miércoles, 24 de julio de 2013

Fundación de Santiago del Estero - Francisco de Aguirre, conquistador, guerrero y estadista de aspiraciones interoceánicas

                             Francisco de Aguirre - Oleo del pintor santiagueño Marcelo Argañarás
Portentoso monumento a Francisco de Aguirre en el parque que lleva su nombre - Santiago del Estero

Fundación de Santiago del Estero, "Madre de Ciudades" - 
4ª nota



FRANCISCO de AGUIRRE –  CONQUISTADOR, GUERRERO y ESTADISTA DE ASPIRACIONES INTEROCEANICAS


Consolida la primera ciudad argentina, la traslada y la bautiza como Santiago del Estero (1553-1554)



 Sobresaliendo de la frondosa arboleda del parque de Santiago del Estero, a menos de un tiro de arcabuz del Río Dulce, un promontorio se eleva hacia lo alto despegándose de lo común y pedestre. En la cima, corta el aire la espada que un hombre de bronce empuña virilmente, como guardando la ciudad en eterno combate contra todos sus enemigos. Es el muy magnífico General Francisco de Aguirre, fundador de Santiago del Estero, “Madre de Ciudades”, versión definitiva de Barco, la primera ciudad argentina.
Nacido en Talavera de la Reina de una familia de caballeros hijosdalgo, conquistador en Cuzco y “primera lanza” en Chile, será uno de los forjadores de la Gobernación del Tucumán, con rasgos de osado estadista, guerrero leal y ambicioso soñador de realidades.
Tres elementos se destacan en él, ya antes de llegar desde Chile a nuestro territorio:
v    Las tierras productivas o feudos bajo su dominio civil y militar, Coquimbo, Copiapó y La Serena, otorgadas  por el Gobernador de Chile, Valdivia, que hacían de su dueño un respetable señor feudal de hecho;
v    Su personalidad fuerte y autoritaria, que llevó a compararlo con un gallo de riña y un tigre;
v     La designación como Teniente de Gobernador de La Serena y Barco, por la que Valdivia le concedía una enorme jurisdicción a ambos lados de la “Cordillera de la Nieve” (los Andes).
Era ésta una tentativa de gran trascendencia política que podría colocar la región del Río de la Plata en manos de Aguirre. “¿No habría así este hombre genial realizado su gigantesco ensueño de unir en una sola gobernación toda la tierra existente ente el Atlántico y el Pacífico, desde la Serena hasta el Río de la Plata?”, se pregunta Roberto Levillier.
Otras dos características de este gran jefe tendrán consecuencias: 
v    Su diplomacia con los indios, basada en un trato recio y leal, que los hacía respetarlo y estimarlo: “Le amaban, dijo un testigo, porque les hablaba y trataba con verdad” (Levillier, “Nueva Crónica de la Conquista del Tucumán”, t. I, p. 188).
v    Su actitud irónica y aún hostil hacia el Clero y su jactancia irreligiosa, propia de ciertos hombres renacentistas como él, aunque debida más que nada a su afán de no tolerar otros poderes. Ella perjudicará seriamente su obra.
“No obstante sus fallas, dice Roberto Levillier, era derecho, abierto y grande, recio y de claro obrar con unos y otros”.
El 14 de octubre de 1552, el poderoso Gobernador perpetuo de Chile, Pedro de Valdivia, deseando prolongar su obra y entreviendo peligros en el horizonte, dicta una provisión ampliatoria con el fin de fijar su propia sucesión. Establece que, en caso de que Dios dispusiera de su persona, su esforzado vasallo Aguirre dejaría de ser lugarteniente, pasando a ser Gobernador de Barco, La Serena y los territorios que, dentro y aún fuera de los límites establecidos, pudiese conquistar y poblar de cristianos. La eventual gobernación de Aguirre, por añadidura, sería independiente de cualquier futuro Gobernador de Chile.
Investido tan generosamente por Valdivia, Aguirre se sentía en la gloria y comenzaba los preparativos para explorar la parte oriental (hoy argentina) de su jurisdicción, invirtiendo de su caudal la gran suma de 60.000 pesos oro.
Aportaba “abundante provisión de armas, herrajes y caballos, gastando para ellos con la magnificencia que solía” (Levillier). Y armaba una fuerza militar de 60 hombres, entre los que se destacaban su sobrino, Rodrigo de Aguirre, y Gaspar de Medina, futuro salvador de San Miguel de Tucumán, que aún no había nacido.
A principios de 1553 se encontraba ya el conquistador con su hueste en tierra de diaguitas (los valles serranos que van desde Salta hasta el sur de La Rioja, próximos a la Cordillera Nevada). Sabía por informantes que Núñez de Prado había trasladado Barco (I) a los valles del Cacique Calchaquí, región donde intentaba hallar la nueva ciudad (ver nuestro artículo “Núñez de Prado, fundador de Barco, primera ciudad y cimiento de la Argentina”).
En lugar de encontrarla, se dio con la imagen desoladora de una abandonada Barco (II), de cuya población quedaban como vestigio chivos montaraces y algún pedazo de cerámica de Talavera en los espacios invadidos por malezas. Se fue haciendo una idea negativa del Capitán Núñez de Prado, que en dos años había perdido dos buenos asientos, meditando qué medidas tomaría a su respecto cuando diera con él, refiere la historiadora tucumana Teresa Piossek Prebisch en “Poblar un Pueblo – Comienzo del poblamiento de Argentina en 1550” (San Miguel de Tucumán, 2004, 516 pp.).
Conocedor de la idiosincrasia indígena, le preocupaba la aparente indiferencia de los calchaquíes;  mala señal de un ataque inminente que no tardó en caer sobre su pequeño ejército. En un combate logró apresar al famoso jefe de los valles, don Juan Calchaquí, bravo, tenaz y peligroso como Aguirre. Tal vez la semejanza entre ambos facilitó el entendimiento, y Calchaquí quedó en libertad, comprometiéndose a mantener la paz.
Se dirigió a la “provincia de Chicoana”, cerca del actual Molinos, tradicional punto de encuentro de españoles e indígenas desde los tiempos de “la Gran Entrada”. Pero aquí también estaban los naturales en pie de guerra. Aguirre obtuvo otra victoria, que mostró una vez más sus dotes guerreras; y también diplomáticas, pues con estos triunfos iba labrando al menos una precaria paz.
Debidamente informado por los indígenas, siguió el rumbo de Núñez de Prado. El país de nogales y cedros fue dando lugar a otro de quebrachales y algarrobales, camino al río Dulce.
La provisión de Valdivia le encomendaba asegurar Barco, pudiendo dejar o no a Núñez como lugarteniente. Pero Aguirre tenía su decisión tomada.
Teresa Piossek nos relata con vivacidad los hechos ocurridos, basada en las probanzas y crónicas de los protagonistas. Aprontando sus hombres, la noche del 20 de mayo de 1553 entró a la ciudad con su estandarte en alto. Su avance fue arrollador. El silencio nocturno, sólo interrumpido por los perros que “toreaban”, fue cortado por la voz potente de Rodrigo pregonero, anunciando que el general Aguirre venía a gobernar la ciudad, por mandato del Gobernador de la Capitanía General de Chile, por Su Majestad Católica.
Como medida precautoria hizo arrestar a algunas autoridades y confiscó provisoriamente las armas de los vecinos. Nadie se resistió. Había miedo entre los pobladores y preocupación por tantas bocas que alimentar llegadas inopinadamente.
A la mañana siguiente vieron pasar a los alcaldes y regidores rumbo al Cabildo. Ninguna autoridad era tenida por válida sin el reconocimiento de este órgano de gobierno que era el alma de toda ciudad hispanoamericana. Aguirre los convocaba para leerles sus poderes y ser recibido como máxima autoridad de Barco.
Cumplida la ceremonia, el pregonero convocó a grandes voces a la población a reunirse en la plaza. Allí encontraron  a la guardia de Aguirre formada con aire marcial, y al conquistador, a quien observaban discretamente, ya que su mirada penetrante y toda su persona transmitía una impresión de autoridad que no toleraba desobediencia ni oposición.
El escribano Gaspar de Medina leyó el acta, fechada en la Ciudad del Barco, “Reino de la Nueva Extremadura”, el 21 de mayo de 1553, en la que constaba que, por voz de Rodrigo pregonero, en presencia de cabildantes, vecinos y soldados “se pregonó esta provisión...después de la haber presentado el dicho general...en el Cabildo...y ser por el dicho Cabildo obedecida, y ser recibido el dicho señor general Francisco de Aguirre por capitán general y teniente de gobernador como en la dicha provisión se contiene” (T. Piossek P., o.c., p. 236).
El aspecto de los vecinos de Barco, cuenta la citada autora, era tan lamentable que más parecían una banda de mendigos. Luego de tres años de penurias, perdidos en la inmensidad, aislados de toda ciudad española, sus otrora elegantes trajes y botas habían sido desgarrados por el uso, los montes espinosos y las flechas,  y reemplazados por prendas y calzado rústico y artesanal, hechos con cueros de venados y tigres, toscas incómodas fibras vegetales como la cabuya y aún “pellejos de perros” para proteger los pies. A ello se sumaban las barbas y pelo encanecidos y crecidos. Lejos de reírse, Aguirre sintió profunda admiración por ellos, pues sostenían la única ciudad existente al oriente de la cordillera.
Luego de la lectura del acta por el escribano, el pregonero Rodrigo dio lectura a toda la población presente de la provisión ya conocida y acatada por el Cabildo, por la que Valdivia revocaba el poder dado a Núñez de Prado y nombraba a Francisco de Aguirre como su teniente, encomendándole el gobierno de Barco y “hacer otras ciudades y poblar cristianos”  y “pacificar a los caciques e indios de las dichas ciudades”.
La minoría de partidarios de aquél sintió que el mundo se les venía abajo. Los padres dominicos Carvajal y Trueno, que lo habían apoyado, no deseaban quedarse, por motivos no del todo claros. La agitada vida trashumante de Barco había impedido que su esfuerzo misionero diera frutos. Al parecer estaban desanimados y querían volver al Perú, cansados de una tierra que parecía tan ingrata.
Por el contrario, los numerosos enemigos de Prado exultaban de alegría y alivio, y, sin llegar a tanto, hombres de la talla de los veteranos Hernán Mejía Miraval y Miguel de Ardiles hacían un balance positivo de la situación, pues sabían que Núñez de Prado nunca sería un buen caudillo.
Aguirre había mandado una partida de hombres a buscarlo y prenderlo, para evitar riesgos y dilaciones como las que protagonizara ante Francisco de Villagrán. Al llegar arrestado a Barco, de la que sería su última expedición exploradora (a las minas del Famatina), Prado palpó la animadversión de los vecinos, incluidos sus parientes, que ya no necesitaban disimular.
Aguirre lo trató con corrección, demostrando que era duro, pero no cruel. Días después lo envió preso para ser juzgado en Chile. Lo vieron partir definitivamente con su conocida expresión de miedo y resentimiento. Antes, tuvo la sorpresa de ver que uno de quienes lo acompañaban al ser apresados era tratado con deferencia por los recién llegados, luego de darse a conocer: se trataba de Juan Gregorio Bazán, otro legendario conquistador del Tucumán, nacido en Talavera de la Reina, como Aguirre, y primo de éste...
Se acababa un gobierno de pesadilla. ¿Cómo sería el nuevo? Muchas señales promisorias se confirmaron. Pero había una espina que con el tiempo daría en infección. Aguirre se desembarazaba de los frailes dominicos pero no traía reemplazantes. Los vecinos se alarmaron. ¿Quién los confesaría, en esa vida irregular que llevaban, en que varios convivían con indias? ¿Quién bautizaría a “los mesticillos”? ¿Quién celebraría la misa? ¿Quién les daría la extremaunción, abriéndoles las puertas de la salvación eterna a la hora de la muerte?
Pero Aguirre era insensible a esos planteos y finalmente los despidió con impaciencia. Los vecinos comprendieron que ellos mismos deberían mantener la fe (Teresa Piossek Prebisch, “Poblar un Pueblo”, p. 243).
Despejado el terreno, Aguirre se abocó a sus geniales proyectos y urgentes tareas de gobierno. Se trazó un plano mental de la gobernación en ciernes y ubicó los puntos estratégicos donde fundaría ciudades para acercarse a Chile y al Atlántico -por el Río de la Plata-, sacando a Barco de su aislamiento y desarrollando el comercio. Todo bien pensado y a ser ejecutado con la garra que lo caracterizaba.
También distribuyó las infaltables encomiendas –que muchas veces eran teóricas, pero al menos “apuntaban a...”- , extendiéndose hacia las actuales Catamarca y La Rioja, teniendo en cuenta el Camino del Inca para conectarse con el reino trasandino.
Nueva savia comenzó a circular en Barco cuando Aguirre inició la distribución de valiosas semillas y plantines y los imprescindibles caballos a quienes estaban de a pie, dando  a todos la orden de aprontarse para las nuevas expediciones.
Aunque costaba seguirle el paso, los pobladores que habían pensado en “mandarse mudar”  habían cambiado de planes,  al renacer de las esperanzas.
Una de sus primeras acciones fue ir “a descubrir el rio bermejo”; de allí “trajo de paz mucha gente” indígena, declaró el testigo Cristóbal Pereira. Con esta convivencia entre indios y españoles, se iba gestando el pueblo argentino.
Inició una recorrida por los vastos territorios dados por Valdivia. Iba descubriendo y conquistando las provincias de los juríes, Salabina, Sanavirones y Río Salado. Visitó decenas de pueblos indígenas con los que aplicaba una política similar a la del Inca: les daba a elegir entre la guerra o la convivencia pacífica.
Volvió a Barco a los seis meses, luego de recorrer 700 leguas. Había noticias preocupantes: rebeliones indígenas aquí y allá, con muerte de encomenderos españoles. Consideraba que el español no debía mostrarse nunca débil ni lerdo so pena de enfrentarse a un irrefrenable levantamiento general. Eligió sus mejores capitanes de entre los veteranos de Santiago: Sedeño, Valdenebro y Mejía Miraval. Les dio instrucciones de ser implacables con los cabecillas rebeldes y ofrecer el perdón a los pueblos, a cambio de la sumisión y la paz. La campaña fue exitosa y se logró una paz inestable.
El 25 de julio de 1553, festividad de Santiago Apóstol, patrono de España, la ciudad vivió un gran día histórico. Fue trasladada a dos o tres tiros de arcabuz de su anterior emplazamiento, que pasó a llamarse “pueblo viejo”. Quedaba así más guarnecida contra las devastadoras crecientes del Dulce. Pero sobre todo Aguirre la fundaba como “Santiago del Estero”, imponiéndose de hecho como su fundador. Se labraron las actas respectivas y se procedió de acuerdo a los usos y costumbres de la Conquista. Un detalle doloroso para los vecinos fue la falta de un sacerdote que celebrara la misa ante un acontecimiento de esa magnitud.
Era por el momento lo único que ensombrecía el promisorio rumbo de Santiago. Aguirre, satisfecho y en la cúspide de su carrera, le escribió una prudente carta al Emperador, pidiéndole que lo nombrara Gobernador del Tucumán, Juríes y Diaguitas, lo que fue apoyado por el cabildo santiagueño.
La carta de los Vecinos señalaba que habían estado a punto de despoblarla “por faltarnos lo necesario para nuestra sustentación”, cuando “Dios fue servido traer a ella al capitán Francisco de Aguirre”, “y certificamos a V.M. que en hacer este socorro...hizo muy gran servicio a Dios... y a V.M.” ; “y en todo se da tan buena manera y orden, como persona que...sirve a V.M. y tiene experiencia de españoles e indios, de que todos vivimos muy contentos... (Teresa Piossek Prebisch, op. cit., p. 248).
Escribían esperanzados e ilusionados “pero, por el contrario, se avecinaban aciagos sucesos”  dice la autora.
El Jueves Santo de marzo de 1554 llegaba a Santiago del Estero  un grupo de jinetes. En la casa del teniente de gobernador desmontaba  Juan de Aguirre, uno de sus numerosos hijos mestizos, trayendo graves novedades. El gran fundador de Chile, Valdivia, había sido muerto por los araucanos en el desastre de Tucapel. Para peor, como él temía, Chile se hallaba envuelto en el caos, en medio de revueltas indígenas y disputas por el poder.
Los cabildos habían abierto el testamento de Valdivia. A Aguirre, establecido como segundo en el orden sucesorio, le tocaba la gobernación por ausencia de quien estaba en primer lugar. Pero temían su autoritarismo y el de su rival Villagrán, formándose “bandos de aguirristas y villagristas...por lo que entre los españoles chilenos reinaba gran desasosiego” (Teresa Piossek P., o.c., p. 250).
Así, “los acontecimientos de Chile interrumpieron su obra” (Levillier).
Con la rapidez que lo caracterizaba, convocó el Cabildo de Santiago del Estero y le comunicó que partía a Chile, causando profundo asombro y malestar. Los vecinos protestaban que, apenas la ciudad comenzaba a ir hacia adelante, recibía un nuevo golpe  agravado por los hombres y cabalgaduras que se llevaría.
Las objeciones se estrellaban contra el argumento de que,  si no defendía su derecho de suceder a Valdivia, la suerte de Santiago corría peligro.
Antes de partir, tuvieron lugar importantes actos protocolares que referiremos oportunamente. Los vecinos quedaron con sensación de abandono, frustración y agravio. Les pesaba la interrupción brusca de sus esperanzas y la pérdida de los hombres que Aguirre se llevaba para su hipótesis de conflicto trasandino, en lugar de limitarse a una guardia.
Le pidieron que enviara socorros y un sacerdote. Asintió secamente y apuró el caballo para partir. “Al salir de la ciudad Aguirre sintió un dolor similar al de dejar una hija amada, pero más fuerte era la determinación de defender su derecho sucesorio”, escribe Teresa Piossek. Debía ganarle de mano al invierno que pronto clausuraría la cordillera. “Iniciaba la marcha confiado en su buena estrella, ignorando que en esa hora comenzaba la inflexión de la curva, hasta entonces ascendente, de su carrera indiana” (o.c., p. 255).






Fundación de Santiago del Estero :Núñez de Prado, fundador de Barco y los cimientos de la Argentina

 
1ª Evocación "in situ" de la fundación de Barco, en la Quebrada del Portugués  - Organizada por el Instituto Tucumano de Cultura Hispánica el 29 de junio p.p. -  Ver artículo en estas páginas
 http://argentinagrandeza.blogspot.com.ar/2013/07/la-clarinada-del-29-de-junio-orillas.html

Fundación de Santiago del Estero, "Madre de Ciudades" - 
3ª nota




Núñez de Prado, fundador de Barco,  y los cimientos de la Argentina


La historia de Barco y de su fundador, Juan Núñez de Prado, está llena de contrastes. Lo inesperado y lo prosaico se tocan a cada paso con realidades sublimes y de trascendencia para el futuro: primera ciudad de nuestro territorio, su fundación fue el acta de nacimiento de la Argentina como nación (cf. Alejandro Moyano Aliaga et al.).
La colonización sostenida de nuestro País fue obra de la corriente que vino del Perú, de los centros vitales de Lima, Cuzco, Charcas y Potosí.
La conquista del Imperio Incaico por Francisco Pizarro había demostrado que el Rey Blanco y las Sierras de la Plata no eran sólo leyenda, generando expectativas y horizontes renovados. En la mente de capitanes y soldados, la esperanza de conquistar imperios fabulosos extendiendo a un tiempo la Cristiandad, en una América sorprendente y misteriosa, creaba ambiente para nuevas expediciones descubridoras.
Estas no podían hacerse sin permiso de autoridades superiores, que se plasmaban, luego de largas tratativas, en contratos o capitulaciones.
En el Perú hispano-indígena muchos conquistadores habían recibido por sus servicios mercedes de tierras y mercedes de encomiendas. Esas tierras eran en general vírgenes, no trabajadas por los indígenas, cuyo derecho de propiedad estaba amparado legalmente.
Las encomiendas, caracterizadas brevemente, eran una institución polifacética. Partían de la base de que los naturales, debían también pagar un impuesto o tributo como todos los vasallos libres del Rey. Habitualmente se pagaba con “moneda de la tierra” (productos alimenticios o artesanías), o con trabajo. El Rey cedía a los encomenderos ese tributo, para ayudarlos a progresar y darle solidez a sus provincias de ultramar. Esto era honroso y los beneficiaba, sobre todo si el grupo de indios encomendados era grande.
El encomendero debía reunir buenas condiciones personales y cumplir una serie de obligaciones, de las que se destacan dos: la evangelización del indio (que incluía conseguir curas doctrineros y edificar y mantener las iglesias –todo a su costa) y su defensa contra cualquier agresión, viniera de indígenas o de españoles.
Los vecinos feudatarios o encomenderos cumplían otras funciones de trascendencia, que incluían pesadas y riesgosas responsabilidades: defender las ciudades con su persona y sus bienes, tener casa poblada e integrar su órgano de gobierno fundamental –el Cabildo; asimismo, organizar la producción agrícola en sus haciendas. Por eso afirma Levillier que sus intereses eran los de la sociedad en su conjunto.
Dado que no recibían sueldo por esos servicios, era necesario que obtuvieran ganancias de sus tierras y de la mano de obra indígena. Los trabajos y quiénes los realizarían se organizaba de acuerdo con los caciques de cada grupo indígena; esta obligación se cumplía durante una determinada cantidad de días por año (menor que los que trabajamos actualmente). Al cumplir los 50 años de edad, quedaban libres de ella.
A mediados del siglo XVI, en plena efervescencia de ideas humanistas y renacentistas, se hizo sentir sobre el rey de España, Carlos I (Carlos V de Alemania), la influencia de fray Bartolomé de las Casas, apasionado defensor de los indios y enconado enemigo de los encomenderos.
Queriendo   proteger a los naturales de abusos e injusticias, Carlos V sancionó las Leyes Nuevas. De acuerdo a Roberto Levillier, en su “Nueva Crónica de la Conquista del Tucumán”, estas leyes “se iban del otro lado” –diríamos ahora-, y dejaban a los vecinos virtualmente arruinados, sin mano de obra para sus haciendas y sin posibilidades económicas de continuar prestando esas funciones que hacían de ellos el motor de la sociedad.
Esto desató una gran reacción, ya que era como desmantelar lo existente y perder el fruto de enormes esfuerzos, quizás de toda una vida. Para imponer la aplicación de estas leyes, el Emperador creó el Virreinato del Perú, designando a Blasco Núñez Vela como primer “Visorrey”.
Era éste un hombre cumplidor de su deber, pero soberbio y rígido. Vino muy prevenido y dijo cosas tan ofensivas como imprudentes de los vecinos feudatarios que no hicieron sino aumentar la reacción. Fue la oportunidad que buscaba Gonzalo Pizarro, hermano del difunto conquistador del Perú. Quería ser por lo menos gobernador perpetuo del reino conquistado por su hermano, y tenerlo bajo su autoridad absoluta. Aprovechó su prestigio y medios para capitalizar el descontento y encabezar un movimiento armado.
Los vecinos de Lima  apresaron al Virrey que trató de avasallarlos. Pero por el gran respeto que había a la autoridad, fue puesto en libertad, lo que fue peor, pues le permitió reunir un ejército para enfrentar a Pizarro.  En la batalla de Añaquito peleó valientemente y perdió la vida. Esto ocurrió en 1546, tres años después de que Diego de Rojas hiciera su Gran Entrada a nuestra región.
La noticia de las discordias creadas por las Leyes Nuevas, el fracaso y muerte del Virrey, y las quejas respetuosas pero elocuentes de los Cabildos, llegaron a la Corte. Asesorado por el Consejo de Indias, eficiente y profesionalizado cuerpo de pensadores, juristas y hombres de ciencia, Carlos V decidió prestar oídos al clamor de los hombres a quienes debía sus posesiones en el principal Virreinato de América; revocó las Leyes Nuevas y envió a pacificar los ánimos al prelado Pedro de La Gasca, designado Presidente de la Real Audiencia de Lima.
Traía amplios poderes e instrucciones para apaciguar a los más recalcitrantes, incluyendo al propio Pizarro, a quien reconoció sus méritos y ofreció el perdón en nombre del Rey. Pero el jefe rebelde no advirtió que el gran apoyo de que había gozado se basaba en la resistencia a las Leyes Nuevas y no en un aprecio exagerado a su persona. La ambición lo cegó y se fue acercando al abismo.
La llegada de un enviado real que sabía escuchar y ganarse las voluntades de conquistadores leales a su monarca, que sólo habían resistido los atropellos del Virrey y las leyes que los ponían en situación desesperante, empezó un importante movimiento de restauración del orden alterado .
Pizarro persistió en su rebeldía, perdiendo día a día a sus elementos más valiosos. Uno de ellos, al recibir sus reproches y pretensiones de apoyarlo a él antes que al rey, le escribió: “he recibido su carta y me he reído mucho...”.
Finalmente los rebeldes, muy disminuidos, enfrentaron con sus armas al Pacificador La Gasca en la llamada batalla de Xaquixahuana. El ejército real era imponente. Lo comandaba nada menos que el famoso guerrero Pedro de Valdivia, que había venido de Chile a pelear por el Rey. A la cabeza venía el Presidente La Gasca, con un cortejo de Obispos, Oidores y grandes del reino. Los caballos que debían cruzar el correntoso Apurímac eran lanzados en picada al agua, perdiéndose muchos. Los puentes sobre el río, cortados por el general pizarrista Carvajal,  fueron reciamente restaurados.
Fue un breve combate, ya que gran parte de las tropas se pasaron al campo del rey, y entre ellos nuestro Juan Núñez de Prado.
Pizarro fue vencido, y ajusticiado junto a Carvajal. Antes de morir, le vaticinaba al victorioso La Gasca que su venganza sería tener que contentar a una multitud de hombres que lo apoyaron: No quiero mayor venganza, que verle encargado de tanta gente (cit. por T. Piossek Prebisch en su espléndida obra “Poblar un Pueblo – El comienzo del poblamiento de Argentina en 1550”, Tucumán, 2004). Y, en parte, así fue... Con sonrisas y promesas, y el poderoso incentivo de la lealtad al rey, había conseguido desarmar una tormenta y poner de su lado a aquellos guerreros, prometiéndoles recompensa. Quizás había prometido demasiado y pensó en volver a España lo antes posible, pero no podía hacerlo sin la autorización de don Carlos, que no le llegaba!
Se daban entonces dos circunstancias:
 1) Había tierras en cantidad por explorar y noticias de pueblos indígenas numerosos para convertir a la Fe y encomendar. También se sabía de otros indígenas –como los lules y los chiriguanos- que diezmaban a las tribus más débiles, esclavizaban a sus miembros y se comían a los prisioneros.
2) La otra circunstancia era el haberse agrupado más de 2.500 hombres de armas que pretendían paga y remuneración de los servicios hechos (cit. por T. Piossek). Había que “descargar la tierra” lo antes posible, para evitar riñas, atropellos y situaciones desagradables, y radicarlos en otra parte.
Llegó entonces la hora de hacer algo en el atractivo Tucumán, recorrido por los “hombres de la entrada”.
Varones prominentes, como el Gobernador de Charcas Polo de Ondegardo, sugirieron para tal misión al Alcalde de minas de Potosí, Juan Núñez de Prado, por ser “hombre cuerdo y de buen trato”, que contaba con el capital imprescindible para estas empresas, y deseaba lograr las glorias de conquistador Contaban con los informes de los “hombres de la Entrada”, que luego de la épica recorrida del Perú al Paraná al mando de Diego de Rojas, y luego, de Francisco de Mendoza,  estaban deseosos de volver a las regiones exploradas, de prometedores encantos, y allí iniciar una nueva vida.
Había un riesgo adicional en la proyectada empresa. Cerca del Tucumán, con centro en Chile pero proyectándose a nuestro lado, se había otorgado al gran capitán Pedro de Valdivia una extensa gobernación, de límites algo inciertos. El rumor de la comisión dada por La Gasca a Núñez de Prado de explorar el Tucumán y poblar allí un pueblo  para evangelización y amparo de los naturales, y extensión de la jurisdicción de España, llegó a sus oídos.
Hubo temeridad por parte de Núñez de Prado. Para ganarle de mano a Valdivia, partió apresuradamente con un contingente de 60 hombres, más indios amigos, para internarse en una región desconocida, poblada por tribus guerreras. Dejó a su segundo y socio, Juan de Santa Cruz, la orden de reunírsele en la mentada población indígena de Chicoana (posiblemente ubicada en el actual Departamento de Cachi), bien provista de alimentos, que acogiera a Diego de Rojas. Debía traer una hueste adicional para enterar la respetable fuerza de 200 soldados. Pero ésta nunca llegó. ¿Qué había pasado?
El proyecto de Núñez de Prado le caía a Valdivia como una amenaza para sus grandiosos sueños de extender su gobernación chilena del Pacífico al Atlántico. No era persona de aceptar un intruso en los términos de su gobernación, dice Teresa Piossek. Había enviado al Perú a su primo y lugarteniente, Francisco de Villagrán –futuro mariscal- quien usando hábilmente de su influencia, del caudal que traía y de la fuerza, consiguió desbaratar el contingente de Santa Cruz y apropiarse de buena parte de él. Ya no eran los tiempos inmediatos a Xaquixaguana. Era un momento en que resultaba difícil “hacer gente de guerra” pues escaseaban los soldados debido a las conquistas encomendadas por La Gasca a diversos capitanes para “descargar la tierra” y avanzar en el poblamiento.
A todo esto, Núñez de Prado con sus hombres y dos sacerdotes dominicos, los padres Carvajal y Trueno, ganándole de mano a Valdivia de este lado de la Cordillera de la Sierra Nevada, estaba a punto de protagonizar un acto trascendental, que echaría los cimientos de la Argentina. El 29 de junio de 1550, cumpliendo las formalidades prescriptas procedió a la fundación de la Ciudad del Barco, en un lugar óptimo y estratégico, conectado a la gran llanura que conducía al Río de la Plata, cercano a la actual Monteros, en la Quebrada “de los Andes del Tucumán”, o Quebrada del Portugués.
Como era de práctica, procedió al trazado de la nueva ciudad, repartiendo solares a los primeros pobladores  y designando las autoridades del Cabildo. Por primera vez se hacía esto en el territorio argentino, pues si bien en la zona litoral había existido el asiento de Buenos Aires –despoblado por Irala- y algunos fuertes precarios, ninguno de ellos fue lo que constituía una realidad muy concreta: la ciudad hispana en América, cuyo pilar más característico era el cabildo integrado por vecinos feudatarios.
Se instalaba así el primer núcleo de españoles con intenciones de arraigar, en un claro marco institucional. Pronto pusieron con ahinco manos a la obra, organizando actividades agrícolas y ganaderas, con animales traídos a pie, con gran sacrificio, desde el Perú. Los sacerdotes dominicos erigieron su convento, de bajareque –barro reforzado con ramas-, como las restantes casas.
Los primeros contactos con los indígenas fueron amigables  y dieron lugar a un acercamiento en la Fe católica, parte esencial de la misión del Capitán Núñez, a quien se le había encarecido especialmente la evangelización de los naturales y “su buen tratamiento y conservación” (T. Piossek, op. cit.). Para infundirles veneración al símbolo de los cristianos, se les invitó a poner cruces en las puertas de sus casas, con las que se verían libres de cualquier agresión de hombres europeos. ¿Se cumpliría este noble anhelo...?
Núñez de Prado se hallaba en su mejor época. Había cumplido la manda del Presidente La Gasca; había “poblado un pueblo” en Tucumán. Por la falta del contingente principal de la expedición, armas, cabalgaduras y herramientas que Santa Cruz debía traer, la ciudad se encontraba en situación de gran apretura y el desánimo asomaba, pese a la belleza y bondad del lugar, y al buen recibimiento de los naturales. Cuando los caballos se recuperaron, para reafirmar a Barco ampliando el contacto con los indígenas y dar bríos a los vecinos deprimidos, organizó recorridas hacia el este santiagueño, logrando amistad con nuevas poblaciones indígenas y avances cristianos, erigiendo el signo de la cruz para atraer bendiciones y como promesa de protección contra cualquier ataque español.
Pero su vida y la de sus acompañantes iba a sufrir un gran cambio.
En Toamagasta, se dio con una pésima sorpresa. Un contingente de guerreros españoles había atacado brutalmente a los indios amigos, poniéndolos en guardia hacia los españoles. Ni siquiera la Santa Cruz habían respetado a estos intrusos y  malvados, acción increíble en españoles que ofendió y decepcionó enormemente a los caciques.
Enterado de donde se encontraba su real, resolvió atacarlos de noche, provocando gran sorpresa y pavor. Se enojó cuando le recomendaron enviar espías para saber con cuántos soldados contaba el enemigo. Pero mayor fue su propia sorpresa al constatar en medio del entrevero que la fuerza adversaria era superior a la de él, por lo que se dio a la fuga.
De inmediato mandó emisarios para pedir perdón al jefe, que no era otro que Francisco de Villagrán, lugarteniente del gobernador de Chile, que había andado recorriendo tierras pertenecientes a la gobernación de Valdivia o próximas a ella.
Era éste tan valiente y experto militar como astuto diplomático. Se presentó en la ciudad de Barco con aires de vencedor generoso. Núñez de Prado se humilló ante él, asumiendo todas las culpas y declarándose dispuesto a aceptar cualquier pena, inclusive la de muerte.
Villagrán, haciendo gala de su bondad, lo perdonó, pero también lo presionó para llevarlo a renunciar a su calidad de capitán general y pasar a ser lugarteniente de Pedro de Valdivia, poniendo la nueva ciudad bajo jurisdicción de Chile.  Esto implicaba graves consecuencias. La ciudad nacida del Virreinato del Perú quedaría sujeta a la Capitanía General de Chile. Núñez desconocía que Villagrán había hecho desbaratar el vital auxilio que debía traerle Santa Cruz, y que en todo seguía un plan maquiavélico. Intentó que Villagrán dejara las cosas como estaban, pero éste continuó  presionando indirectamente de mil modos. Finalmente, sintiendo el peso del deseo del P. Carvajal y de los vecinos, que querían evitar la destrucción de Barco y quizás del propio Núñez de Prado,  aceptó, resignado. El y los cabildantes hicieron dejación de cargo en manos de Villagrán, reconociendo la autoridad de Valdivia, originándose problemas  de jurisdicción que durarían 13 años. Acto seguido, Villagrán lo nombró a Núñez de Prado lugarteniente de Valdivia y devolvió sus cargos a los cabildantes.
Logrado su objetivo, después de malograr el auxilio para Núñez de Prado, y dejarlo sometido a Valdivia junto con “el Barco”, siguió Villagrán su viaje con destino final a Chile.
La invasión había sido nefasta para el fundador y sus vecinos. Barco quedaba reducida a 51 hombres (cf. T. Piossek, op. cit.). Un calvario estaba a punto de comenzar.
El causante principal sería el propio Núñez de Prado. Grandes cambios se producirían en su manera de comportarse, invadiéndole la inconfesable idea fija de volverse al Perú lo antes posible. Tomó una resolución drástica: retirarse de Barco con armas y bagajes, y trasladarla a un punto distante, alejada de los límites de la gobernación chilena, cerca del camino al Perú, donde intentaría hacerla fracasar una vez más.
Luego de una recorrida por los Valles Calchaquíes, volvió ya preparado psicológicamente para representar el papel de déspota. Puso guardia armada en su puerta y forzó a los vecinos a firmar el requerimiento de retirarse de Barco, para hacer creer a las autoridades que ellos lo habían movido a dar el grave paso que violaba las instrucciones recibidas.
Con el refuerzo que recibió al llegar por fin Santa Cruz con 16 hombres, Núñez de Prado reunió el Cabildo de Barco  y ante sus miembros renunció al cargo de Teniente de Gobernador de Pedro de Valdivia y reasumió el de Capitán General y Justicia Mayor asignado por La Gasca.
La resolución de abandonar la ciudad causó estupor y congoja. Significaba echar por la borda el duro esfuerzo de un año, las edificaciones, los sembrados, el suelo que ya se consideraba propio. Hubo resistencia a la orden y Núñez, supliendo su falta de condiciones de jefe por un duro despotismo, hizo ajusticiar a uno de los vecinos, e hizo traer por la fuerza 300 indios cargueros de las poblaciones vecinas, violando las leyes y el compromiso asumido con La Gasca. Esto produjo un levantamiento general y muchos pueblos indígenas abandonaron la región (T. Piossek, “Poblar un pueblo”, p. 177).
Podemos imaginarnos el ambiente tenso y triste con que los vecinos dejaron la querida ciudad para dirigirse a lo desconocido. La caravana de 67 españoles y 400 naturales, entre yanaconas y cargueros, se dirigió penosamente, en invierno, a los Valles Calchaquíes. De allí los caminos incaicos lo llevarían –esperaba- a la vida tranquila que añoraba. Muchos indios tucumanos murieron en el traslado, encadenados para que no se fugaran, o flechados por los diaguitas de los valles, sus enemigos. También quedaron en el camino muchas cabras y caballos, que tanto trabajo diera traer del Perú.
Esto le impidió a Núñez llegar al valle de Jujuy, como quería, debiendo quedarse en el Valle de Quiri-Quiri, cerca del pueblo de los tolombones, en dominios del Cacique Calchaquí, hombre bravo y poderoso que por una excepción notable les permitió asentarse.
Allí, en el camino para salir al Perú, volvió a fundar Barco del Nuevo Maestrazgo de Santiago, conocida como Barco II. Trazó la planta urbana, réplica de la anterior, repartió solares y tierras de labor e indios en encomienda, lo que era más teórico que real por las limitaciones que imponía el Cacique (T. Piossek, “Poblar un Pueblo”, p. 181).
Lo que algunos sospechaban era que esta nueva fundación era una nueva maniobra, y así fue, pues al mismo tiempo enviaba una consulta a la Audiencia de Lima pidiendo autorización para abandonar la empresa conquistadora, utilizando el requerimiento que obligara a firmar a los vecinos antes de abandonar Barco I. Los mensajeros deberían recorrer 1.400 leguas entre ida y vuelta...
Los pobres vecinos tuvieron que edificar la nueva ciudad, en medio del hambre y las privaciones. Faltos de lo esencial, tuvieron que hacerse calzado con cueros “de tigres y de leones” y vestirse con cueros de venados. Podemos reconstruir mentalmente todo el desgaste que este empezar de nuevo significaba. A la falta de elementos esenciales se sumaba la de mano de obra indígena, ya que el Cacique Calchaquí la retaceaba. Todo ello empeorado a fondo por el despotismo cruel e incoherente de Núñez de Prado. Ni siquiera el hallazgo de oro en las inmediaciones –que ofrecía nuevas posibilidades- lo hizo cambiar, mientras esperaba la respuesta de Lima.
Sacando fuerzas de flaquezas, todo empezó de nuevo, las edificaciones de las casas, del convento de los frailes, el trazado de calles y solares, los contactos con las tribus. 
La evangelización intentada por los Padres Carvajal y Trueno encontraba una valla en las creencias panteístas de los indios de los valles, que sólo se convertirían al cristianismo un siglo después, tras su derrota en las guerras calchaquíes.
Pero Núñez había incumplido su compromiso, apostando a que la Audiencia compartiría su actitud de retroceso. Se equivocaba. Cuando la segunda Barco ya empezaba a remontar vuelo, llegó una orden terminante de la Audiencia: debía atenerse a lo pactado y “poblar un pueblo” en Tucumán.
La noticia cayó como un rayo, y no era para menos... Significaba otra vez el desarraigo, la pérdida del esfuerzo y de los logros, borrar, abandonar, desamparar, volver a fojas cero! La oposición a Núñez crecía. Los vecinos le recriminaron el nuevo curso que les obligaba a dar a sus vidas. Nuevamente recurrió a la pena capital. Esta vez fueron dos vecinos, para peor, de los que siempre lo habían apoyado.
Se le habían venido abajo los planes que albergaba de abandonar la empresa fundadora. Si lo hacía, tendría que responder ante las autoridades por el fracaso de un proyecto tan vital, que “significaba el comienzo de una conquista mayor que culminaría en el Río de la Plata, salida al Mar del Norte”, como había previsto La Gasca (T. Piossek, op. cit.). Decidió irse lejos, para seguir escapando de la autoridad de Valdivia, creyendo ponerse a salvo de la acción de sus Tenientes.
Desoyó la orden de poblar en Tucumán y se dirigió al este, a los “Llanos de los juríes”. Todo era incertidumbre y malestar para los pobladores errantes del Noroeste argentino, cuando una situación providencial se presentó inesperadamente.
Al llegar al territorio jurí, se dieron con una ofensiva de los temibles lules que destruían poblados y sembrados, hacían desastres con las mujeres, se llevaban prisioneros para satisfacer sus hábitos de antropofagia. La llegada de los hombres blancos fue un socorro salvador. Pactaron alianza para hacer frente a los lules. Los españoles pondrían sus armas y caballos para defender a los juríes; éstos les cederían un pedazo de tierra para fundar una ciudad.
Bajo este auspicioso comienzo, lejos de la cordillera nevada y de los valles, se fundó por tercera vez y reedificó nuevamente la ciudad a orillas del Río Dulce. Una nueva etapa comenzaba  que era, en cierto modo, definitiva. No todo quedaría inmutable ni menos aún color de rosa. Pero el horizonte de una vida más estable  parecía abrirse.
El problema de Barco III era su aislamiento. Esto tenía solución, pero su Capitán General no la buscaba. Con el tiempo, los vecinos comenzaban a avizorar perspectivas de esperanza. Lograron afianzarse con una inesperada victoria salvadora, a fuerza de arrojo y táctica, sobre los indios de Meaja, que organizaban un levantamiento general. Lo consideraron uno de los principales éxitos logrados en tres años de probaciones, hecho en que se destacó el vecino Hernán Mejía Miraval, a quien luego comenzaron a llamar Capitán.
Las yeguas, cabras y chanchas sobrevivientes de los largos itinerarios y de los combates comenzaban a parir. La tierra nueva se alegraba con los balidos de los cabritos y el retozar de los potrillos. Las siembras comenzaban a dar frutos para la necesitada población. Sólo en una mente no penetraba la alegría de la vida: en la de Núñez de Prado. Seguía con la idea fija de volverse. No quería que la empresa tuviese éxito, y esto lo distanciaba del grupo que mandaba.
Con pretextos, maquinaba un nuevo traslado, aunque parezca mentira. Esta vez no era al norte sino al sureste, sobre el Río Salado, allá por los Comechingones, en el paraje de Taquigasta que había hecho recorrer a Blas de Rosales. ¿Cómo reaccionarían los vecinos? ¿Lograría su intento?
En el aislamiento de Barco, no llegaban noticias del Perú ni de Chile. Pero Valdivia no era hombre de quedarse quieto. A su lado, aparte de Villagrán, había surgido otro grande, cuyo nombre resonaría por todo el Tucumán.
El fundador de Chile soñaba con extender su gobernación de un océano al otro. Al mismo tiempo parecía entrever que sus sueños corrían peligro  y decidió abrirle un camino autónomo a ese otro emprendedor, Francisco de Aguirre, “primera lanza de Chile”. Lo designó su Teniente en La Serena y Barco en términos tales que prácticamente lo convertía en gobernador autónomo en caso de que él, Valdivia, viniese a morir.
Aguirre era un conquistador y organizador nato. Había reunido una importante fortuna y comandaba hombres aguerridos. Siguiendo las instrucciones de Valdivia, partió a cruzar la cordillera. Podía, según ellas, extenderse “dentro de su gobernación y fuera de ella”, fundar ciudades, dejar o no de teniente a Núñez de Prado en la ciudad de Barco, que creían en el lugar donde la dejara Villagrán.
Grande fue la sorpresa de Aguirre y sus hombres al pasar por las desamparadas Barco I y Barco II. Siguiendo los rastros de Núñez gracias a los informes de los indios, a quienes sabía imponer respeto y aún ganarse su estima, siguiendo sus pasos tomó rumbo al este hacia las riberas del Río Dulce.
Una noche de invierno de 1553, la aldea se vio alterada por la llegada de un contingente en armas y con pendón en alto. La voz potente de un Rodrigo pregonero hizo saber a todos que llegaba el magnífico señor Francisco de Aguirre a gobernar la ciudad por cuenta de Pedro de Valdivia. Por precaución arrestó a algunos miembros del cabildo y dio orden a todos de quedarse en sus casas.
Al día siguiente, reunió el cabildo y mostró sus poderes, siendo recibido por los alcaldes y regidores. No sólo traía una fuerza disuasiva, sino representaba una nueva esperanza para la ciudad amenazada por un tercer traslado por su impredecible capitán general, que se hallaba ausente.
Núñez de Prado había partido al Famatina, por “tener fama” de sus minas. No imaginaba lo que estaba ocurriendo a orillas del río Dulce, pero no tardó en enterarse. Una partida destacada por el General Aguirre, con respeto y firmeza le comunicó que quedaba arrestado.  Por haber desamparado Barco, el nuevo jefe lo descartaba para cualquier función, y lo enviaba preso a Chile para su juzgamiento.
Juan Núñez de Prado defendería su causa en los tribunales del Perú, pero nunca más volvería al Tucumán. La era de Aguirre comenzaba.


martes, 23 de julio de 2013

Fundación de Santiago, 25 de julio - Francisco de Mendoza, gran descubridor de mala ventura - 2ª nota



          Francisco de Mendoza, gran pionero, de  coraje superlativo y de grandes excesos

 Fundación de Santiago, "Madre de Ciudades" - 25 de julio - 2ª nota

Francisco de Mendoza, gran descubridor de mala ventura


Difícil es bosquejar la personalidad del grande y desventurado Francisco de Mendoza. Guerrero y expedicionario de coraje y resistencia sobrehumanos, de una ambición de mando, gloria y realizaciones inconmensurable como el territorio que recorrió, en medio de penurias inauditas... Déspota caprichoso y malhumorado..., buscador incansable..., hombre de acción que nadie pudo abatir en combate frente a frente... El puñal y la venganza le harían pagar con la vida la jefatura que ejerció sobre sus compañeros, animándolos o forzándolos a seguirlo en un recorrido grandioso, insensato para ellos, y providencial para la Historia de nuestra región.

La hueste española había quedado diezmada por las rociadas de flechas envenenadas con que los juríes habían calculado su exterminio total. La supervivencia fue considerada cosa de Dios. Hombres -y también caballos- morían en medio de sufrimientos atroces, golpeándose la cabeza contra el suelo, como le ocurrió a Diego de Rojas. ¿Cuál era el secreto de esta ponzoña más terrible que una cascabel? Era preciso averiguarlo o la “gran entrada” al Tucma   quedaría sepultada bajo los restos mortales de la expedición.
Los juríes obviamente “no soltaban prenda”. Dos soldados hirieron a uno de ellos con una flecha envenenada. El indio herido corrió a buscar el antídoto; sólo así pudieron descubrir el secreto salvador.
En este caos, y con la dudosa legitimidad del mando que le confirió Rojas en su lecho de muerte, logró imponerse Francisco de Mendoza a Felipe Gutiérrez, quien fue enviado prisionero  desde el real de Salavina de vuelta al Perú.
De los tres socios sólo quedaba en acción Nicolás de Heredia, cuya partida era de 25 hombres. A su llegada del Perú, encontró estas desagradables novedades y, aunque debería haber asumido el mando, Mendoza no le dio lugar y no tuvo más remedio que tascar el freno.
Corría el 1544. Mendoza había fundado el pueblo de Medellín, poniéndole el nombre de su tierra natal extremeña, como era frecuente en los conquistadores. Pero de esta sociedad desunida no saldría ninguna fundación perdurable y no prosperó. Muchos parajes hoy llevan aquellos nombres en loable intento de que no mueran en el olvido, pero no debemos confundirlos con los sitios originales, cuyo emplazamiento en muchos casos es desconocido.
Luego de abandonar Medellín se dirigieron al país de los diaguitas, en las actuales tierras catamarqueñas y riojanas; de allí pasaron al Valle de Calamuchita, con incontables penurias: días y días por impenetrables pantanos y salitrales que sólo el vigor de Mendoza les hizo atravesar.
Caminaban rumbo al sur por tierra de comechingones,  que los hostigaban sin cesar, enfurecidos por su presencia.  Allí sentaron su real  y erigieron un fuerte: las desgracias que padecieron durante meses lo bautizaron con el nombre de Malaventura (1545).
Informado por los naturales de que hacia el oriente había españoles, el Capitán general dejó a Heredia en el fuerte y se dirigió por el Río Tercero en dirección al Carcarañá, en busca de la “torre de Gaboto”, el legendario fuerte Sancti Spiritus. Podemos imaginar su emoción al contemplar por fin el majestuoso Paraná. Habían marchado desde Cuzco hasta el Litoral! Una verdadera proeza que justifica su nombre de “Gran Entrada”.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      
Quiso el incansable guerrero continuar hasta Asunción. Pero sus hombres, hartos de tanto andar sin provecho, y de su mal trato, no lo apoyaron. De mala gana debió volver a Malaventura, donde la guarnición había sufrido tremendas guazabaras de los indígenas.
Las divisiones internas causaban mucho daño a los conquistadores y se agriaban con el infortunio. Un duelo entre dos soldados llevó a la condena a muerte del sobreviviente, Francisco de la Cueva. Los pedidos de clemencia se estrellaron contra la negativa del Capitán Mendoza. Cueva, antes de ser ajusticiado, le anunció que se separaban por poco tiempo, y que en menos de lo que dura una carrera de caballos él lo acusaría ante el tribunal de Dios.
Seguramente palpaba la conjura en curso, que contaba con el beneplácito de Heredia, hombre brioso para su edad, pero carente de las dotes de mando de su rival.
La áspera negativa de Mendoza a darle a uno de los expedicionarios un caballo de los tomados al ejecutado, obligándolo a andar a pie, fue el detonante. Mientras Mendoza dormía, lo atacó traicioneramente el ofendido, Diego Alvarez del Almendral,  asesinándolo a puñaladas. Igual suerte corrió su mano derecha, el Maestre de Campo, Rodrigo Sánchez de Hinojosa. La profecía se cumplió.
La justificación ante la hueste fueron los cargos de: haber aprisionado y desterrado a Gutiérrez; ejecutado a  de la Cueva; y oprimido a su contrincante Heredia.
Este fue jurado como nuevo jefe de la expedición, cuyas penalidades no habían terminado. Faltos de un líder de la talla de Diego de Rojas o de Francisco de Mendoza, emprendieron la vuelta al Perú. Nuevos territorios serían descubiertos por los hombres de la entrada, de quienes dijera Diego Fernández, el Palentino: “...de la mejor gente y más famosa de todas las Indias, soldados de gran pundonor y valientes y ha durado hasta hoy día tanto su fama en el Perú, que puesto que ha habido otras muchas conquistas y entradas, con ninguna se tiene la cuenta que con esta y con los que a ella fueron”.

lunes, 22 de julio de 2013

Antecedentes de la Fundación de Santiago del Estero - Diego de Rojas, el Pionero del Tucumán


 Escena de La Gran Entrada, gouache de Francisco Fortuny

25 de julio - Fundación de Santiago del Estero, "Madre de Ciudades" - 1ª nota 

Diego de Rojas, el Pionero del Tucumán


La conquista y colonización del Tucumán, en el siglo XVI, tuvo características diferentes que las de las otras dos regiones en que se fundaron ciudades, el Litoral y Cuyo. Las ciudades del litoral fueron fundadas por Adelantados venidos directamente de España  y sus subordinados. Las de Cuyo, por conquistadores enviados desde la Capitanía General de Chile, de la que dependía.

Las fundaciones en el Tucumán, que abarcaba desde Jujuy y Salta a La Rioja, más parte de Córdoba y del Chaco, nacieron vinculadas al Perú. Este brillante centro era la capital de América del Sur, del que salieron grandes empresas descubridoras a Quito, Chile y el Amazonas. Desde Lima (fundada por Pizarro como Ciudad de los Reyes, en 1535) una generación de pensadores y estadistas intentaría unir el Perú y la región de los Charcas con el Río de la Plata, el Pacífico con el Atlántico. En el marco de esta acción planificada se forma el Tucumán hispano-indígena.
Diego de Rojas era conquistador nato y acaudalado vecino. Como vecino feudatario, pertenecía a la clase dirigente que integraba el Cabildo. Había participado de las legendarias conquistas de Guatemala y del Perú.
Como Teniente de Gobernador de la destacada Charcas, organizó entradas contra los aborígenes chiriguanos, muy temidos y detestados, que exterminaban a los pacíficos chanés. Comprobó la imposibilidad de llegar al Plata por el Chaco: sólo quedaba hacerlo por el Tucma.
Los conquistadores del Perú tenían noticia de esta región que caía entre la cordillera de Chile y el río grande. La expedición de Almagro se había topado con un contingente de miles de indios diaguitas que llevaban a pie, sobre angarillas, un pesado tributo en oro al Inca. No sabían que el monarca había sido depuesto por Pizarro. También se hablaba de la fabulosa Ciudad de los Césares, que, según decían, estaba en la Patagonia .
Todo esto era un gran incentivo para el espíritu de aventuras del hidalgo Rojas, que arriesgaría nuevamente su vida y su fortuna para recorrer por primera vez el interior del desconocido país argentino.
La misión le fue encomendada por el Gobernador del Perú, Vaca de Castro, quien lo nombró Justicia Mayor y Gobernador de las tierras a descubrir. Rojas se asoció a otros dos conquistadores: el regidor de Cuzco, Felipe Gutiérrez, designado Capitán General, y Nicolás de Heredia, nombrado Maestre de Campo, para poder costear una expedición acorde a un proyecto tan osado. El era experto en lograr grandes resultados con medios modestos.
Cada uno debía formar un pequeño ejército, y partir con algunas semanas de diferencia. En total, no llegaban a 200 españoles, acompañados por indios cargueros. Integraban la expedición dos sacerdotes, elemento de gran importancia; y unas pocas mujeres, que deberían tener un coraje de varón (a una de ellas le tocaría custodiar con armas unos caciques presos y evitar su fuga, mientras los indígenas atacaban el real...).
Pasando el lago Titicaca  y el Altiplano llegó hasta Chicoana, pueblo de indios de los valles calchaquíes. Para su sorpresa, halló “gallinas de Castilla”, que no eran autóctonas.  Pensó que vendrían de la expedición de Pedro de Mendoza, torció el rumbo hacia el sudeste y llegó al Tucma, fuera, ya, del territorio conocido del reino del Perú.
En Capaya, tuvo un choque con el cacique Canamico, rodeado de sus “indios de guerra”, ante quienes se presentó sin guardias,  demostrando increíbles habilidades de jinete, guerrero, diplomático y psicólogo. Le habló de la causa común entre españoles e indígenas y le pidió alimentos y permiso para pasar. Estos no aceptaron y comenzaron a encerrarlo. Hubo una refriega en que Rojas peleó solo hasta que llegaron sus hombres. La victoria estuvo del lado español, pero el jefe evitó todo mal trato. Finalmente logró paso, alimentos y cierta amistad con Canamico.
Encontró por fin la hueste de Felipe Gutiérrez. Fue una gran alegría para ambos. El conquistador solía comer en la tienda de su recién llegado socio, cuya acompañante se esmeraba en prepararle buenas comidas. Continuando  rumbo al este entraron en el actual territorio santiagueño. Los ataques de los naturales arreciaban. Diego de Rojas fue alcanzado por una pequeña flecha que no llegó a clavársele, a la que no dio importancia.
Pronto se manifestaron signos de envenenamiento. Se pensó que era por causa de las comidas, se acorraló a la mujer que cocinaba, que clamaba inocencia. La situación resultó propicia para un joven conquistador tan inescrupuloso como valiente, tan calculador como esforzado, de una osadía sólo igualada por su dureza: Francisco de Mendoza.
Aprovechando la confusión y el indescriptible sufrimiento del moribundo, de quien era ayudante, hizo que lo designara su heredero. Desplazó en la herencia a la propia hija del gobernador, y a Felipe Gutiérrez en el mando.
Así terminó sus días el noble Diego de Rojas, el gran expedicionario del interior argentino,   pionero y primer Gobernador del Tucumán (1543). Su sacrificio no fue en vano. Abrió el camino a la región mediterránea. No terminaría el siglo XVI sin que esa ruta quedara jalonada de pequeñas ciudades con ganas de vivir, entre ellas, Salta. La primera gobernación argentina asomaba a la Historia.