lunes, 3 de octubre de 2016

Santa Elena y Constantino, pioneros de un mundo nuevo bajo el signo de la Cruz - XII Jornada de Cultura Hispanoamericana por la Civilización Cristiana y la Familia



SANTA ELENA  Y  CONSTANTINO, PIONEROS DE UN MUNDO NUEVO BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ


XII JORNADA DE CULTURA HISPANOAMERICANA
POR LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA Y LA FAMILIA
Museo de la Ciudad Casa de Hernández  
Salta,  2 y 3 de Septiembre de 2016

Ponencia
Elena B. Brizuela y Doria de Mesquita
Centro Cultural Gral. Juan Ramírez de Velasco, Gobernador del Tucumán 


ROMA: Una vieja leyenda le dio su nombre, como en muchas ciudades antiguas. Cuentan que “una mujer tuvo hijos gemelos del dios Marte: Rómulo y Remo. Los abandonó por miedo a la crueldad del Monarca; una loba los amamantó y vivieron; a mediados del 700 a.C. Rómulo fundo la ciudad en el centro de la península itálica.
Con el tiempo creció. Por las incursiones de enemigos en el Rio Tiber se vio sacudida por continuas guerras. Se hizo  fuerte y conquistó el resto de Italia; continuó su empresa por Galia, Hispania y Britania; Siria, Macedonia, Pérgamo, Grecia, Germania;  la franja superior de Africa, Libia, Egipto; y en Asia Menor y Oriente Proximo,  Nicomedia, Ponto, Antioquía, Jerusalén. A fines del 200 a.C. había dominado territorios hasta formar un imperio inmenso y poderoso.
Lo que antes de Cristo fue una república cuya autoridad era el Senado formado por la aristocracia romana, pasó a ser  gobernada por  dinastías hereditarias.
La sociedad, con el tiempo se iba desnaturalizando a consecuencia de vivir de subvenciones y repartos gratuitos; se convirtió en una gran clase ociosa, frecuentando diversiones, juegos públicos y circenses generalmente inmorales. En los palacios romanos reinaban la desmesura y la corrupción. Los esclavos, obligados a llevar una vida miserable e inhumana, eran la mano de obra de la ciudad.
La economía funcionaba bien porque se nutría del aporte de lo que producían los territorios dominados, origen también de los esclavos. En Europa, Asia y Africa, base productiva del Imperio en la agricultura y la industria, las ciudades que más lejos estaban de Roma, crecían y se hacían cultas y prósperas.
Cuando terminaron las guerras de conquista, el mercado de esclavos comenzó a agotarse. Los artesanos libres y los agricultores desaparecieron de la parte occidental. El comercio decayó. La navegación se hizo más difícil.
Ya en la nueva era,  Diocleciano -un militar hijo de esclavos que escaló posiciones- llegó a ser Emperador Augusto,  con otro militar: Maximino -hijo de campesinos- ocupando el cargo de César, segunda autoridad en el Imperio.
La Roma pagana creía en la  protección de muchos dioses que invocaban en cada ocasión; y cada vez se sumaban más en el Panteón.
Se inició la expansión del cristianismo con la prédica de Jesús y de sus apóstoles. Diocleciano, que gobernó entre 284 y 305, odiaba ciegamente la religión de Jesucristo. Quedó marcado en la historia por la implacable y cruenta persecución. No obstante, la sangre de los numerosos mártires  hizo la tierra fértil para que la Fe cristiana floreciera.
La Iglesia ponía en manos de sus nuevos hijos dos armas difíciles para quienes habían crecido sumidos en el paganismo: “trabajo y abstinencia”; pero con la ayuda de la Gracia eran dos brazos poderosos que destronaban las tendencias de los instintos y de la carne, y daban la victoria espiritual. El trabajo, ocupación de los esclavos, era despreciado por los hombres libres, era considerado indigno -dice Godofredo Kurth-; en cambio era  meritorio y santo para los cristianos, se tornó gloria y honor para ellos.  Tomaban los ejemplos de San José y de los apóstoles.
“El que no quiera trabajar, no debe comer”, enseñaba San Pablo. Las horas libres eran para descansar, su espíritu estaba siempre atento para no decaer. La virtud de la virginidad tenía un brillo sobrenatural; se asociaba a la maternidad en el culto a la Virgen María.
En las catacumbas, como santuarios subterráneos en el subsuelo de la ciudad, la Iglesia escondía los tesoros de su Fe y su culto; la ley rara vez bajaba a sus sepulcros para ver lo que se hacía allí en las tinieblas. Cuando enfrentaban  cristianos ante un juez les exigían honrar las leyes paganas; era común que respondiesen “antes debo obedecer y adorar a Dios Creador”.  Era un franco corte entre el mundo antiguo y un mundo nuevo.

BRITANIA: es el nombre latino de Gran Bretaña, procede del vocablo “pretani” que significa pintados, porque así iban las tribus celtas que encontraron allí los romanos. Tenía su centro en la  ciudad de York. Mantenía la autoridad y la organización política local, y el estilo de vida aunque hubiera pasado a ser una provincia de Roma.  En aquél tiempo era  gobernada por Coel,  un legendario rey que  arreglaba  con gran sabiduría y bondad situaciones difíciles y solucionaba cuanto problema hubiera para los lugareños; no en vano le llamaban “Coel, el Sabio”. Tenía el respaldo de su gente y un ejército bien armado de quince mil soldados,  codiciado por los romanos.
Elena era su única hija.
Coel y Elena vivían en el lugar llamado en aquel tiempo
Camulodunum (actual ciudad de Colchester, en el condado de Essex). Había mucha humedad y crecía el monte entre las rocas resbaladizas, difícil para transitar entre la niebla espesa que impedía ver lo que se tenía adelante. Solo los muy conocedores andaban sin dificultad por aquellos campos de Dios. Coel decía que era “tierra bendita, donde los espíritus pueblan el aire, las aguas impregnan la tierra, y la madera es sagrada”.
Habitaban en una gran casa-palacio de roble, no había mejor y más perfumado material. Aseguraba que “la madera es  sagrada: da muerte al hombre, y salva al hombre; es una historia vieja -decía- EL ÁRBOL DE LA VIDA Y EL ÁRBOL DE LA MUERTE,  ES UN MENSAJE QUE NADIE COMPRENDE… EL ÁRBOL DE LA VIDA, EL MADERO VIVIENTE…”. 
Coel decía esto, pero no hablaba  de sus pensamientos más profundos. Es como si  percibiera  la verdad absoluta en la incipiente Cristiandad. Su rectitud, su benevolencia, su sentido de justicia venían de allí. Sus tesis bien podían relacionarse con el MADERO SAGRADO.

SAN BUENAVENTURA, franciscano del siglo XIII, Doctor Seráfico de la Iglesia, teólogo extraordinario que vale la pena estudiar, habla del “ÁRBOL DE LA VIDA…”. El enseña que “la Gracia de Dios  pasa por sobre la inteligencia. Por los sentidos y por la sensibilidad se descubren las maravillas de la creación”.
EL ARBOL DE LA VIDA -conforme San Buenaventura- tenía un fruto, un alimento para la inmortalidad, que era para Adán y Eva. Y la perdieron por la desobediencia. Cayeron en estado de decadencia, PERDIERON LA INOCENCIA POR EL PECADO.
¿Es posible restaurar la inocencia?, pregunta San Buenaventura; el mismo responde: Nuestro Señor Jesucristo viene al mundo con una misión épica: restaurar la inocencia; nos devuelve el estado de gloria perdida.  Nos enseña, nos perdona, se queda con nosotros en la Eucaristía. Muere en EL MADERO SAGRADO para restaurar nuestra inocencia.  Hasta aquí San Buenaventura.
Ahora bien: nosotros sabemos que debemos responder a Su enseñanza y a Su Sacrificio, reconocer nuestros  pecados, arrepentirnos, hacer propósito de enmienda;  nosotros debemos morir también, pero  al pecado.
El mismo Doctor de la Iglesia enseña también que: …es la condición para EL PERDÓN  que restaura la virtud de la inocencia, es un don de Dios que purifica, vivifica, ilumina, perfecciona, eleva el alma.   La virtud de la sabiduría hace al hombre más fuerte, y la fortaleza da coraje. Inocencia y sabiduría vienen de la luz de Dios, son reflejos de la luz eterna. Robustecen la potencia operativa para actuar.
San Buenaventura, un coloso de la teología, enseña eso cuando habla del  “Árbol de la Vida”.
El rey Coel, a pesar de la oscuridad del paganismo, lo percibía. Aunque no pudiera explicitarlo.

Si miramos el mundo de hoy, está impregnado de  una involución moral enorme. Es una verdadera “REVOLUCIÓN” pecaminosa.  
En la medida que buscamos y logramos la restauración de la inocencia, con sabiduría, hacemos una “CONTRA REVOLUCIÓN”. Esta reflexión es muy valiosa para las personas, para las familias, para toda la sociedad.
Elena llegó a comprenderlo y  asumirlo en su madurez.

Volvamos con ella a Britania. Había nacido en York -dice el Padre Pérez de Urbel. Era una joven inteligente, con mucha fuerza de espíritu; una mujer interesante y muy bella.  Había un enorme entendimiento y amor  entre padre e hija.   
Como era propio entonces, tenían criados,  esclavos y todo el personal suficiente para atender las necesidades que demandaban la vida de gobierno, la vida cotidiana y las imprescindibles caballerizas con excelentes caballos  hispánicos, su transporte imprescindible.
Todos los pobladores respondían fielmente a su querido Rey; en cuanto a Elena, la respetaban y admiraban su voluntad, su entereza y su firme carácter. Ella era feliz allí, amaba su suelo natal y no era afecta a la Roma invasora.

A  siete horas de caminata había un campamento de soldados romanos que custodiaban  la zona. Un joven Patricio llamado Constancio Cloro, ya con el rango de Tribuno por sus cualidades y su educación, había sido destinado a Britania hacía poco tiempo. Imaginado por el ingenioso escritor Louis De Wohl,  salió a hacer una inspección de la zona por la tarde. Y perdió el rumbo en este lugar solitario y difícil; se acercaba la noche; renegando y maldiciendo el momento en que se le ocurrió tan peregrina idea, no sabía por donde seguir. Alguien, en un perfecto latín, con llamativa autoridad,  le dio el alto. Desconcertado echó mano a su cuchillo; percibió una figura entre la tupida neblina y notó la voz de una mujer.
La Princesa Elena, como era habitual, recorría a caballo las tierras  de su padre cuando sorprendió al caminante. Luego de un diálogo ríspido, le ayudó en la desventura de estar desorientado, mojado y  demasiado lejos del campamento. Lo llevó ante su padre, lo hospedaron y le brindaron toda la atención que acostumbraban como nobles anfitriones.
Las visitas del Tribuno Constancio con algunos regalos de agradecimiento se hicieron asiduas, ordenadas por su superior, por entender que el ejército de Coel era importante y podrían necesitarlo. El Tribuno obedecía con gusto. Admiraba a la joven y gustaba de sus conversaciones interesantes. 
A pesar del orgullo británico de Elena,  aquello  terminó con un casamiento. Mas tarde un hijo: Constantino  en  el año 272.
El niño era inteligente y lo formaron de modo que sus buenas dotes se vieron favorecidas; tenía las enseñanzas de maestros en lo intelectual y de buenos y muy fieles instructores para el arte de la defensa, el ataque y el don de mando en la milicia. Constantino amaba los caballos y era un hábil jinete.  
El jefe de familia escalaba posiciones; ya  era General de las Legiones de Britania.
De pronto acontecimientos importantes modificaron la normal vida familiar. Llegó un  mensajero imperial para el General de Britania: Le decían que el divino Emperador Diocleciano comunicaba su determinación de dividir el Imperio.  Reservaba para sí el gobierno de la mitad oriental: Tracia, Egipto y Asia. El ilustre César Maximino sería el  Emperador Augusto de Italia, África, Hispania, Galia y Britania; los súbditos debían  jurar lealtad a la nueva autoridad suprema del Occidente romano. En el más grande Imperio de la época, en esta hora de su historia, el hijo de un esclavo y un hijo de campesinos eran co-regentes de su gobierno; eran “divinos” y “augustos”.
Diocleciano puso una cláusula en su resolución: si alguno de ellos abdicaba, el otro debía abdicar también. Impuso lo
que se llamó tetrarquía: a cada Emperador Augusto  le seguía en autoridad un César con derecho a sucesión.
Un segundo mensaje firmado por Maximino decía a Constancio que debía viajar cuanto antes a Roma.

Elena y Constancio habían vivido doce años juntos y felices, pero ahora, él marchó hacia Roma por orden del nuevo Emperador. Era lejos. Pasaba el tiempo. Maximino lo demoró años. Constancio extrañaba a Elena y a Constantino. ¡Pero no podía moverse de Roma!
Algo grave pasó: la hija mayor de Maximino puso sus ojos en él. Y lo requirió.
Constancio repudió a Elena y se “casó” con la hija del Emperador de acuerdo a las leyes romanas. Nacieron hijos. Constancio ascendió a César. Era la segunda autoridad del occidente Romano, con derecho a heredar el poder del Emperador.

En Britania, Elena y Constantino a pesar de los años, no perdían la esperanza del regreso, pero no sabían más…!  
La muerte del Rey Coel y las circunstancias políticas y militares adversas hicieron que su vida fuera difícil. Britania había sido invadida y tomada por insurrectos. Debieron emigrar hacia el norte y vivir largo tiempo como si no fueran ellos mismos para no correr riesgos. La gran esperanza era que Constancio volviera para recuperar Britania de manos extrañas muy malas. Era el año 293. Constantino cumplió veintiún años.
El César Constancio volvió con su ejército y desalojó a los intrusos. ELENA lo supo; ilusionada regresó a la casa donde habían vivido, y lo esperaba... Mas, le informaron  que también traía una mujer y algunos hijos!
Casi sin tener tiempo a nada, madre e hijo se marcharon otra vez hacia el norte; volvieron a Verulamium, la antigua ciudad inglesa donde vivieron diez años, en el condado de Hertford.  El joven conoció allí a Minervina, se casaron y nació Crispo;   cuando entró en la milicia, Constantino se destacó; debió irse lejos, Minervina con Crispo quedaron en su ciudad.
Elena estaba acompañada por dos antiguos y fieles servidores de su padre.  Lo que ella no  sabía, pero empezó a sospecharlo, era que ¡éstos se habían convertido al cristianismo!  Más aún, el hombre de mayor confianza de Elena ¡fue ordenado sacerdote!

Diocleciano dio el primer edicto para la persecución de los cristianos en el 303. Abdicó dos años después. Maximino debió abdicar también a igual que su par.
Por derecho de herencia su yerno, el César Constancio Cloro, era el nuevo Emperador Augusto de la mitad de Roma. Sus ambiciones políticas se cumplieron.
¡Pobre Elena, sufría mil angustias! Su marido perdido. Su hijo muy lejos batallando y ganando galardones y la correspondencia con él era muy espaciada.
Comenzó a recibir apoyo  de los cristianos. Observaba, pensaba,  se horrorizaba por la crueldad con que eran martirizados. Vio que a mayores persecuciones, más crecían estas comunidades, con Fe  incorruptible, con fidelidad inigualable. Un buen ejemplo fue el joven mártir San Agapito: lo atormentaron con suplicios, pero la Gracia de Dios milagrosamente lo libró y cientos de paganos se convirtieron; lo pusieron ante las fieras para que lo destrozaran; éstas se postraron a sus pies delante de dirigentes romanos importantes, que se  convirtieron también. Otro notable fue San Sebastián, que tiene una historia espectacular -es patrono de Sañogasta, nuestro pueblo. Era Capitán de  Milicias de Diocleciano; en secreto trabajaba en las cárceles con los presos cristianos fortaleciéndolos para evitar que apostataran. Hasta que Diocleciano lo supo y lo mandó matar.
Sin parar se multiplicaban los creyentes en Jesucristo en todas las capas sociales,  en todos los ambientes.
Elena se sorprendía, y quería saber más…
Iba conociendo la verdad, el bien y la justicia en la belleza de las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, predicadas por los apóstoles y por los cientos de nuevos mártires que daban testimonio de su Fe con entereza increíble.
Pidió el bautismo. Abrazó la religión cristiana con  convencimiento. Con aquella fuerza que tanto admiraban sus vasallos de Britania, que  cautivó a Constancio, que formó a Constantino  para que llegara a ser  luego el artífice de la Roma unida y cristiana.
Uno de los bellos pasajes de su vida fue cuando en una redada de soldados a una catacumba que ella frecuentaba, un dirigente cristiano antes de morir mártir le entregó una copa de oro cerrada que contenía  una Hostia Consagrada, para que la protegiera.
La conservó con enorme cuidado; se postraba y rezaba ante ella con fervor.

El Emperador Augusto Constancio Cloro, enfermo y cansado  de la violencia religiosa, firmó un documento que acababa con la persecución y matanza de cristianos en la Roma occidental a su cargo.
En otro aspecto, siempre se había mantenido informado del desempeño de su hijo Constantino…   Lo mandó llamar. Cuando lo tuvo a su lado, lo declaró su heredero.
Elena por su parte,  cuando sus antiguos fieles servidores murieron mártires, dolida e indignada, viajó a Roma para enfrentarse a él, ¡no con el marido!  Sino ¡con el Emperador!, ¡y reclamarle piedad para los cristianos!  Cuando llegó al palacio Real, no la dejaban entrar. Entró igual; tenía tal autoridad en su personalidad que no aceptaba discusión.
Constancio  la recibió con una consideración  especial.
Cuando ella lo vio, ¡casi no lo reconoce! Estaba muy enfermo y muy viejo. El le pidió perdón por su abandono, reconociendo que fue por su ambición. Le obsequió la benevolencia del edicto a favor de los cristianos que acababa de firmar, que sería puesto en práctica por el hijo de ambos años después. También estaba Constantino allí.  
Elena, preocupada, preguntó por qué en el momento en que se le acababa la vida al Emperador, no estaba la emperatriz a su lado! Temía que apareciera en cualquier momento!  Constancio explicó que a  ella no le hacía bien el aire de la capital y los hijos no servían para gobernar. Pidió a Constantino que se ocupara de ellos…
Un solo año duró el  gobierno de Constancio en la Roma Occidental. Falleció acompañado de quienes verdaderamente amó, y lo amaron.
Corría el año 306. 
Constantino asumió y fue el nuevo Emperador del occidente romano.
Comenzó la pacífica reconstrucción, que incluyó la paz con el cristianismo. Terminó con  las persecuciones.
Era un buen gobernante y un hábil militar, nunca perdió una batalla, que fueron muchas por circunstancias políticas y territoriales. Era valiente, dirigía con destreza a sus soldados, tomaba parte en la lucha,  procedía con justicia y equidad, como un cristiano  -aunque no se bautizó hasta el día de su muerte!
Su “Co-Emperador” en la mitad oriental del Imperio era Licinio. El hijo de Licinio, llamado Magencio, en el año 312 heredó el gobierno de su padre. Era cruel y ambicioso. Tenía un ejército tres veces mayor que el de Constantino. Avanzó hacia occidente para ganarle su parte y ser dueño absoluto de todo el Imperio.
Elena rezaba ante el Santísimo Sacramento contenido en el copón de oro, afligida, pero con confianza.
Un hecho  increíble ocurrió:
Constantino mirando al Cielo tuvo la visión de un bello estandarte  con una gran Cruz, y escuchó clarísimo en su mente: “Con este signo vencerás”. Inmediatamente la  hizo pintar en el casco y el escudo de todos. El sol las hacía brillar: la Cruz dorada del Emperador, las plateadas de los oficiales y las blancas de los soldados.  Constantino elevó el estandarte con la Santa Cruz como la vio en el cielo, embellecida por una corona bordada con hilos de oro y adornos carmesí. 
Esperó a Magencio, que  se acercaba a las puertas de Roma por el famoso Puente Milvio sobre el rio Tiber.
El espectáculo del brillo de las Cruces y el magnífico “lábarum”, el estandarte que ondeaba bajo el azul del cielo sostenido con fuerza por Constantino, inquietaba y amedrentaba a los contrarios, que estaban cubiertos de corazas de hierro,  lo que les impedía el libre movimiento para la lucha.
Habiendo observado ese detalle, Constantino mandó con instrucciones precisas una primera  tanda de soldados a recibir a los invasores: en el primer choque bajaron de sus caballos y de a pie se metieron entre las filas enemigas atacando en el único lugar vulnerable entre los hierros, y matándoles los caballos, que se desplomaban pesadamente, aumentando la confusión y el miedo. La pelea continuó, pero desanimados los de Magencio -que murió ahogado en el Tiber empujado por sus propios soldados- cedieron. Muchos huyeron, otros tantos murieron en el río.
Constantino vencedor cruzó el Puente, entró victorioso en la parte oriental y fue  Señor de todo el Imperio.
Defendió las fronteras de Roma y reorganizó el ejército.  Meses después, en el año 313, promulgó el famoso Edicto de Milán sobre la tolerancia religiosa.
La influencia de Elena es perceptible en Constantino: favoreció a los cristianos, adoptó el milagroso Signo de la Cruz como estandarte para su ejército,  estableció la libertad religiosa “y terminó haciendo del cristianismo la religión de Estado” en todo el imperio (Ch. Seignobos, p. 509).
No obstante combatió el paganismo. Hizo devolver los bienes confiscados a los cristianos. Las catacumbas se  desalojaron y libremente  pudieron manifestar su doctrina, sus ritos y su Fe en todas partes.
Comenta el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en sus apuntes históricos de cátedra, que si bien la doctrina de la Iglesia fue muy combatida en Roma hasta Constantino, influyó en la vida del pueblo a tal punto, que hasta los mismos que la combatían muchas veces aceptaban sus principios; la influencia fue tal, que se puede afirmar que en el Imperio dejó de existir la “civilización romana” para iniciarse la “Civilización Cristiana”.
Fue un MUNDO NUEVO BAJO EL SIGNO DE LA CRUZ.

Con aquella libertad, y en esos tiempos, se hicieron varias reuniones que llamaron concilios, para tratar asuntos de la Fe. Uno fue con los judíos más letrados que disputaron con el Papa San Silvestre en presencia del Emperador y su madre.  Los impíos fueron confundidos y no supieron qué más decir.
Arrio, un sacerdote de Alejandría, afirmaba que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad no era igual al Padre. Que era un medio término entre Dios y el hombre, por lo tanto “no era Dios”. Esto provocó una grave crisis que duró mucho tiempo. En el año 325 el Emperador Constantino convocó al famoso Concilio Ecuménico de la Iglesia, en Nicea, para tratar y definir tan delicado asunto. San Atanasio, el Obispo de Alejandría, con la Gracia de Dios y su excelente participación definió el Credo con los dogmas de la Fe, condenando la herejía del arrianismo. Constantino y Elena participaron también.
Arrio y otros sacerdotes insistieron en ésta y otras tesis durante mucho tiempo. Elena vio con mucha pena que los  enemigos de la ortodoxia de la Santa Iglesia surgían de su mismo seno. Esto se repitió en muchos casos, en diferentes épocas, dando lugar al protestantismo, precursor junto con el Renacimiento, de la primera de las tres grandes Revoluciones, seguida por la Revolucion Francesa y la comunista (cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, “Revolución y Contra-Revolución”, ed. argentina online).
Volviendo a Elena, un año después, descansaba en su casa de roble de Camulodunum; como todos los años, había ido a visitar la tumba de su padre. Le llegó un correo de Constantino. Como digna hija de Coel, tenía presentimientos. Y esta vez eran malos. La carta, en  estilo estirado y pomposo, le comunicaba que tenía problemas con su hijo  Crispo -recordemos que nació de su encantadora esposa  Minervina. Decía que  conspiraba contra él; que trataba de quitarle el reino, que buscaba a la actual Emperatriz para hacerla suya y le ofrecía su futuro reinado, tratando de separarla de su padre y conquistarla.
Constantino había creído en las intrigas de Fausta, una hija menor del Emperador Maximino, por quien había repudiado a la madre de Crispo casándose con ella; ¡hizo lo mismo que su padre Constancio!  Elena recordaba a esa Fausta como una arpía que solo buscaba el placer, ser admirada y brillar ante los hombres; era tan bella como venenosa.  Ahora trataba de enredar con sus mentiras a Constantino, poniendo en peligro la vida de Crispo. Pensó, sin equivocarse, que habría influido sobre el Emperador para librar el camino del poder a sus tres hijos, porque Crispo era un joven magnífico y buen soldado; era César con derecho a sucesión.
Inmediatamente Elena ordenó el viaje a Roma. Aunque le era muy duro, largo y penoso, tenía que hacerlo por el bien de su nieto.
Partió, sin dejar de llevar consigo el Copón de oro.
Cuando llegó a Roma fue a ver al Obispo Osio, consejero de Estado en asuntos religiosos. Este le informó que Crispo había sido muerto hacía una semana. Muy triste, se culpaba por no haber estado a tiempo para salvarlo. Marchó en seguida a Palacio. Llegó, como siempre, en un momento clave.
Constantino estaba muy mal; desesperado, no tenía sosiego espiritual, tirado entre almohadones! No había dormido desde la muerte de Crispo. Le confesó su angustia a Elena: había comprobado con sus propios ojos que Fausta le era infiel. Y que sus intrigas le hicieron matar al hijo!   ¡¡¡Y la mató!!!
-Madre, ¿porqué tengo yo que hacer estas cosas? ¡No tengo paz…! 
Ella sintió que en ese momento sólo debía ser madre…
-Hijo mío, has pecado. ¡Arrepiéntete! Dios te perdonará ¡¡según como procedas!! aconsejó la madre cristiana mientras acariciaba su cabeza tratando de consolarlo, ayudarlo, darle ánimo.
En cierto momento, ella sintió una conmoción, una inquietud tremenda. Recordó que Coel le dijo que “entre ella y Constantino había un lazo muy fuerte… y que juntos encontrarían el árbol de la vida, el verdadero Árbol Viviente”.
Sabía por las luces del Espíritu Santo que la iluminaban con ese y otras gracias profundas, misteriosas y persistentes, o “flashes”, que se trataba del Madero Sagrado, la Santa Cruz donde murió Nuestro Señor, y entendió su propia inquietud: tenían que buscarlo y encontrarlo.
¡Era una misión sagrada!   
Quedose Elena a vivir allí; Constantino hizo construir para ella un lindo palacio al lado del suyo, y la nombró  Emperatriz de Roma.  Pasaba largas horas en oración frente al Santísimo Sacramento; rezó mucho por su hijo. Siempre atenta, era consejera segura.
No olvidaba la inquietud fuerte de aquellos terribles momentos vividos. Y puso manos a la obra. Constantino  proporcionó todo. Fiel a esas luces interiores, Elena viajó a Jerusalén. Contrataron cientos de trabajadores dándoles cuanto necesitaran, y mujeres que la acompañaban. Las excavaciones comenzaron. Fue difícil y muy sacrificado, porque los enemigos de la Fe habían hecho desaparecer todo lo referente a Jesucristo. El movimiento de tierras y lomadas duró mucho tiempo. La conmoción de los habitantes en los santos lugares fue grande; unos pensaban que estaba loca, otros la admiraban, y por fin… se dieron cuenta que valió la pena, y creyeron en la gracia de Dios.
Su fidelidad a esos flashes fue premiada. ¡Se encontró el Monte Calvario con las tres cruces! Una tenía la inscripción: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”.  Hubo milagros que ratificaron la autenticidad de la Cruz del Señor.  Es lo que se conoce como La invención de la Cruz, -del latín inventio, que significa encuentro.
Elena no paró: continuó con las excavaciones en la búsqueda de otros lugares sagrados.
Halló la Cueva de Belén donde nació el Niño Jesús.  
La cueva en la roca donde lo pusieron amortajado cuando lo bajaron de la Cruz.
También el Alto en el Huerto de los Olivos donde el Señor resucitado se reunió con sus apóstoles antes de su admirable Ascensión al Cielo, haciéndoles la promesa de enviarles el Espíritu Santo –que los transformaría en fogosos predicadores del Evangelio- y darles la orden de prepararse para recibirlo.
Hizo construir magníficas basílicas en cada lugar.
Mandó levantar iglesias y oratorios en diferentes partes.
Dio gran cantidad de limosnas.
Visitó el templo de las Vírgenes  consagradas a Dios, y las servía con gran humildad.
Cuenta Fr. J. Perez de Urbel: “Toda la cristiandad se estremece cuando, bajo el gobierno del primer Emperador cristiano, corre la noticia de que se ha hallado la verdadera Cruz. Empieza la inundación de los devotos a llenar las grandes vías romanas. Más que a visitar los Santos Lugares, a besar la verdadera Cruz…. Desde los primeros días de septiembre, porque son los días en que se conmemora el fausto suceso de la Invención de la Santa Cruz.”
   
Con ochenta años, la Emperatriz de Roma, Elena, volvió con su hijo, que entonces residía en la recién construida  ciudad de Constantinopla*, nueva capital cristiana del Imperio mirando al insondable Oriente, por ser mejor lugar para la defensa y un buen puerto para la  actividad comercial, que sobreviviría más de mil años al Imperio de Occidente (*sobre la antigua Bizancio, ciudad griega fundada 600 años a.C. -actual Estambul, en Turquía).

Un día de ese mismo año, el  330, sentada en su sillón favorito, conversaba con el Obispo Osio. Le pidió que trajera el Copón de oro.  Con gran veneración consumió el Santísimo Sacramento de manos del obispo.
Y con mucha serenidad, entregó su alma al Señor. Constantino estuvo a su lado.
Fue sepultada en la nueva ciudad. Más tarde  trasladada a   una Abadía de Treveris, ciudad de Alemania que pertenecía a los estados de su marido, donde vivió algunos años; allí dejó la preciosa Túnica de Nuestro Señor, que es venerada con mucha devoción.  Luego sus reliquias fueron llevadas a  Roma, ocupando un lugar en el Vaticano.
Comenzó a difundirse su fama de santidad y a ser venerada como santa, según la tradición católica predominante en aquella época, recibiendo nuevos ímpetus de la Gracia a principios del siglo IX, en los tiempos carolingios.
La Iglesia Católica conmemora su día el 18 de agosto.
Una antigua oración dedicada a Sta. Elena que consta en el “Flos Sanctorum…” dice: “Oh, Señor Jesucristo… concédenos por su intercesión, que por el precio de este inestimable ARBOL DE VIDA, alcancemos el premio de la vida eterna…”.  El Arbol de vida, la Cruz de Nuestro Señor, adorada por las gentes y puesta como el más precioso ornamento en las coronas de los reyes…

Constantino fue un Emperador luchador, activo y serio, capaz, buen estratega, lo que le valió ser recordado en la historia como “Constantino el Grande”. Aplicaba los principios cristianos y respetaba sus valores.  Atribuía sus victorias a Jesucristo. Gobernó hasta el año 337. Se bautizó y murió.
Sus hijos Constancio, Constantino II y Constante le sucedieron, porque él dispuso una parte del imperio para cada uno. Pero eso es otra historia…  NADA MAS
                    


B I B L I O G R A F I A

APOLOGÍA DE LA TRADICIÓN, Post scriptum del libro  “O Concilio Vaticano II, Una Historia Nunca Escrita”, Roberto de Mattei,  Editorial Ambientes y Costumbres, San Pablo – Brasil, 2013

AÑO CRISTIANO, Tomo V, Fray J. Perez de Urbel, Editorial Poblet, Buenos Aires, 1944

APUNTES HISTÓRICOS DE CATEDRA - Plinio Corrêa de Oliveira,  San Pablo-Brasil, 1940 (inéditos)

APUNTES SOBRE LAS ENSEÑANZAS DE SAN BUENAVENTURA, Charlas formativas e informativas del Dr. Miquel Becar Varela, San Pablo, Brasil, 2016

EL ARBOL VIVIENTE, HISTORIA DE LA EMPERATRIZ SANTA ELENA, Louis De Wohl, Editorial Palabra, 10ª edición, Graficas Anzos, Colección Arcaduz, España, 2009

FLOS SANCTORUM DE LA FAMILIA CRISTIANA, Padre Francisco de Paula Morell, S.J. Editorial Difusión S. A. (Pág. 242), La Plata, Bs. As. 1943

HISTOIRE NARRATIVE ET DESCRIPTIVE DU PEUPLE ROMAIN, Ch. Seignobos, A. Colin, Paris, 1913

HISTORIA ROMANA. LOS ORÍGENES. LAS CONQUISTAS. EL IMPERIO.   Alberto Malet, Editorial Hachette S. A.  Buenos Aires, 1970.

HISTORIA UNIVERSAL OCEANO, Barcelona, España, Carlos Gispert y otros, edic. aproximada 1990-2000,

LA LÉGENDE DORÉE, Jacques de Voragine, v. Ste. Hélène, ed. online

LOS ORIGENES DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA. Godofredo Kurth, Emecé Editores S. A.,   Bs. Aires, 1940

LOS SIGLOS DE LA HISTORIA, Rosa de Babini, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1960

REVOLUCION Y CONTRARREVOLUCION, Plinio Corrêa de Oliveira, ed. argentina online

SANTOS DE CADA DIA, tomo II, 2° edición, Secretariado Nacional da Orasan, Editorial A. O. Braga Codex, Portugal, 1987.


UN SANTO PARA CADA DIA, Mario Sgarbossa y Luis Giovannini,  Bogotá, Colombia, 1993

    








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