Portentoso monumento a Francisco de Aguirre en el parque que lleva su nombre - Santiago del Estero
Fundación de Santiago del Estero, "Madre de Ciudades" -
4ª nota
FRANCISCO de AGUIRRE – CONQUISTADOR, GUERRERO y ESTADISTA DE ASPIRACIONES INTEROCEANICAS
Consolida la primera ciudad argentina, la traslada y la bautiza como Santiago del Estero (1553-1554)
Sobresaliendo de
la frondosa arboleda del parque de Santiago del Estero, a menos de un tiro
de arcabuz del Río Dulce, un promontorio se eleva hacia lo alto
despegándose de lo común y pedestre. En la cima, corta el aire la espada que un
hombre de bronce empuña virilmente, como guardando la ciudad en eterno combate
contra todos sus enemigos. Es el muy magnífico General Francisco de
Aguirre, fundador de Santiago del Estero, “Madre de Ciudades”, versión
definitiva de Barco, la primera ciudad argentina.
Nacido en Talavera
de la Reina de
una familia de caballeros hijosdalgo, conquistador en Cuzco y “primera lanza”
en Chile, será uno de los forjadores de la Gobernación del
Tucumán, con rasgos de osado estadista, guerrero leal y ambicioso soñador de
realidades.
Tres elementos se
destacan en él, ya antes de llegar desde Chile a nuestro territorio:
v
Las tierras productivas o feudos bajo su
dominio civil y militar, Coquimbo, Copiapó y La Serena, otorgadas por el Gobernador de Chile, Valdivia, que
hacían de su dueño un respetable señor feudal de hecho;
v
Su personalidad fuerte y autoritaria, que
llevó a compararlo con un gallo de riña y un tigre;
v
La
designación como Teniente de Gobernador de La Serena y Barco, por la que Valdivia le concedía
una enorme jurisdicción a ambos lados de la “Cordillera de la Nieve” (los Andes).
Era ésta una
tentativa de gran trascendencia política que podría colocar la región del Río
de la Plata en
manos de Aguirre. “¿No habría así este hombre genial realizado su gigantesco
ensueño de unir en una sola gobernación toda la tierra existente ente el
Atlántico y el Pacífico, desde la
Serena hasta el Río de la Plata?”, se pregunta Roberto Levillier.
Otras dos
características de este gran jefe tendrán consecuencias:
v
Su diplomacia con los indios, basada en un
trato recio y leal, que los hacía respetarlo y estimarlo: “Le amaban, dijo un
testigo, porque les hablaba y trataba con verdad” (Levillier, “Nueva Crónica de
la Conquista
del Tucumán”, t. I, p. 188).
v
Su actitud irónica y aún hostil hacia el
Clero y su jactancia irreligiosa, propia de ciertos hombres renacentistas como
él, aunque debida más que nada a su afán de no tolerar otros poderes. Ella
perjudicará seriamente su obra.
“No obstante sus
fallas, dice Roberto Levillier, era derecho, abierto y grande, recio y de claro
obrar con unos y otros”.
El 14 de octubre de
1552, el poderoso Gobernador perpetuo de Chile, Pedro de Valdivia, deseando
prolongar su obra y entreviendo peligros en el horizonte, dicta una provisión
ampliatoria con el fin de fijar su propia sucesión. Establece que, en caso de que
Dios dispusiera de su persona, su esforzado vasallo Aguirre dejaría de ser
lugarteniente, pasando a ser Gobernador de Barco, La Serena y los territorios
que, dentro y aún fuera de los límites establecidos, pudiese conquistar
y poblar de cristianos. La eventual gobernación de Aguirre, por añadidura,
sería independiente de cualquier futuro Gobernador de Chile.
Investido tan
generosamente por Valdivia, Aguirre se sentía en la gloria y comenzaba los
preparativos para explorar la parte oriental (hoy argentina) de su
jurisdicción, invirtiendo de su caudal la gran suma de 60.000 pesos oro.
Aportaba “abundante
provisión de armas, herrajes y caballos, gastando para ellos con la
magnificencia que solía” (Levillier). Y armaba una fuerza militar de 60
hombres, entre los que se destacaban su sobrino, Rodrigo de Aguirre, y Gaspar
de Medina, futuro salvador de San Miguel de Tucumán, que aún no
había nacido.
A principios de
1553 se encontraba ya el conquistador con su hueste en tierra de diaguitas (los
valles serranos que van desde Salta hasta el sur de La Rioja, próximos a la Cordillera Nevada).
Sabía por informantes que Núñez de Prado había trasladado Barco (I) a los
valles del Cacique Calchaquí, región donde intentaba hallar la nueva ciudad
(ver nuestro artículo “Núñez de Prado, fundador de Barco, primera ciudad y
cimiento de la Argentina”).
En lugar de
encontrarla, se dio con la imagen desoladora de una abandonada Barco (II), de
cuya población quedaban como vestigio chivos montaraces y algún pedazo de
cerámica de Talavera en los espacios invadidos por malezas. Se fue haciendo una
idea negativa del Capitán Núñez de Prado, que en dos años había perdido dos
buenos asientos, meditando qué medidas tomaría a su respecto cuando diera con
él, refiere la historiadora tucumana Teresa Piossek Prebisch en “Poblar un
Pueblo – Comienzo del poblamiento de Argentina en 1550” (San Miguel de Tucumán,
2004, 516 pp.).
Conocedor de la
idiosincrasia indígena, le preocupaba la aparente indiferencia de los
calchaquíes; mala señal de un ataque
inminente que no tardó en caer sobre su pequeño ejército. En un combate logró
apresar al famoso jefe de los valles, don Juan Calchaquí, bravo, tenaz y
peligroso como Aguirre. Tal vez la semejanza entre ambos facilitó el
entendimiento, y Calchaquí quedó en libertad, comprometiéndose a mantener la
paz.
Se dirigió a la
“provincia de Chicoana”, cerca del actual Molinos, tradicional punto de
encuentro de españoles e indígenas desde los tiempos de “la Gran Entrada”. Pero
aquí también estaban los naturales en pie de guerra. Aguirre obtuvo otra
victoria, que mostró una vez más sus dotes guerreras; y también diplomáticas,
pues con estos triunfos iba labrando al menos una precaria paz.
Debidamente
informado por los indígenas, siguió el rumbo de Núñez de Prado. El país de
nogales y cedros fue dando lugar a otro de quebrachales y algarrobales, camino
al río Dulce.
La provisión de
Valdivia le encomendaba asegurar Barco, pudiendo dejar o no a Núñez como
lugarteniente. Pero Aguirre tenía su decisión tomada.
Teresa Piossek
nos relata con vivacidad los hechos ocurridos, basada en las probanzas y
crónicas de los protagonistas. Aprontando sus hombres, la noche del 20 de mayo
de 1553 entró a la ciudad con su estandarte en alto. Su avance fue arrollador.
El silencio nocturno, sólo interrumpido por los perros que “toreaban”, fue
cortado por la voz potente de Rodrigo pregonero, anunciando que el general
Aguirre venía a gobernar la ciudad, por mandato del Gobernador de la Capitanía General
de Chile, por Su Majestad Católica.
Como medida
precautoria hizo arrestar a algunas autoridades y confiscó provisoriamente las
armas de los vecinos. Nadie se resistió. Había miedo entre los pobladores y
preocupación por tantas bocas que alimentar llegadas inopinadamente.
A la mañana
siguiente vieron pasar a los alcaldes y regidores rumbo al Cabildo. Ninguna
autoridad era tenida por válida sin el reconocimiento de este órgano de
gobierno que era el alma de toda ciudad hispanoamericana. Aguirre los convocaba
para leerles sus poderes y ser recibido como máxima autoridad de Barco.
Cumplida la ceremonia, el pregonero convocó a grandes voces
a la población a reunirse en la plaza. Allí encontraron a la guardia de Aguirre formada con aire
marcial, y al conquistador, a quien observaban discretamente, ya que su mirada
penetrante y toda su persona transmitía una impresión de autoridad que no
toleraba desobediencia ni oposición.
El
escribano Gaspar de Medina leyó el acta, fechada en la Ciudad del Barco, “Reino de
la Nueva Extremadura”,
el 21 de mayo de 1553, en la que constaba que, por voz de Rodrigo pregonero, en
presencia de cabildantes, vecinos y soldados “se pregonó esta
provisión...después de la haber presentado el dicho general...en el Cabildo...y
ser por el dicho Cabildo obedecida, y ser recibido el dicho señor general
Francisco de Aguirre por capitán general y teniente de gobernador como en
la dicha provisión se contiene” (T. Piossek P., o.c., p. 236).
El aspecto de los
vecinos de Barco, cuenta la citada autora, era tan lamentable que más parecían
una banda de mendigos. Luego de tres años de penurias, perdidos en la
inmensidad, aislados de toda ciudad española, sus otrora elegantes trajes y
botas habían sido desgarrados por el uso, los montes espinosos y las
flechas, y reemplazados por prendas y
calzado rústico y artesanal, hechos con cueros de venados y tigres, toscas
incómodas fibras vegetales como la cabuya y aún “pellejos de perros” para
proteger los pies. A ello se sumaban las barbas y pelo encanecidos y crecidos.
Lejos de reírse, Aguirre sintió profunda admiración por ellos, pues sostenían
la única ciudad existente al oriente de la cordillera.
Luego de la lectura
del acta por el escribano, el pregonero Rodrigo dio lectura a toda la población
presente de la provisión ya conocida y acatada por el Cabildo, por la que
Valdivia revocaba el poder dado a Núñez de Prado y nombraba a Francisco de
Aguirre como su teniente, encomendándole el gobierno de Barco y “hacer otras
ciudades y poblar cristianos” y
“pacificar a los caciques e indios de las dichas ciudades”.
La minoría de
partidarios de aquél sintió que el mundo se les venía abajo. Los padres
dominicos Carvajal y Trueno, que lo habían apoyado, no deseaban quedarse, por
motivos no del todo claros. La agitada vida trashumante de Barco había impedido
que su esfuerzo misionero diera frutos. Al parecer estaban desanimados y
querían volver al Perú, cansados de una tierra que parecía tan ingrata.
Por el contrario,
los numerosos enemigos de Prado exultaban de alegría y alivio, y, sin llegar a
tanto, hombres de la talla de los veteranos Hernán Mejía Miraval y Miguel de
Ardiles hacían un balance positivo de la situación, pues sabían que Núñez de
Prado nunca sería un buen caudillo.
Aguirre había
mandado una partida de hombres a buscarlo y prenderlo, para evitar riesgos y
dilaciones como las que protagonizara ante Francisco de Villagrán. Al llegar
arrestado a Barco, de la que sería su última expedición exploradora (a las
minas del Famatina), Prado palpó la animadversión de los vecinos, incluidos sus
parientes, que ya no necesitaban disimular.
Aguirre lo trató
con corrección, demostrando que era duro, pero no cruel. Días después lo envió
preso para ser juzgado en Chile. Lo vieron partir definitivamente con su
conocida expresión de miedo y resentimiento. Antes, tuvo la sorpresa de ver que
uno de quienes lo acompañaban al ser apresados era tratado con deferencia por
los recién llegados, luego de darse a conocer: se trataba de Juan Gregorio
Bazán, otro legendario conquistador del Tucumán, nacido en Talavera de la Reina, como Aguirre, y primo
de éste...
Se acababa un
gobierno de pesadilla. ¿Cómo sería el nuevo? Muchas señales promisorias se
confirmaron. Pero había una espina que con el tiempo daría en infección.
Aguirre se desembarazaba de los frailes dominicos pero no traía reemplazantes.
Los vecinos se alarmaron. ¿Quién los confesaría, en esa vida irregular que
llevaban, en que varios convivían con indias? ¿Quién bautizaría a “los
mesticillos”? ¿Quién celebraría la misa? ¿Quién les daría la extremaunción,
abriéndoles las puertas de la salvación eterna a la hora de la muerte?
Pero Aguirre era
insensible a esos planteos y finalmente los despidió con impaciencia. Los
vecinos comprendieron que ellos mismos deberían mantener la fe (Teresa Piossek
Prebisch, “Poblar un Pueblo”, p. 243).
Despejado el
terreno, Aguirre se abocó a sus geniales proyectos y urgentes tareas de
gobierno. Se trazó un plano mental de la gobernación en ciernes y ubicó los
puntos estratégicos donde fundaría ciudades para acercarse a Chile y al
Atlántico -por el Río de la
Plata-, sacando a Barco de su aislamiento y desarrollando el
comercio. Todo bien pensado y a ser ejecutado con la garra que lo
caracterizaba.
También distribuyó
las infaltables encomiendas –que muchas veces eran teóricas, pero al menos
“apuntaban a...”- , extendiéndose hacia las actuales Catamarca y La Rioja, teniendo en cuenta el
Camino del Inca para conectarse con el reino trasandino.
Nueva savia comenzó
a circular en Barco cuando Aguirre inició la distribución de valiosas semillas
y plantines y los imprescindibles caballos a quienes estaban de a pie,
dando a todos la orden de aprontarse
para las nuevas expediciones.
Aunque costaba
seguirle el paso, los pobladores que habían pensado en “mandarse mudar” habían cambiado de planes, al renacer de las esperanzas.
Una de sus primeras
acciones fue ir “a descubrir el rio bermejo”; de allí “trajo de paz mucha
gente” indígena, declaró el testigo Cristóbal Pereira. Con esta convivencia
entre indios y españoles, se iba gestando el pueblo argentino.
Inició
una recorrida por los vastos territorios dados por Valdivia. Iba descubriendo y
conquistando las provincias de los juríes, Salabina, Sanavirones y Río Salado. Visitó
decenas de pueblos indígenas con los que aplicaba una política similar a la
del Inca: les daba a elegir entre la guerra o la convivencia pacífica.
Volvió a Barco a
los seis meses, luego de recorrer 700 leguas. Había noticias preocupantes:
rebeliones indígenas aquí y allá, con muerte de encomenderos españoles.
Consideraba que el español no debía mostrarse nunca débil ni lerdo so pena de
enfrentarse a un irrefrenable levantamiento general. Eligió sus mejores
capitanes de entre los veteranos de Santiago: Sedeño, Valdenebro y Mejía
Miraval. Les dio instrucciones de ser implacables con los cabecillas rebeldes y
ofrecer el perdón a los pueblos, a cambio de la sumisión y la paz. La campaña
fue exitosa y se logró una paz inestable.
El 25 de julio de
1553, festividad de Santiago Apóstol, patrono de España, la ciudad vivió un
gran día histórico. Fue trasladada a dos o tres tiros de arcabuz de su
anterior emplazamiento, que pasó a llamarse “pueblo viejo”. Quedaba así más
guarnecida contra las devastadoras crecientes del Dulce. Pero sobre todo
Aguirre la fundaba como “Santiago del Estero”, imponiéndose de hecho como su
fundador. Se labraron las actas respectivas y se procedió de acuerdo a los usos
y costumbres de la
Conquista. Un detalle doloroso para los vecinos fue la falta
de un sacerdote que celebrara la misa ante un acontecimiento de esa magnitud.
Era por el momento
lo único que ensombrecía el promisorio rumbo de Santiago. Aguirre, satisfecho y
en la cúspide de su carrera, le escribió una prudente carta al Emperador,
pidiéndole que lo nombrara Gobernador del Tucumán, Juríes y Diaguitas,
lo que fue apoyado por el cabildo santiagueño.
La carta de los
Vecinos señalaba que habían estado a punto de despoblarla “por faltarnos lo
necesario para nuestra sustentación”, cuando “Dios fue servido traer a ella al
capitán Francisco de Aguirre”, “y certificamos a V.M. que en hacer este
socorro...hizo muy gran servicio a Dios... y a V.M.” ; “y en todo se da tan
buena manera y orden, como persona que...sirve a V.M. y tiene experiencia de
españoles e indios, de que todos vivimos muy contentos... (Teresa Piossek
Prebisch, op. cit., p. 248).
Escribían esperanzados e ilusionados “pero, por
el contrario, se avecinaban aciagos sucesos”
dice la autora.
El Jueves Santo de
marzo de 1554 llegaba a Santiago del Estero
un grupo de jinetes. En la casa del teniente de gobernador desmontaba Juan de Aguirre, uno de sus numerosos hijos
mestizos, trayendo graves novedades. El gran fundador de Chile, Valdivia, había
sido muerto por los araucanos en el desastre de Tucapel. Para peor, como él
temía, Chile se hallaba envuelto en el caos, en medio de revueltas indígenas y
disputas por el poder.
Los cabildos habían
abierto el testamento de Valdivia. A Aguirre, establecido como segundo en el
orden sucesorio, le tocaba la gobernación por ausencia de quien estaba en
primer lugar. Pero temían su autoritarismo y el de su rival Villagrán,
formándose “bandos de aguirristas y villagristas...por lo que entre los
españoles chilenos reinaba gran desasosiego” (Teresa Piossek P., o.c., p. 250).
Así, “los
acontecimientos de Chile interrumpieron su obra” (Levillier).
Con la rapidez que
lo caracterizaba, convocó el Cabildo de Santiago del Estero y le comunicó que
partía a Chile, causando profundo asombro y malestar. Los vecinos protestaban
que, apenas la ciudad comenzaba a ir hacia adelante, recibía un nuevo golpe agravado por los hombres y cabalgaduras que
se llevaría.
Las objeciones se
estrellaban contra el argumento de que,
si no defendía su derecho de suceder a Valdivia, la suerte de Santiago
corría peligro.
Antes de partir,
tuvieron lugar importantes actos protocolares que referiremos oportunamente.
Los vecinos quedaron con sensación de abandono, frustración y agravio. Les
pesaba la interrupción brusca de sus esperanzas y la pérdida de los hombres que
Aguirre se llevaba para su hipótesis de conflicto trasandino, en lugar de
limitarse a una guardia.
Le pidieron que
enviara socorros y un sacerdote. Asintió secamente y apuró el caballo para
partir. “Al salir de la ciudad Aguirre sintió un dolor similar al de dejar una
hija amada, pero más fuerte era la determinación de defender su derecho
sucesorio”, escribe Teresa Piossek. Debía ganarle de mano al invierno que
pronto clausuraría la cordillera. “Iniciaba la marcha confiado en su buena
estrella, ignorando que en esa hora comenzaba la inflexión de la curva, hasta
entonces ascendente, de su carrera indiana” (o.c., p. 255).
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