miércoles, 14 de enero de 2009

Azul, fuego y plata: cielos del Norte


Nada se compara al encanto del anochecer en el verano, como lo muestran estas fotos bajadas de google, que nos ayudan a suplir nuestra carencia
Sentados frente a una ermita de piedra de la Virgen, donde aún lucen las figuras del pesebre al paso de los transeúntes de la calle arenosa -como la "tierra cafayateña"- rezamos y contemplamos bellas oraciones de la Pequeña Corona de San Luis María Grignion de Montfort. De ese hombre santamente terrible, que si no hubiese sido santo, habría sido tout court "el hombre más terrible de su tiempo". Que en admirable contraste, armonizaba vigor, íntegra repulsa al mal, capacidad poco común de enfrentar toda clase de adversarios, con la suavidad y el sentido de lo maravilloso para invocar como ninguno a la Estrella del Mar...
En el cielo hay movimiento. Al entrar el sol, toma una coloración entre turquesa y azul. En el centro brilla el lucero con una energía que parece entonar un canto angélico, o unos versos al estilo de San Juan de la Cruz.
Como base y marco, las copas opacas de los algarrobos -"árboles", como les llamamos, con simplicidad esencial de tiempos patriarcales-, de formas angulosas como tajos y reveses.
Más allá, sumergidos en la zona mítica bañada por la luna y las estrellas, los cerros, encerrando ciudades perdidas y valles encantados. Quizás a esta hora el león corretea unos guanacos y los burros retozan a la luz de la luna de enero.
El azul nos atrapa. Va oscureciéndose lentamente, mágicamente, conservando su luminosidad. Nos inunda de mudos matices sublimes. Nos transmite un mensaje que tardaremos en descifrar. Nos da una serenidad placentera, de profundo equilibrio, que invita a la conversación calma y distendida. Nos empuja "al frente y hacia lo alto".

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