El guerrero y el caballo en la gesta hispanoamericana (1ª nota)
Conferencia en el Instituto Güemesiano de Salta - Junio de 2011
Luis María Mesquita Errea
Luis María Mesquita Errea
La historia épica de Hispano-América gira en torno a la defensa heroica de los valores más altos, que llevan a jugarse el todo por el todo en lances de supremo coraje y belleza.
Los pueblos de las Españas concebían la vida como una lucha y esta visión arraigó con ropajes propios en suelo americano.
Frecuentemente el guerrero fue, de este lado y del otro del Atlántico, caballero en el sentido pleno: un luchador de a caballo. Desde el Cid y San Fernando de Castilla, peleando contra ágiles jinetes y corceles árabes, al Emperador Carlos, “el Príncipe de la caballería ligera”, con su oscuro azabache de gualdrapa borgoña glorificado por Tiziano; de Hernán Cortés con su porce lano y su penacho movedizos y albos como el viento blanco, a Jerónimo Luis de Cabrera –el criollo estratega defensor del Tucumán en el Gran Alzamiento, nieto de dos fundadores; del santafesino Echagüe y Andía, que amanecía en los montes enfrentando las flechas, ganándose el respeto, la sumisión y la conversión de los indígenas, al Alférez Martín Miguel de Güemes, galopando a tomar el Justina; del Caballero del Ande a Quiroga y Rosas, a Arenales, Lavalle y La Madrid, indisociables del fiel caballo de guerra .
En escenarios dispares, de la desolada puna a las selvas hondureñas trepadas a las ruinas mayas, el heroísmo del hombre de a caballo tejió las páginas más admirables y formativas de nuestra Historia. Pues el caballo es el complemento supremo del hombre de gesta y por eso fue destinado a hacer retumbar con sus cascos musicales el gran parche del campo de batalla, a mezclar su relincho con los toques del clarín de guerra y a ser la monta en la que, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, vendrá el propio Hijo de Dios “en poder y majestad” a pelear la batalla final de la Historia.
De la colorida serie de gestas hispano-americanas, evocaremos en estas páginas la famosa Jornada de las Hi bueras, en que Hernán Cortés se puso a sí mismo, a sus hombres y a sus cabalgaduras en máxima prueba.
Nos vamos a las selvas hondureñas, que el extremeño pretendía explorar, para lo cual había que atravesar selvas y pantanos, cruzar la cordillera que separa Méjico de América Central, y llegar al mar.
Montaba su renegrido favorito, el del sitio de Méjico, partiendo a lo inexplorado tan intrépidamente como lo hiciera Colón al Oeste, y con similar conocimiento -apenas genérico- de la ruta a seguir, intentando descubrir, para engrandecer el Imperio y extender la Fe, una región inhóspita en que a cada paso acechaban sorpresas y peligros, que ni siquiera los guías locales conocían bien, pues se manejaban en canoas. Contaba sólo con una pequeña brújula y un tosco mapa trazado por un buhonero indígena.
Partió con 250 hombres entre los cuales se contaban 90 jinetes. A éstos se sumaban 300 cargadores mejicanos, inaptos para la pelea; y seis músicos, dos halconeros, un juglar y un piruetero flautista, para alegrar y distraer. Más una tropilla de cerdos…
A poco de andar, se presentaron las primeras sombras en el horizonte. En ausencia del jefe, cundía la rebelión en Méjico. Y aparecían dificultades insospechadas en la marcha, que superan toda exageración, que hicieron de ella una de las más arduas de la historia…, resultando aplicable la fórmula, frecuente en las crónicas: “Porque después de Dios, debimos la victoria a los caballos”. A aquellas monturas de corazón fuerte, de paso vigoroso en la tierra y el agua, que infundían terror a los indígenas, que pensaban que mordían más terriblemente que los perros. Las que así pintaban los pensadores de entonces, como Pedro Conde, que proclamando a las cabalgaduras: defensa y baluarte de reyes… la más noble bestia…, el más hermoso, veloz y de mayor coraje de los animales domesticados.
Compañeros del hombre a un punto que hoy, lejos del campo, no se entiende, y que permitió a España –a diferencia de otras naciones- conquistar lo desconocido, los lugares de los que no se tenía noción de hacia dónde se iba ni de qué les aguardaba.
La marcha de Cortés en el impenetrable hondureño se hacía cada vez más difícil. Pasaban de ciénagas de leguas de extensión a las altas montañas; debían cruzar ríos en que no había puentes; a lo que se añadía la desventaja del insuficiente pasto y de los insectos que acometían noche y día.
Se topan con el Río San Pedro, de casi 300 metros de ancho, correntoso y poblado de voraces caimanes.
Por intermedio de la cacica Marina, su intérprete, le explica a los indígenas lo que deben hacer; y éstos construyen un puente “virilmente y con pujanza”. Estos “Puentes de Cortés” quedarían para la historia de las selvas hondureñas, ya que superaron el medio siglo de vida útil. Y eran imprescindibles para ayudar no sólo a los hombres sino también a los caballos, cuya pérdida -en términos militares- equivalía a la de veinte hombres.
Vencido el río, los recibe, poco después, “La Laguna”: ¡tremenda! Los caballos se hundían hasta las orejas en el fango. “Perdimos toda esperanza de salvación y de cruzar”, escribió el conquistador en sus cartas a Su Majestad Cesárea, Carlos I de España y V de Alemania. Pero el vasallo que enfrentaba tales pruebas era el arquetipo del conquistador, un heredero del espíritu de Fe y de cruzada de la Reconquista, sin perjuicio de las influencias neopaganas del Renacimiento, que en los conquistadores afloraban, como lo cuenta Bernal Díaz del Castillo. Ante las dificultades, su espíritu se elevaba, como cuando quemó los barcos para conquistar o morir, o cayó preso en la “noche triste”, y estuvo al borde del sacrificio.
Sin perder la serenidad y confiando en la Providencia, dispuso que hicieran fardos de juncos que harían las veces de flotadores; y yendo y viniendo, maniobrando como mejor pudieron, avanzaron penosamente hasta encontrar un canalito por donde los caballos pudieron mover sus remos y nadar.
Con la ayuda de Dios, al cabo de la acometida, estaban todos salvados, tan fatigados que apenas podían pararse: ofrecieron su acción de gracias al Señor de los Cielos pues hubiéramos perecido, hombres y caballos. Visión maravillosa y patética la de los hombres extenuados, arrodillados junto a sus cabalgaduras, bajo el sol tropical. El Emperador, varón de a caballo y de guerra, leyó con vivo interés este cuadro animado de lo que podía su gente en el lejano continente americano.
(continúa)
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