡Cuánto habrán pesado semejantes gestos en lograr la “imposible alianza” entre las rivales España y Venecia!
San Pío V, que -como dice Pastor [3] – “a nada se resistía tanto como a tomar las armas”, comprendía como ningún otro en la Cristiandad la necesidad urgente de unirse y empuñarlas contra las potencias anticristianas como único medio eficaz para salvarla. No sólo como lo vería un gobernante previsor y realista sino con una visión inspirada, sobrenatural, de Vicario de Cristo. Prometió emplear todo el caudal del Papado e ir en persona a dirigir una cruzada contra la Inglaterra protestante. ¡Cuántos males se podrían haber evitado así! A los ingleses fieles les dijo que deseaba derramar su sangre por ellos .
Este era el Papa que lograría forjar una liga católica que sus contemporáneos –prelados, generales, príncipes- consideraban imposible. Parafraseando y dando su verdadero sentido a un slogan de la infecta revolución de la Sorbona (’68), podríamos expresar su idea en estos términos: “Sea realista [confíe en la ayuda de Dios por medio de María y] exija lo imposible”. Así actúan los grandes hombres inspirados por la Providencia, y vencen.
San Pío V logró formar un poder de estados cristianos hermanados impregnado de sentido católico. “Y así se llegó, en Lepanto, al día de batalla más feliz que los cristianos hayan tenido jamás” (Ranke).
Continuaremos. (Nota: sobre Lepanto ver también nuestro artículo del 7 de octubre pasado).
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[1] Cfr. Fr. Justo Pérez de Urbel, “Año Cristiano”, Ed. Poblet, Buenos Aires, p. 253
[2] Leopold von Ranke, „Die Römischen
Päpste in den letzten vier Jahrhunderten“, t. 1, Gutenberg-Verlag
Christensen & Co., Wien, p. 206
[3] „Geschichte der Päpste – Im
Zeitalter der katholischen Reformation und Restauration – Pius V
(1566-1572)”, Freiburg im Breisgau 1920, Herder & Co., p. 539
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